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Largo viaje en tren

EL TRANSCANTÁBRICO

Juan Pedro Aparicio

Rey Lear, Madrid

384 pp.

28,65 €

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Los procedimientos que emplean para viajar los autores de libros de viajes son innumerables: George Borrow viajó con la Biblia (en realidad, sólo el Nuevo Testamento, en la traducción de Felipe Scio), Robert Louis Stevenson con una burra y John Steinbeck en compañía de su perro Charlie, en un vehículo automóvil bautizado como «Rocinante». Los viajeros españoles (¿quién negó que hubiera una literatura española de viajes y de diarios, cuando tenemos los Diarios de Jovellanos, cuidadosas y amplias impresiones de viaje?) solían ser, hasta el pasado próximo, poco sensibles a las innovaciones tecnológicas, pero no se discutirá que los personajes de las novelas picarescas eran tipos inquietos, de modo especial Estebanillo González, nuestro más ilustre europeísta. En época más reciente, José Pla viajaba en autobús y a pie, Álvaro Cunqueiro en el 600 del fotógrafo Magar y Azorín en tren o en lo que cuadrara. Existe una notable literatura española de trenes (Don Ramón de Campoamor, «Clarín», Ramón Pérez de Ayala, etc.). Lo que faltó es Nabokov explicando la Sonata a Kreutzer a partir de un vagón de ferrocarril (otro escritor ferroviario: Tolstói, a quien el tren le sirve para exponer diversas teorías, a Ana Karenina para suicidarse y a él mismo para morir en la cama de un jefe de estación). En España, el poeta ferroviario por excelencia es Antonio Machado, no sólo porque viajaba en tercera, sino por aquellos versos de Manuel Cifuentes Fandanguillo, poeta apócrifo: «Las cañas de Sanlúcar/ me gustan a mí/ porque me quitan las penas./ Échame un ferrocarril». Sin olvidar a Manolo Pilares, autor de El andén y ferroviario de profesión.

Juan Pedro Aparicio, escritor leonés, también viaja en tren, y no de cualquier manera, sino con una carta de recomendación del director de FEVE (Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha). A lo largo del viaje, que es verdaderamente largo, el viajero menciona a Phileas Fogg y a «Passepartout», aunque en lo literario sigue a Cela que, como se sabe, viajaba a pie, o más bien sobre el mapa, al menos cuando hizo Del Miño al Bidasoa (no conozco lo suficiente la Alcarria para suponer que también la recorrió sin moverse de su casa, que es, por cierto, como mejor se viaja), y se hace llamar «el cronista». De manera que, acompañando al «cronista» y a su fotógrafo, vamos desde Bilbao a León, recorriendo mucha Castilla.

Es la primera vez que leo este libro (que tuvo anteriores ediciones en 1982 y 1990), y nunca subí al ferrocarril transcantábrico, aunque conozco bastante bien el otro lado de la cordillera Cantábrica (digo «el otro lado» desde mi perspectiva de asturiano), y muchas veces, al atravesar sus vías estrechas en diferentes puntos (recuerdo un fastuoso desayuno de huevos fritos, chorizos, vino y orujo, mientras afuera nevaba, en Cabañas de Virtus, ese gran distribuidor del Norte), me hice el propósito de hacer ese recorrido en tren. Ahora lo hago en el libro de Aparicio, lo que es una manera de viajar mucho más cómoda, barata, ilustrada y sin complicaciones. Leyendo, nos enteramos mucho mejor que viajando del país que recorremos, y en el caso de este libro, las espléndidas acuarelas de José S. Carralero y Maribel Fraguas nos permiten ver como si miráramos por las ventanillas del tren. Esas estaciones solitarias, esos valles sombríos, esas llanuras cenicientas o verdosas, esos cielos sobre los que se amontonan nubes grises o moradas, crean un ambiente verdadero. Los ilustradores ven y el «cronista», llevado de su condición de novelista, cuenta. En el texto hay más paisanaje que paisaje. Pero las ilustraciones son puro paisaje: un paisaje anortado y frío, en el que no hay más estaciones, como se dice de Burgos, que la del ferrocarril y el invierno.
El libro es importante, no sólo por el relato del viaje, sino por la tierra que se recorre. Estamos en ese cogollo, entre Vascongadas, las montañas de Burgos y Santander (Aparicio escribe Santander, y no voy yo a plegarme a las exigencias de la toponimia política), de donde surgieron España y la lengua española: esas tierras al norte del Ebro que, según don Pío Baroja, constituyen la esencia de Europa (la otra, la cuenca del Rin). Y mientras traquetea el tren, suenan los versos:
 

Por aquí fue España,
llamaban Castilla
a unas tierras altas.
 

