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El redescubrimiento del nacionalismo

Misconceiving Canada, The Struggle for National Unity

KENNETH MCROBERTS

Oxford University Press

La teoría del derecho de autodeterminación de los pueblos

SEGUNDO RUIZ RODRÍGUEZ

Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid.

184 págs.

1.600 ptas.

Nations and Nationalism in a Global Era

ANTHONY D. SMITH

Polity Press

Theorizing Nationalism

RONALD BEINER (ed.)

State of New York University Press

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En las buenas historias de las teorías políticas se explica detalladamente cómo la voluntad general asume la representación del bien social y la encarnación de la justicia, según el nacionalismo difuso de Rousseau, o se transforma en el espíritu de la nación y vehículo de su cultura, de acuerdo con las decididas tesis de Hegel. Pues bien, acaso no resulte exagerado afirmar que de ambas visiones arranca un tronco doctrinal, cada vez más empobrecido a lo largo de los siglos XIX y XX , que intenta explicar qué es el nacionalismo, las razones de su resurgir –en algunos casos con una violencia que intentó analizar Peter Waldmann en su ya clásico libro de 1989Peter Waldmann, Radicalismo étnico, análisis comparado de las causas y efectos en conflictos étnicos violentos, Akal, 1997. -y sus posibilidades de pervivencia en el futuro. Las cuatro obras que aquí se reseñan buscan cubrir cuatro enfoques particularmente interesantes del nacionalismo y los nacionalismos a finales del siglo XX . En efecto, el propósito del libro editado por Beiner es reunir una serie de ensayos dedicados a indagar el sustrato teórico del nacionalismo y su lugar en la filosofía política actual; Smith intenta explicarse no sólo la pervivencia sino el renacimiento de los nacionalismos en un mundo caracterizado por la interdependencia global; Ruiz Rodríguez se plantea preguntas tales como si existe realmente el derecho de autodeterminación de los pueblos, si la secesión puede llegar a ser legítima o si es compatible con la democracia; por último, McRoberts nos lleva de la mano, en un relato fascinante, por los meandros de las aspiraciones de Quebec a convertirse en un estado independiente y la lucha del recientemente fallecido primer ministro Trudeau por mantener la unidad de Canadá. Para terminar esta introducción, una exculpación ante el lector: por razones que se adivinarán claramente con la lectura, me ha parecido preferible comenzar por lo particular –el caso de Quebec y la lucha por la unidad en Canadá– para terminar en lo general –la discusión sobre la posibilidad de encontrar un marco normativo al fenómeno nacionalista.

El libro de Kenneth McRoberts, profesor de la Universidad de York, parte de dos premisas para intentar explicar lo que el autor considera una lucha mal concebida por asegurar la unidad nacional de Canadá: la primera, que las raíces del fracaso surgen del intento de integrar Quebec en un esquema federal y es atribuible a la política puesta en práctica por el antiguo jefe de gobierno Pierre E. Trudeau y, segunda, que los fallidos intentos de acuerdo del lago Meech (junio de 1987) y de Charlottetown (julio de 1992) mostraron la imposibilidad de integrar Quebec en lo que se dio en llamar un «federalismo renovado» y abrieron la interrogante respecto a cómo gestionar una posible secesión de «la bella provincia».

Las antiguas aspiraciones de Quebec a ser considerada como una provincia «diferente» de las restantes que componen Canadá obtuvieron a comienzos de la década de los sesenta una respuesta prometedora en la estrategia del primer ministro liberal Lester Pearson, orientada a cimentar una confederación basada en la historia común de los dos pueblos que formaron originalmente la ex colonia británica: los canadienses ingleses y los canadienses franceses. Las piezas básicas diseñadas por Pearson eran: a) el reconocimiento de la dualidad en la cual reposaba la fundación de Canadá; b) una visión «asimétrica» del federalismo que permitiría al gobierno de Quebec asumir competencias que en las restantes provincias continuarían siendo responsabilidad federal; c) la creación de una comisión real para estudiar y proponer medidas que permitiesen asentar la visión de Canadá como una sociedad de iguales entre dos «razas fundadoras».

