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Europa como reto

EL RETO CONSTITUCIONAL DE EUROPA

José Vidal-Beneyto (coord.)

Dykinson, Madrid

402 pp.

40 €

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En un proceso tan accidentado como el de preparación, elaboración, inicial fracaso y ulterior logro de un acuerdo para un Tratado Constitucional Europeo (Tratado de Roma II), inicial marcha refrendataria ascendente, siguiente batacazo franco-neerlandés, pequeña recuperación luxemburguesa, ¿qué pasará de aquí a 2007? Parece que en todo comentario acerca de un libro sobre la materia, más si es importante, va a resultar inexcusable determinar la fecha de edición.

El volumen colectivo que lleva el título El reto constitucional de Europa, firmado por veinticuatro autores bajo la coordinación de José Vidal-Beneyto, apoyado por Jorge Alguacil, lleva tras el copyright la data «Madrid, 2005». Por una nota a pie de la página 3, deduzco que la impresión comenzó a finales de 2004 o comienzos de 2005 y, por tanto, en la fase de buenos augurios para la etapa ratificatoria.

En cuanto a la gestación y plural redacción del volumen, de la introducción de Vidal-Beneyto (probablemente fechada en los días postreros de 2004) se deduce que los trabajos preparatorios comenzaron en el otoño de 2002: en concreto, se habla de una reunión básica los días 29 y 30 de noviembre. Posteriormente hay otras en diversos institutos y universidades europeos y, si por las fechas cabe hablar de paralelismo, por la dedicación autoral y constante coordinación organizativa cabe hablar –sin hipérbole– de una convención bis, a pequeña escala y de orden doctrinal.

Hay una seria organización del trabajo previa a los textos y la sistematización a que se adecuan los mismos: ante tanta obra colectiva de aluvión como se publica, fruto del compromiso y la entrega apresurada, el rigor de El reto constitucional de Europa es fruto de un indudable poder de convocatoria por quien lo ideó, de un planeamiento conjunto, una distribución temática y un compromiso programático. No obstante, la participación de varios de los convencionales en el libro, como Elmar Brok, Andrew Duff e Íñigo Méndez de Vigo, es de lamentar que los restantes textos del volumen no llegasen, probablemente, a la convención, ya que muchas de sus consideraciones habrían sido de gran utilidad para los distintos grupos de trabajo en que la convención repartió sus tareas hasta la culminación del proyecto presentado por Valéry Giscard d'Estaing en Salónica en 2003 e, inclusive, las dos posteriores conferencias intergubernamentales.

Es de alabar la prudencia y honestidad de Vidal-Beneyto, promotor del proyecto y europeísta de estirpe, al abstenerse de «colocar» texto alguno en el volumen e, inclusive, de enjuiciar, comentar o destacar alguna de las colaboraciones. La introducción se limita a describir el esfuerzo colectivo en su itinerario, etapas y resultado. Eso sí, es de destacar la exactitud de las notas a pie de página que, bajo la firma del «editor», actualizan los textos y reenumeran el articulado conforme al definitivo que se aprobó el 29 de octubre de 2004 en Roma.

De forma paralela, pero ampliada, a los interrogantes de Laeken, y a los preliminares de la convención, el libro se distribuye temáticamente entre «Derechos fundamentales y su garantía jurídica», «Estructura institucional», «Participación regional» y «Distribución competencial y servicio exterior común», no sin dejarse preceder de un centenar de páginas dedicadas a «Consideraciones generales» y «Proceso y procedimiento» de la propia convención.

Francisco Aldecoa ofrece una consideración europea y europeísta de largo alcance: inserta la ya cincuentenaria construcción en una superior, futura polis planetaria, a la que aquélla sirve de pivote e incentivo. Basado en precisiones de Attina y Beck sobre la tan alegada como –a veces– exculpatoria globalización, detecta y argumenta una regionalización planetaria de la que Europa es pionera y que, en opinión del autor, es la vía más transitable y fecunda para democratizar aquélla. No le duelen prendas en reconocer, con ATTAC y otros impugnantes de la Constitución, que «otra globalización es posible», pero es firme en que a la justicia planetaria no puede llegarse sino a través de la «regulación, el multilateralismo y la institucionalización y su responsabilidad» por parte de los actores internacionales. Entre ellos, el que ha sabido «compartir soberanía» y ofrecer un modelo de «economía social de mercado» no es otro que la Unión Europea. Por eso, porque Roma II potencia de forma realista esa acción, Aldecoa aboga por la aprobación del texto.