Estamos a bordo del tren más alto de España y el más largo de Europa de vía estrecha; lo que le permite afirmar al cronista, con toda la razón, que «no es un tren cualquiera». El Transiberiano recorre un cuarto de la superficie de la tierra, bastante más que la distancia de Nueva York a Madrid; por su parte, el recorrido del Transcantábrico es de 340 kilómetros, lo que no está mal, salvando las distancias, que el cronista compara con Goliat y David, y el escenario: «Aquél atraviesa Siberia, éste cruza la Cordillera Cantábrica, se mece sobre sus lomos, galopa sobre sus estribaciones». En lo demás, más o menos son parecidos ambos ferrocarriles aventureros y legendarios. El gato se diferencia del tigre por el período de gestación; la misma diferencia se da entre el Transiberiano, que se construyó entre 1891 y 1905, y el Transcantábrico, cuya concesión se otorgó también en 1891 y se inauguró la línea en 1894. Que el Transiberiano sea mayor no indica gran cosa. Sabido es que el gato conserva los rasgos felinos tan acusados como el tigre, y a veces con mayor pureza.

El viajero sale de Bilbao el 6 de junio de 1980, poco antes de las ocho de la mañana. No sabe qué rumbo tomará el día. «El cielo aparece indeciso, con algunas nubes lisas y grises». Es preciso tener en cuenta la me­teo­ro­lo­gía para viajar por el norte. Porque, aunque es de esperar que en el tren no haya goteras, es fácil que acabe lloviendo. Para las gentes del norte, la me­teo­ro­lo­gía no es un socorrido tema de conversación cuando no hay otro a mano, sino un asunto que les interesa.

El tren sale de Bilbao más o menos paralelo a las aguas del río Casagua; entrará en León siguiendo las del Torío. Y entre río y río, muchas montañas, muchas llanuras, muchas estaciones y otros ríos que a veces se atraviesan por puentes de hierro. Y muchos viajeros se suben y bajan en las estaciones del camino. Por 670 pesetas de 1980 viajando en primera clase, y por 485 en segunda, hay mucha tierra por delante, muchos personajes que aparecen y se esfuman, mucho tiempo y mucha conversación. Como el cronista lleva una carta de recomendación del jefe de FEVE, pasa de un vagón a otro, lo que es como pasar de una clase social a otra, e incluso viaja grandes trechos en la máquina, en la que mandan y se explayan los maquinistas, Enedino primero y Chuchi después, dos tipos fenomenales. Sobre todo Chuchi, a quien, sin duda debido a que viajamos en su compañía durante más tiempo, Aparicio pone en pie con certera mano de novelista. El personal del tren no es de inferior categoría. Invitan a comer al cronista la «olla ferroviaria», anunciándole que lo que no se coma, se tira, y en efecto, arrojan el contenido de la mitad de la olla por la ventanilla, y también el resto de la comida, excepto las naranjas, porque les costaron un dineral en el economato de la compañía. Y entre los viajeros hay de todo, como debe ser en un tren: unos recuerdan, otros tienen prisa, otros presentan su punto de misterio, y hasta nos encontramos con un europeísta hosco (como suelen ser la mayoría de los europeístas españoles, siempre convencidos de que «Europa» es mejor).

Por lo demás, el paisaje se integra en el relato como el ferrocarril en el paisaje. Los apuntes paisajísticos son rápidos y precisos: «Abunda el tomillo. Hay campos de cebada. Siguen los negrillos y los chopos. Pastan a docenas las vacas en los prados». En ocasiones se expresan juicios: «Este prodigioso valle de Mena es un tesoro escondido tras las asperezas de Castilla». Al cabo, el tren avanza en el espacio y retrocede en el tiempo: «Este tren pertenece al pasado, y sus viajeros son aquellos españoles de los años cincuenta que, cuando viajaban, la mitad de los bultos que llevaban era comida para el trayecto». Por desgracia, ya ha desaparecido, en tan solo un cuarto de siglo, esa manera de viajar. Pero queda el libro, del que Aparicio pudo decir lo mismo que Paul Theroux: «Yo buscaba trenes y encontraba pasajeros». 

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Ficha técnica

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