Aparentemente, las pretensiones de los partidarios de la llamada «revolución tranquila» comenzaron a cuartearse cuando se hicieron evidentes las dificultades de plasmación y las grietas financieras del sistema de «contracting out» en que se plasmó la visión asimétrica de Pearson. De acuerdo con ese sistema, las provincias que desearan asumir una determinada competencia podían financiarla mediante una reducción del impuesto federal de la renta personal. A cambio se les exigía el compromiso de mantener la competencia asumida durante un cierto tiempo y facilitar información, debidamente auditada, de los gastos incurridos. El acuerdo encalló en el caso de Quebec cuando el gobierno francófono se negó a aceptar el Plan Canadiense de Pensiones que el gobierno federal planteó en 1964, alegando la puesta en marcha de uno propio, y sólo se resolvió cuando el gobierno federal aceptó que Quebec pudiese ser una excepción al plan federal. Pero dos años después el gobierno provincial comprobó que la suya había sido una victoria pírrica al cambiar el ministro de Hacienda federal el sistema de financiación de los programas amparados en la cláusula «contracting out», de tal forma que las provincias dispuestas a asumir competencias federales no se financiarían mediante una reducción en el IRPF federal sino mediante la imposición de un tipo adicional a sus propios contribuyentes. El que ya en 1967 el propio Pearson dudase de si las crecientes peticiones de Quebec podían satisfacerse mediante acuerdos ad-hoc o precisaban una reforma constitucional explica la entrada en escena de Pierre E. Trudeau y su visión de los problemas canadienses.

Trudeau rechazó de entrada el lema de la «revolución tranquila» y su corolario de un «nacionalismo liberal» como motor de aquélla y desechó las ideas de Pearson para acomodar las pretensiones de Quebec –a saber, «dos naciones», «status especial» y «socios iguales– que se habían convertido, en su opinión, en obstáculos y no en ayudas para integrar el nacionalismo de Quebec. Trudeau afirmaba que, en general, el nacionalismo es incompatible con los valores liberales. Partiendo de la doctrina católica del personalismo y de la obligación de cada ciudadano de poner a disposición de la comunidad sus mejores esfuerzos, sostuvo siempre la supremacía de los derechos del individuo frente a los de cualquier colectividad. Esos ingredientes se plasmaban en una doble creencia: que la solución a los problemas políticos canadienses residía en la defensa de los derechos lingüísticos de todos sus habitantes, a lo cual se unía su concepción del federalismo como una manifestación de la «razón» frente a la «emoción» y como fórmula para llegar a un pacto capaz de concitar el consenso nacional y rejuvenecer la constitución y la maquinaría política canadienses. Las dos columnas sobre las cuales se sustentarían todas las propuestas de Trudeau fueron el multiculturalismo –concebido como un reconocimiento oficial de la existencia de un variado abanico de culturas aun cuando aceptase la existencia de dos culturas dominantes, entendidas como «la fuerza motriz que anima a un grupo significativo de individuos unidos por una lengua común y que comparten costumbres, hábitos y experiencias»– pero, sobre todo, el bilingüismo; o sea, la situación en la cual el inglés y el francés estarían en igualdad de condiciones en todos los órganos de la administración federal desde el Atlántico al Pacífico. Pero resultó más fácil enunciar el objetivo que precisarlo pues no estaba claro si la política lingüística debía limitarse a defender a las minorías lingüísticas o, por el contrario, se debían resolver antes las necesidades específicas de la mayoría francófona de Quebec. Visto con otro enfoque, si se aceptaba el principio de la territorialidad los derechos lingüísticos de los canadienses variaban según el lugar de su residencia; si se optaba por el principio de personalidad, esos derechos eran idénticos a lo largo y ancho de Canadá.

La política lingüística de Trudeau, plasmada en la Official Languages Act de 1969, imponía el inglés y el francés como lenguas oficiales de la administración federal, en el sistema judicial, así como en la radio y televisión oficiales. La forma en la cual las provincias implementaron este mandato de bilingüismo puede resumirse diciendo que en aquellas en las cuales el inglés era el idioma oficial se encontraron notables resistencias y que en Quebec la respuesta adoptó la forma de la Ley 22, estableciendo el francés como única lengua oficial y reforzando las condiciones para que un niño pudiese ser admitido a una escuela cuya enseñanza se impartiese en inglés. Dicho de otra forma, Trudeau creía en la igualdad lingüística en todo Canadá, los francófonos de Quebec aspiraban al bilingüismo en Ottawa y al monolingüismo en Montreal.

Las ambiciosas reformas a que Trudeau aspiraba necesitaban una profunda revisión constitucional que, entre otras condiciones precisaba el apoyo más o menos matizado de Quebec. La «Carta de Victoria», de junio de 1971, quedó en papel mojado por la falta de acuerdo sobre las competencias –federales y provinciales– en materias que hoy definimos como de «política social o de bienestar». Años después, la Comisión Pepin-Robarts, partiendo del «carácter específico» de Quebec, recomendó que se dotase a esta provincia de los «poderes necesarios para proteger y desarrollar ese rasgo» –entre los cuales se incluía el derecho a definir su política lingüística de la forma que considerasen adecuada al estatuto de las lenguas en sus respectivos territorios– si bien esos mismos poderes también podrían otorgarse a otras provincias. En febrero de 1978 se dio otro paso más con el acuerdo Cullen-Conture, que permitía al gobierno de Quebec asumir el control efectivo en la selección de los emigrantes que solicitasen entrar en Quebec.

