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Tiepolo y el otro

EL ROSA TIEPOLO

Roberto Calasso

Anagrama, Barcelona

Trad. de Edgardo Dobry

308 pp.

19,50 €

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Este libro trata de demostrar que el artista que más gozo infundió al arte italiano de la pintura era un gran infeliz, y que el poseedor de una de las paletas más luminosas del Siglo de las Luces tenía su pensamiento y tal vez su vida privada en sombras. Para llevar a cabo tal demostración, Calasso despliega las artimañas del sofista que tan brillantemente ha desarrollado desde su fenomenal mutación literaria: de editor de refinado olfato al frente de la firma Adelphi a ensayista de creación y mitógrafo de las religiones, tanto trascendentales como terrenas. La mutación empezó en 1983, con la publicación en Italia de La ruina de Kasch, que a España llegó en 1989, cuando Jorge Herralde, sin manifestar celos gremiales, dio cabida a su hasta entonces sólo colega de oficio en la colección más noble de Anagrama, Panorama de Narrativas; el escritor Calasso era encomendado además a las buenas manos del traductor-estrella de la casa, el cineasta Joaquín Jordá, que tradujo las siguientes obras de Calasso, un autor a partir de entonces regularmente editado en Anagrama, con dos excepciones menores. Desde hace diez años, los nuevos títulos de Calasso los traduce, también con notable calidad, el poeta Edgardo Dobry.

Pero la mutación alcanzó la categoría de fenómeno literario –tal vez inesperado hasta para un oteador editorial tan astuto como el propio Calasso– con Las bodas de Cadmo y Harmonia (1988), convertido en un quality book de éxito internacional y amplio reconocimiento, que instauraba, además, el sello personal de la casa: escritura de gran ocurrencia, uso no académico de unas lecturas muy amplias y muy bien elegidas, inteligencia desdeñosa del sentido común, empleo sistemático de la paradoja. Un ensayismo al borde de la ficción para una época que anima a asomarse, en todos los géneros, al abismo. Calasso se lanza a gusto por él, y a veces, en mi opinión, se despeña.

Así que ya teníamos constancia de que Calasso era un gran escoliasta de las emociones ajenas expresadas por vía imaginaria, un filólogo sin lengua fija, un buen conocedor de los griegos y también de la teodicea india, con especial atención a sus divinidades más animalescas, redivivas como personajes de vodevil en el que para mí es su peor libro, Ka. Pero ahora El rosa Tiepolo nos revela al Calasso que, sin abandonar sus veleidades novelescas, ha observado bien la pintura, no sólo la veneciana, ha leído los textos pertinentes de la mejor historiografía del arte y, sobre esa base, divaga (menos que en otras ocasiones) y dictamina, en una operación de rescate que –con legítima hubris– presenta como el gesto audaz de un moderno sacando del limbo de la allegrezza rococó a un artista que sin duda se lo merecía.

La idea motriz queda expresada en la segunda página del texto: «La felicidad que Tiepolo emana no necesariamente habitaba en él». Para todo amante de la pintura que recuerda de Giambattista Tiepolo sus altares con ángeles musicantes, sus techos sin amenaza ni sima, sus dioses entregados, enteramente desnudos, a las intrigas galantes, y sus dignatarios y monarcas afirmando el alto rango de su leyenda con atavíos de una belleza esplendente, la afirmación anterior provoca recelo, y Calasso, maestro del suspense y del equívoco, lo sabe, y juega con él. Examina con la debida solidez de criterio la parte central de la obra del pintor nacido en Venecia y muerto en Madrid, no elude reflejar la opulencia de sus figuras y el derroche de sus colores y, en un apunte muy sugestivo, sitúa a Tiepolo a la sombra de Proust. El novelista francés, tan propenso a extraer fórmulas metafóricas de los pintores que admiraba, nunca citó ningún cuadro de Tiepolo en las miles de páginas de la Recherche, pero sí el nombre del autor, tres veces asociado a importantes personajes femeninos: Odette, la duquesa de Guermantes y Albertine. «Para Marcel –escribe Calasso con un dejo de asumida decepción–, Tiepolo fue ante todo la bata de Odette», esa maravillosa prenda «de crêpe de Chine o de seda, rosa antiguo, cereza, rosa Tiepolo, blanca, malva verde, roja, amarilla, lisa o con dibujos, con la que Madame Swann había desayunado y que estaba a punto de quitarse».

Y no sólo acepta, con aparente mansedumbre, la humillación textil del nombre de Tiepolo a manos de Proust; haciendo honor a sus tareas de scholar, Calasso repasa la literatura crítica y reconoce que muchos de los más grandes han sido enemigos de Giambattista, a partir de su contemporáneo Winckelmann, quien, anotando la llegada del veneciano a Madrid para sumarse a la nómina de los pintores de la corte, lo compara negativamente con Mengs, inmortal en todo lo que pinta, mientras que el arte de Tiepolo «se olvida apenas visto». Pasado más de un siglo, Henry James tilda de pomposo el techo del palacio Barbaro bajo el que escribía (era en realidad la copia del original de Tiepolo), y John Ruskin, tras ver en la iglesia de Sant’Alvise, también en Venecia, dos de sus grandes lienzos de altar, le reprocha el sentimentalismo propio de «un buen alumno de la Academia de Bellas Artes de París […] después de haber leído una enorme cantidad de George Sand y de Dumas». Pero el más letal de todos los «antitiepolistas» fue el muy estelar crítico italiano Roberto Longhi, quien en 1951 publicó un breve y muy chispeante diálogo, por supuesto ficticio, entre Caravaggio y Tiepolo, recibido en escena por su predecesor en más de un siglo en español y con una guasa que Longhi hace suya, a costa siempre del veneciano, en las diez páginas que ocupa la divertida pieza. El vapuleo de Giambattista sería en otro contexto sintetizado por Longhi –practicante, como Calasso por cierto, de la agudeza maligna– diciendo de él que era «un Veronese después de un aguacero».