La multilevel governance en que todo federalismo se articula es particularmente propicia para una gobernanza mundial a través de regiones planetarias, entre las que el autor destaca por su protagonismo la norteamericana, la de Asia-Pacífico y la europea, sin mengua de otras varias significativas. Entiende que en Asia-Pacífico domina el Estado, en Estados Unidos el mercado (para mí, secuestrado por el militarismo y el «halliburtanismo»), mientras que en Europa prepondera la sociedad (esperemos que por mucho tiempo).

Robert Badinter, maestro de maestros en temas comunitarios, ofrece unas reflexiones acerca del proyecto constitucional que, inevitablemente, expresan un balance comparativo con su propio proyecto redactado en época simultánea y que no sabemos si presentó a la convención en su calidad de vocal suplente designado por el Senado francés. El proyecto propio del que nos habla en estas páginas es sugestivo, pero a mi modo de ver parte de un apriorismo capaz de paralizar el proceso y de invalidar, por tanto, todo intento constituyente: es la afirmación dogmática de que federación y soberanía de las entidades componentes son términos incompatibles.

Algunas páginas más adelante matiza su postura pero, en todo caso, propone un «Consejo de Parlamentos nacionales compuesto por parlamentarios de los Estados miembros designados por sus colegas» que «examinará los proyectos y proposiciones de ley sometidos al Parlamento Europeo», cuya «opinión motivada» se sometería al Parlamento y que, desatendida, legitimaría a ese Consejo para recurrir al Tribunal de Justicia. Es decir, el Protocolo 2 al Roma II sobre subsidiariedad, pero saltándose la cautela de éste, saludablemente comunitaria, de reservar la acción judicial a los Estados miembros (a través de sus gobiernos). Considero que toda acción directa, no meramente suasoria, de los parlamentos nacionales en el entramado institucional es consagrar el totum revolutum, es contrario a esa doble legitimidad –«Estados miembros/ciudadanos europeos»– cuya expresión me parece un gran logro de la convención, debido, en gran parte, a la claridad de ideas de Íñigo Méndez de Vigo, como podemos comprobar en su valiosa aportación al libro.

Dentro de estos textos de carácter general a lo largo del libro, parecían ineludibles –noblesse oblige– ciertos textos críticos, no ya del resultado, sino de la iniciativa de constitucionalizar en sí. En esta línea son de destacar los trabajos de Philippe Manin,Yves Salesse y Anne-Cécile Robert. Matizadamente, objeta Manin la procedencia de una Constitución europea si no se llega a ella por etapas o por el procedimiento constituyente clásico. Acude bien a sucesivas revisiones de los tratados vigentes (con lo cual estaríamos, pienso, en la noria de siempre, sin olvidar que en la mente de todos está el carácter constituyente progresivo de los tratados), bien a la elección popular de una asamblea constituyente, plausible hipótesis siempre que eludamos cuidadosamente las dificultades reales para llegar a esa elección. Lo chocante es que quien exige una votación previa universal «constituyente» desprecie el referéndum confirmatorio de la Constitución ya elaborada y aprobada por los jefes de Estado, y ello bajo la socorrida negación de un demos europeo.Y uno se pregunta: ¿existe mejor manera de detectar un demos que la de votar en conjunto y de una vez?

Manin reconoce que la incorporación de la Carta de Derechos aproxima el texto a lo constitucional. Estoy de acuerdo, pero añadiría otros muchos elementos constitucionalizantes: la declaración de primacía del Derecho comunitario, el elenco de competencias, la jerarquización de fuentes legales, la organización de los poderes, el derecho de retirada (federalismo de integración puro) y los artículos IV-443 a 445 sobre la revisión del Tratado Constitucional, ya que –frente al grave error de tanto intérprete– los tratados, es decir, los recogidos en Niza, están mucho más blindados que Roma II y eso es lo que hace que éste salte de tratado (Derecho internacional) a constitución (no hay constitución no revisable, aunque lo sea con trabas).