Pero la política de Trudeau siguió orientándose a potenciar la imagen de Canadá como una nación soberana, libre tanto de la tutela británica como de la fuerza atrayente de EEUU y con un gobierno federal motor activo del cambio y guardián, llegado el caso, del orden público –lo que le llevó, en octubre de 1970 cuando el Frente de Liberación Quebecois secuestró y asesinó al ministro del gobierno de Quebec, Pierre Laporte, a justificar la imposición de la Ley de Medidas de Guerra–. Las paginas centrales del libro de McRoberts son un excelente resumen tanto de cómo, en su opinión, la visión de Trudeau constituyó un desastre para Canadá al no conseguir su objetivo de cristalizar una idea unitaria de la nación y exacerbar a cambio las relaciones entre canadienses de habla inglesa y francófonos de Quebec, como de los intentos posteriores para fraguar una reforma constitucional en la cual se consagrase una solución satisfactoria del problema. Esos intentos, desde la Carta de Victoria, de 1971, a la propuesta de cambio constitucional titulada A Time for Action, de junio de 1978, no lograron impedir que en mayo de 1980 se celebrase en Quebec un referéndum para decidir sobre su soberanía. La propuesta del gobierno provincial resaltaba que la votación no se refería únicamente a la soberanía sino también al mandato que otorgaba para negociar un acuerdo con el gobierno federal que, posteriormente, se sometería a un nuevo referéndum. El talón de Aquiles de los planteamientos «soberanistas» fueron el temor respecto a las consecuencias económicas de la secesión y la resistencia a abandonar el viejo ideal de Canadá como nación. Los federalistas, por su parte, subrayarían que el resto de Canadá no aceptaría una asociación con un Quebec soberano y que el referéndum planteaba una opción clara: separarse o no de Canadá. Como es sabido, los partidarios de la separación sólo consiguieron el 40,4 por 100 de los votos emitidos y Trudeau salió reforzado en su propósito de llevar a cabo una reforma constitucional, objetivo que lograría dos años después. En opinión del autor, cuando el primer ministro liberal se retiró de la vida política activa en 1984 había alcanzado aparentemente los cinco objetivos de su estrategia: bilingüismo oficial, multiculturalismo, fortalecimiento del gobierno nacional, implantación de un federalismo uniforme y aprobación de una Carta de Derechos y Libertades. Ilusorio éxito, afirma: en realidad Trudeau no logró acomodar la identidad quebecois en el marco político canadiense y sí exacerbar las ansias francófonas de conseguir la soberanía para su provincia al tiempo que ampliaba la separación entre canadienses de habla inglesa y de habla francesa. Los acuerdos del lago Meech y de Charlottetown fueron intentos tan meritorios como fallidos.

