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Las historias tienen razones…

El sueño de la historia

JORGE EDWARDS

Tusquets, Barcelona, 412 págs.

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Aunque el título de esta última novela del reciente Premio Cervantes anuncia una sola historia, entrelaza al menos dos. En los últimos años de la dictadura, antes de que Pinochet arreglara su retiro, alguien regresa a Chile tras un largo exilio. Lo esperan su familia y los restos de su vida pasada, espejo de miedos y fracasos: un padre atrincherado tras ser asaltado por los matones del régimen en que confiaba, una ex mujer militante comunista, perpetuamente airada contra el estado de cosas y contra él, un hijo dado a insensateces juveniles. Reingresa así, poco a poco, en una historia de la que la distancia le había apeado por un tiempo. En un apartamento alquilado, encuentra los papeles que dejó el anterior inquilino al morir, documentos que atañen a la vida en los tormentos finales del siglo XVIII de Joaquín Toesca, arquitecto italiano contratado para diversos trabajos en Santiago y que proyectó el Palacio de la Moneda. Toesca casó en 1783 con una muchacha, Manuela Fernández de Rebolledo, hermosa, vivaracha y adúltera pertinaz. Hasta su muerte, padeció el descrédito del cornudo, el dolor del enamorado desdeñado y el que le causaban las coacciones que de cuando en cuando se avenía a imponer a su descarriada esposa. Ésta sufrió los encierros y castigos y lo sobrevivió a él y a todas las restricciones, para conocer a su vez el desengaño, el desamor y el desvarío final.

Las dos historias se van alternando en los capítulos de la novela. No faltan paralelismos siniestros entre las dos épocas: en ambas, los personajes sufren los embates de la Historia grande, ajena a sus cuidados, acontecen encarcelamientos, abundan miedos y precauciones inútiles; como epítome de todo ello, un personaje de oficio detestable se repite en una y otra: Jorquera, el policía que personifica la persecución. El relato explicita en algún momento las similitudes: una cacerolada de protesta vale ahora lo que hace dos siglos un milagro atribuido a una estampita de la Virgen del Carmen, «suceso no menos frágil y que también dividió, sin embargo, a los habitantes del Reino de Chile» (pág. 302). Pero, más que tal o cual incidente sombrío, conmueven al lector los «secretos de un matrimonio» que encadenan a Toesca y la alborotada Manuelita, lo mismo que al protagonisa y Cristina, su ex mujer. La voz narrativa se interroga acerca de esa coincidencia: «¿Pueden existir sentimientos similares, o por lo menos comparables, a dos siglos de distancia?» (pág. 87). La pregunta parece, en una novela, punto menos que incongruente: si no fuera así, ¿cuál sería el sentido de contar sus historias? Pero esa duda muestra el tenor que preside este relato.

Lo expresa, acaso con más nitidez que cualquier otro aspecto, el modo como presenta a su protagonista, ese «historiador aficionado y narrador en proyecto» que enlaza las dos historias. Comparte con el autor no pocos de los rasgos biográficos dispersos en estas páginas: es hombre culto que como él ha sido diplomático, desengañado de Cuba y de los dogmatismos de izquierda, «remoto descendiente de gringos de Inglaterra». Pero la novela le niega un nombre propio, apodándolo «el Narrador»; como mucho, concede en un pasaje de ecos proustianos que podría llamarse «Ignacio Segundo, pongamos» (pág. 80), pues su padre y su hijo comparten el mismo nombre. El procedimiento es añejo: en muchos relatos del siglo XIX , callar el nombre de un personaje (de un lugar) equivalía a subrayar la realidad de lo narrado, que lo hacía impublicable. En El sueño de la historia, en cambio, interpone una distancia, un filtro reflexivo: recuerda constantemente al lector que lo esencial no es lo que vive el personaje, sino el hecho de que vaya a contarlo; lo significativo es su función narrativa, no su experiencia.

Pero no es ese tal «Narrador» quien cuenta lo que leemos; sólo es el protagonista, que se refugia en el pasado para olvidarse de sí. La voz narrativa se sitúa a un lado del personaje, «mirando por encima de su hombro» (pág. 303) y no en el corazón de su experiencia (otro artificio distanciador), y se entromete con frecuencia en el relato como un «nosotros» que también engloba al «desocupado Lector». De vez en cuando, sin embargo, cede la palabra a las conciencias de los personajes, aunque siempre las acompaña y tutela: incluso la intimidad del «Narrador» se desvela así, cuando participa en la cacerolada contra el dictador, es decir, cuando se incorpora plenamente a ese presente del que busca evadirse hurgando en viejos documentos y en vidas ajenas (págs. 259-269). En tales momentos, la narración se aviene a penetrar en conciencias y experiencias, olvida precauciones distanciadoras y asomos de teoría; en suma, se presta a ser sólo novela.

Ese vaivén entre observar meditativo y compadecer interpone entre relato y lector una frontera pertinaz: plantea la narración como problema, la somete a análisis y cauciones, quiere decidir, en definitiva –en las últimas páginas de la novela, de forma explícita–, de qué modo es posible o no contar una historia. Lo articula todo un lenguaje ágil, tan cuidado como expresivo. Pero queda la sospecha de que al «desocupado Lector» le importa siempre más, y hasta le induce a una reflexión más detenida, vivir los pesares y conflictos de un personaje que cuenta historias y los de quienes pueblan éstas que asistir a sus «lucubraciones», ser testigo de esa «estéril manía interpretativa» (pág. 357). Al fin y a la postre, tales cábalas siempre estarán desprovistas de aquella solidez que algún narrador de fuste quería para sus personajes: la de seres capaces de hacer sombra.

La poseen, sin duda, los protagonistas de los cuentos reunidos en Las máscaras: personajes pequeños, preocupados de un primer toque de maquillaje, de un gallo que impide dormir, de unos calzoncillos sucios u otras decisivas insustancialidades, enredados en afectos y rencores mínimos por una amiga del colegio o un pariente enfermo, obsesionados por una oscura premonición ante una máscara africana. Viven historias dotadas de la neta contundencia de los acontecimientos que importan, porque importan a tales existencias, en relatos discretamente aderezados de audacias narrativas (más obvias en «Adios Luisa» y «Los zulúes», los más extensos). Esta colección, publicada por primera vez en 1967, reúne grandes relatos de vidas pequeñas, que traslucen aún hoy, más de tres décadas después, el talento narrativo de Edwards. El libro conoce ahora una reedición que el lector agradecerá al Premio Cervantes que la ha suscitado.

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Ficha técnica

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