Anne-Cécile Robert utiliza artillería más pesada: la convención es algo así como un «golpe de estado jurídico» al querer imponer la Constitución «desde arriba».Tampoco la Constitución es necesaria: sólo es Constitución la que funda un Estado y dado que la Unión Europea no pasa de ser una organización internacional, estamos ante un oxímoron o contradicción, si bien la autora opta por aquel vocablo, de mayor prosapia.

Voces que han clamado –y el autor de esta reseña con ellas–, frente al poder omnímodo del Banco Central Europeo, la exigencia de unanimidad para decidir sobre lo fiscal y lo social, pero que nunca pidieron por ello la derogación retroactiva de todos los tratados al menos hasta Maastricht y aun el Acta Única y Roma I, cuyos «mercado interno» y «mercado común» a la vista están (¿por qué no también la CECA que liberó, aun regulando, dos importantes productos?), y que nunca vieron que la solución fuese la tabla rasa, hoy demonizan, sin embargo, un texto constitucional simplemente continuista en estos puntos, aunque mucho menos blindado que el tratado de Niza, al que quieren hacernos volver.

Ello sin perjuicio de que una lectura detenida de la Constitución nos llevaría a descubrir textos como los artículos I-15.1 y concordantes en la parte III, por los que «los Estados miembros coordinarán sus políticas económicas en el seno de la Unión [la cursiva es mía]». Preceptos que difícilmente encontrarán en los tratados, porque no los hay, y porque el Tratado Constitucional Europeo no pasa (artículo 99) de indicar que los Estados miembros «considerarán sus políticas económicas como una cuestión de interés común» y, si habla de coordinarlas «en el seno del Consejo», ello excluye a la Comisión y al Parlamento, y además lo supedita al artículo 98 que hace un canto, muy superior al de la Constitución, a la «economía abierta y de libre competencia». Otro tanto podría decirse del artículo I-15.2, sobre políticas de empleo, muy superior al 3 i) del Tratado Constitucional.

Pequeño es el avance, cierto, pero las perspectivas son más amplias e, insisto, la revisión simplificada del artículo IV-444 y el paso de unanimidad a mayoría cualificada para revisar la Constitución en estas materias abre un camino que antes no existía.Como no existía un artículo I-47.4 introductorio de la iniciativa popular (un millón de firmas) «para los fines de aplicación de la Constitución» (recordemos esos fines: «progreso social», «pleno empleo», «calidad del medio ambiente», etc.). Este artículo es menospreciado por unos hipercríticos a quienes no les merece la pena que la gente tenga la oportunidad de abordar tales iniciativas.

Es muy interesante la ponencia del eurodiputado y portavoz del Partido Popular Europeo en la Convención, Elmar Brok, quien ve en ella «el principio del fin del soberanismo» y quien, al darnos testimonio de la apresurada inclusión de todas las políticas concretas en el texto para con ello formar la larguísima Parte III (321 artículos), muestra un cierto don premonitorio al anunciar que el desgaje para reducir el texto a las otras tres partes «posiblemente se hará algún día»: bien es sabido que ésta es una de las soluciones ofrecidas para salir del impasse en otoño de 2007, solución difícil dado el profundo engranaje entre principios y políticas, instituciones, recursos judiciales, cooperaciones reforzadas, etc., todo él articulado en la actualidad a partir de remisiones recíprocas. Una cuestión aparte son los problemas de subsistencia o no de los tratados, dado que la propuesta de Brok de hacer de esa Parte III mero «derecho legislativo» es echar por tierra algo tan trascendental, felizmente proclamado en el artículo I-6, como la primacía del Derecho de la Unión.

También es esclarecedor el testimonio del ya citado Íñigo Méndez de Vigo quien, con justificado corporativismo europarlamentario –yo también, desde el recuerdo, participo de él: la gente ignora lo mucho y bien que se trabaja allí–, cifra en la Resolución de 19 de noviembre de 1997 el nunca mais del método estrictamente intergubernamental para la reforma de los tratados, y en las sugerencias de ese texto parlamentario el «primer esbozo de la futura Convención Europea».