Desde esas fechas hasta el último referéndum sobre la soberanía de Quebec, en 1995, los acontecimientos nos relatan una historia vagamente familiar: recursos al Tribunal Supremo a propósito de ciertas leyes, medidas legislativas radicales –como la Ley 178 de Quebec, que imponía que todos los anuncios y la rotulación de los establecimientos fuesen en francés únicamente–, insistencia de unos en el carácter diferente de su sociedad e irritación creciente de otros respecto a lo que consideraban una cesión continua que tan sólo propiciaba exigencias adicionales y agravios comparativos de otras provincias. El caso es que en las elecciones provinciales de 1993, el Bloque Quebecois incorporó en su programa electoral la promesa de someter a referéndum en un plazo máximo de seis meses la cuestión de la soberanía, pero esta vez sin ligarla a la consecución de acuerdos que salvaguardasen sus lazos con Canadá. Una vez en el poder, esa promesa se transformó en un proyecto de ley que declaraba la soberanía de Quebec, la definía en sus rasgos básicos y asumía vagamente los compromisos de garantizar la identidad de la comunidad de habla inglesa y el autogobierno de las naciones aborígenes. El 30 de octubre de 1995 el electorado debió responder a la siguiente pregunta: «¿Aprueba que Quebec sea soberano después de haber ofrecido formalmente a Canadá un nuevo acuerdo político y económico en los términos de la ley de respeto al futuro de Quebec y el acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?». Como subraya McRoberts, la pregunta convertía la propuesta de asociación en una condición para la soberanía de Quebec pero no requería que dicha propuesta fuese aceptada previamente por el gobierno federal; o, dicho de otro modo, si el «Sí» triunfaba Canadá no tenía más opción que aceptar ese acuerdo. Pero como es sabido el «No» ganó por un margen muy escaso –54.288 votos–. Lo estrecho del resultado provocó la lógica desilusión entre los partidarios de la secesión, que se prometieron volver a intentarlo, y llevó a no pocos canadienses de habla inglesa a imaginar un Canadá sin Quebec y preguntarse cómo negociar con los secesionistas. Prueba de ello fue la decisión del gobierno federal –septiembre de 1996– de elevar al Tribunal Supremo una triple pregunta: a) ¿una declaración unilateral de independencia por parte de Quebec sería legal de acuerdo a la ley canadiense?; b) ¿lo sería con arreglo al derecho internacional?; c) en caso de ser legal de acuerdo sólo con uno de esos dos derechos, ¿cuál debería prevalecer? En agosto de 1998 el Alto Tribunal respondió afirmando que «un voto mayoritariamente claro en Quebec sobre una pregunta clara a favor de la secesión otorgaría una legitimidad democrática a la iniciativa secesionista que los restantes socios de la Confederación tendrían que reconocer»; pero, a diferencia del planteamiento del referéndum de 1995, la respuesta del Tribunal obligaba a negociar a todas las partes implicadas.

Al llegar a las últimas páginas del libro el lector va de sorpresa en sorpresa. Haciendo honor al título del libro, el autor confirma que las ansias secesionistas de Quebec no sólo se mantienen, sino que se han incrementado como resultado de la visión errónea que el ex «premier» Trudeau transmitió a la sociedad canadiense. Afirma, de paso, que la globalización refuerza «el deseo de autonomía regional e incluso de secesión» y debilita «la importancia y efectividad de los estados reconocidos» (pág. 256); por supuesto sin aportar datos que apoyen tan aventuradas afirmaciones. El caso es que en ningún momento considera la hipótesis según la cual la estrategia de Trudeau quizás fuese el reflejo de las aspiraciones de la mayoría de los canadienses no-francófonos. Este olvido explica, probablemente, que a la hora de exponer su opinión sobre cómo evitar la secesión de Quebec –reconociendo su carácter específico, resucitando la asimetría en sus relaciones con el gobierno federal, e implícitamente con las restantes provincias, e instaurando el principio de que la lengua no es un «atributo» de los individuos sino una expresión de las comunidades– acabe reconociendo que los obstáculos son tan altos que prácticamente invalidan su receta. Es por ello que después de 276 densas páginas se perciba una sensación de impotencia tal, que el autor acaba sacándose de la manga una solución que ni siquiera había mencionado antes; a saber, instaurar una confederación entre Quebec y el resto de Canadá.

Los intentos de Quebec para alcanzar la soberanía, no se sabe si dentro o fuera del marco nacional canadiense, resaltan la importancia que adquiere contar con un encaje legal adecuado para analizar ese derecho. Por ello, el libro de Segundo Ruiz Rodríguez, publicado en 1998 –es decir, antes de que los nacionalistas vascos apostaran por aliarse con el brazo político de ETA para conseguir la independencia respecto al resto de España–, resulta oportuno. Y es que en apenas 150 páginas se analiza la cuestión central, pero generalmente orillada, de si existen naciones que sean entidades naturales con un derecho incondicional y democrático a autodeterminarse, derecho que, además, sea reconocido tanto en el derecho internacional como en el ámbito del derecho interno de los Estados.