Una vez cumplido su tributo a la verdad histórica, Calasso, sin embargo, ejecuta uno de sus gestos de gran prestidigitador, sacándose de la manga en esta ocasión una baraja que no tiene truco, ya que el gran pintor a sueldo de monarcas, obispos y patricios de diferentes países que fue Tiepolo, también se retiraba a la privacidad de su taller a imaginar piezas de menos relumbre. Y así aparece, en la segunda parte del libro que reseñamos, esa obra singular y original, llena de sorpresa, que son los Scherzi, fuente de inspiración de Goya y equivalente, con todas las distancias salvadas, a lo que fueron los Caprichos del aragonés con relación a sus retratos de corte. En los Scherzi («burlas» o «bromas», una colección de treinta y tres aguafuertes en dos series) aparece, dice Calasso, «la cara oculta de las Luces», subrayando, a lo largo de un minucioso análisis acompañado de ilustraciones, la alteridad del pintor veneciano, que el ensayista presenta en toda su atractiva bifurcación de carácter, pues «quien pasó la vida cumpliendo encargos dictados por potencias superiores», en estos grabados «por una vez parecía haberse dictado a sí mismo un programa». Un programa secreto y oscuro, de densidad psíquica y trepidación narrativa, que seguramente no llega a ser esa magna novela demoníaca del siglo XVIII que Calasso reclama, pero sí el cáustico negativo en blanco y negro del desbordante universo colorido de los grandes ciclos murales de Giambattista, y en especial de los que para mí constituyen sus máximas obras maestras: los de la Scuola Grande dei Carmini en Venecia y los del palacio del príncipe-arzobispo en Würzburg.

Esta segunda parte de El rosa Tiepolo se cierra con el destacado de las figuras de orientales en la obra del artista, que Calasso explica como propulsores o «levitadores» de cada pintura o cada dibujo y grabado en los que aparecen, con sus atuendos recargados y sus miradas impenetrables, dotando a las escenas de una palpitación especial y un significado abierto a la especulación temeraria en la que tan cómodamente se mueve Calasso. Pero el libro no acaba ahí. La tercera y última parte, titulada «Gloria y soledad», es el remate metodológico con el que el editor-autor nacido en Florencia quiere llegar a las últimas conclusiones de su propio programa de interpretación «tiepolesca». Son las páginas menos vertiginosas del libro, aunque no carecen de interés, sobre todo si las leemos como españoles. En ella, Tiepolo se instala, a invitación del monarca, en Madrid, sufre algún desdoro profesional y algún desplante regio, así como desdichas conyugales; se decía en la corte de Carlos III –y lo repitieron después nuestros afrancesados, seguramente con hipérbole romántica, a los amigos cultos de París– que su esposa Cecilia, hermana de Francesco Guardi y madre de nueve de los hijos de Giambattista, se hizo en España una ludópata compulsiva, jugándose a menudo en las timbas los bocetos de su marido.

Para reforzar, de modo creo que innecesario, el lado de desdicha de Giambattista, Calasso llega a decir que cuando, poco después de la muerte del veneciano en 1770, y con la venia del rey, los siete lienzos pintados por él para la iglesia madrileña de San Pascual Baylón fueron retirados y sustituidos por otros de Mengs y Bayeu, «se consuma la eliminación de Tiepolo “in toto” de la psique europea, que se prolongaría a lo largo de un siglo», un período, insiste Calasso, en el que nadie, ni siquiera los que vivían en el Véneto, en Baviera, en España, bajo sus techos al fresco levantaban los ojos «hacia esas nubes, esos animales y esos ángeles». Conviene, por una parte, señalar que la estela pictórica del gran maestro la continuaron sus dos hijos, y es de agradecer que Calasso no los menosprecie, pues los pasteles de tipos populares que pintó Lorenzo en Madrid antes de morir en Somosaguas a los treinta y nueve años son de lo mejor del arte español de la segunda mitad del siglo XVIII, y, si se me permite, también a mí, la aventura de los juicios, las catorce Estaciones de la Cruz que un adolescente Giandomenico, antes de seguir a su padre a Madrid, dejó en la iglesia veneciana de San Polo a modo de reportaje al óleo de la Pasión, son de una llamativa originalidad, un poco naturalistas avant la lettre, siendo este hijo, por más longevo, el depositario y difusor de la marca paterna. Pero luego llegó Goya, claro, y ése si que fue alguien que no dejó de mirar nunca, en las bóvedas y en los caballetes, a Giambattista. Al ceremonioso y festivo y al sombrío.

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