Blanca Vilá, dentro de un amplio estudio sobre la «arquitectura jurisdiccional» y los avances de Roma II (por ejemplo, el locus standi individual en ciertos casos para el recurso de anulación), reflexiona sobre un tema tan delicado como el de la diferenciación entre control de legalidad y control de constitucionalidad dentro de los recursos jurisdiccionales vigentes, llevándolo a ámbitos técnicos –como el juego del recurso prejudicial– y de mayor calidad política –el carácter «federalizante» de consolidar como «de la Unión» a todos los jueces nacionales o la conexión con la «cooperación leal» de los Estados (muy acentuada en el nuevo texto)– sin que, pienso yo, quepa olvidar la novedad de la proclamación de unos valores (artículo I-2) y de una Carta de los Derechos Fundamentales (Parte II) que indican hoy dónde se encuentra, a través de la impugnación de cuanto los conculque, la quintaesencia de lo constitucional.

Destaquemos los serios trabajos de Enric Argullol y Eduard Roig Molés sobre la inserción de las voluntades regionales en el decisionismo comunitario, el de José Manuel Sobrino sobre un servicio exterior y diplomático común, tan potenciado por Roma II, el meditado estudio de Javier Laso sobre el papel de los parlamentos nacionales en el nuevo contexto, y no puedo sino compartir su cierto recelo frente al mecanismo de la early warning en cuanto al criterio de subsidiariedad, y sus posibles repercusiones de hecho –retrasos, demérito del Parlamento Europeo– y de derecho –recursos judiciales estatales presionados por unos parlamentos no muy duchos en el tema.

No entiendo por qué Beneyto, dentro de su estudio sobre las instituciones en su conjunto, arremete contra la proclamación constitucional de la doble legitimidad «Estados/ciudadanos» y la considera, en concreto, causante de la «pérdida de posición de la Comisión» y, en un plano más general, obstáculo para esa federación a que el autor y tantos otros deseamos se encamine la Unión. Ni, de una parte, doy del todo por cierto ese frecuente diagnóstico de que la Comisión es la perdedora en la Constitución (¿se repara en que frente al poder ejecutivo que antes recibía del Consejo –artículo 211 del Tratado Constitucional Europeo–, hoy es autónomo tal poder –art. I-26.1–?), ni, de otra, pienso que la declaración de representar el Parlamento Europeo a los «ciudadanos de la Unión» en lugar de aquellos indefinidos e indefinibles «pueblos de los Estados» del Tratado Constitucional Europeo, vaya a impedir, sino más bien facilitar, la visión federalista, donde es de manual que la legislación se confíe a dos cámaras, una por sufragio directo (y en ello no es obstáculo el cupo de escaños en el Parlamento Europeo al que se refiere Beneyto) y otra de entidades componentes, los Estados a través de sus representantes «de rango ministerial» (y a ello no empece que –tal como argumenta Beneyto– esté también detrás una voluntad ciudadana, pero aquí no pinta nada, pues si no distinguiésemos electores de gobiernos habríamos noqueado la democracia representativa). Fuera de estas discrepancias, me sumo a sus críticas a la tentacularidad ejecutiva del Consejo Europeo y el aplauso a la «supraconstitucionalidad comunitaria» que significan, entre otros factores, la posible congelación funcional de Estados «violadores» o «previoladores» de valores superiores de la Unión, la plena juridicidad de la Carta y la constitucionalización de la primacía comunitaria.

Muy sugerente es el texto de José Martín y Pérez de Nanclares, y acertadas sus críticas a la imperfecta pero quizá no perfectible clasificación de competencias, donde dado el «carácter abierto y dinámico del peculiar proceso de integración europea» dificulta un elenco riguroso, pero donde se podían haber evitado expresiones poco jurídicas y donde hay que admitir que la relación «sucinta» en la Parte I se completa con definiciones más precisas en la Parte III (argumento añadido –a mi modo de ver– para facilitar trocear en el futuro Roma II como salida política al estancamiento actual).Y, por supuesto, tiene toda la razón al impugnar la inclusión del «mercado interior» entre las competencias compartidas, cuando es y debe ser excluida de la Unión.

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