La respuesta del autor, adelantémosla, es negativa y lo es por razones que derivan de tres niveles analíticos: primero, porque el estudio de los conceptos de nación, autodeterminación y nacionalismo –que constituye la primera parte de la obra– muestra el carácter cambiante de estos conceptos, su estrecha dependencia de las mutables circunstancias políticas e ideológicas, pero, sobre todo, su inexcusable ligazón con rasgos diferenciales –culturales, étnicos e históricos– que pueden combinar «potencialidades antidemocráticas» cuya manifestación más extrema se ejemplariza (pág. 30) con la cita de una afirmación de Juan Linz, contenida en un libro publicado en 1986: «El nacionalismo vasco no sólo representa un conflicto entre Euskadi y Madrid, sino que implica un conflicto dentro de la sociedad vasca que tiene sus raíces en el contacto entre dos poblaciones». El segundo plano se centra en el encaje del derecho de autodeterminación de los pueblos en el Derecho internacional y en la doctrina. Las conclusiones no son, según el autor, muy alentadoras para los partidarios del derecho de autodeterminación, pues el mismo no es mencionado ni en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ni en la Declaración sobre los Principios de Derecho Internacional referentes a las Relaciones de Amistad y a la Cooperación entre los Estados –de octubre de 1970–. Y cuando se menciona –Carta de las Naciones Unidas, arts. 1, 2 y 55, o Declaración sobre la concesión de Independencia a los Países y Pueblos Coloniales de diciembre de 1960– es claramente en el contexto de situaciones coloniales, secesión de un estado racista o que no representa la totalidad del territorio (caso de las aspiraciones de Serbia a suceder a la Gran Yugoslavia). Tampoco el examen de un amplio repertorio de derecho constitucional comparado –especialmente detenido en los casos de EEUU, Suiza y Alemania– arroja un resultado favorable para los partidarios del derecho de autodeterminación.

Por razones obvias, resulta vital para la tesis de la obra reseñada el examen de la Constitución española de 1978, muchos de cuyos artículos esenciales –empezando por los dos primeros– suponen un rechazo al derecho de autodeterminación. En ese orden de cosas se analiza (págs. 120 a 124) si la referencia del artículo 2 al derecho a la autonomía de las nacionalidades puede interpretarse como un reconocimiento tácito del «principio de las nacionalidades», concluyendo que se incluyó para «involucrar a los partidos nacionalistas en la defensa del texto constitucional». Contemplada esta afirmación en estos momentos, bien puede calificarse como un brindis al sol. Este apartado del libro contiene, también, dos «perlas» que iluminan las ideas del nacionalismo vasco en aquellas fechas constituyentes. La primera corresponde al diputado de Euskadiko Esquerra Letamendía Belzunde, respecto a las condiciones bajo las cuales podría introducirse el derecho de autodeterminación al final del Título VIII del texto constitucional (pág. 119): propuesta por mayoría absoluta de los miembros de la Asamblea Legislativa de la Comunidad Autónoma, susceptible de ser repetida en caso de fracasar, que debería ser aprobada, también por mayoría absoluta, mediante referéndum en cada una de las provincias de la comunidad autónoma en cuestión. La otra se recoge en la afirmación del diputado del PNV Marcos Vizcaya, según la cual su partido había votado a favor del derecho de autodeterminación como «derecho teórico» pero no deseaba realmente que se incluyera en la Constitución (pág. 119).

A los efectos de esta reseña, el libro finaliza con una conclusión clara: partiendo de la dificultad –preñada de riesgos– que supone determinar el sujeto del derecho de autodeterminación, es un sofisma afirmar el carácter democrático per se del llamado derecho de autodeterminación y lo que un examen sereno requeriría es desmenuzar los resultados antidemocráticos de la teoría del citado derecho. Pero este propósito, como incluso el menos avisado advertirá, es harina de otro costal para los nacionalistas.

Cuestión diferente es el análisis del resurgir del nacionalismo a finales del siglo XX , cuando parecen darse las condiciones ideales para instaurar una cultura global, que supere los inevitables particularismos anejos a las ideologías nacionalistas, en un marco caracterizado por grandes potencias o por el nacimiento de marcos políticos capaces –el caso paradigmático podría ser la asociación de los estados europeos en una nueva entidad llamada Unión Europea o, en un futuro no muy lejano, Europa–. ¿Se trata de una reminiscencia de una era de odios y guerras nacionalistas o es el resultado inevitable de la propia revolución moderna, la cual, después de haberse llevado por delante buena parte de las estructuras sociales tradicionales, ha provocado la búsqueda de una nueva clase de identidad política? A estas preguntas pretende responder el profesor de Étnica y Nacionalismo de la London School of Economics Anthony D. Smith en su libro Nations and Nationalism in a Global Era.

Para Smith existen tres tesis explicativas de esa aparente paradoja: de acuerdo con la primera, que denomina de la «cultura global», las naciones y los nacionalismos serían fenómenos propios de los siglos XIX y XX , nacidos al calor de la Revolución francesa y consagrados como subproductos de las condiciones del capitalismo, el industrialismo, la burocracia, los medios de comunicación de masas y la secularidad. A ello se añade que, según las argumentaciones de un marxista moderno como Eric Hobsbawn, las doctrinas nacionalistas y los recursos a visiones étnicas son, sencillamente, instrumentos utilizados por las elites dirigentes para cimentar su lucha por el poder o fenómenos culturales y folclóricos desprovistos de significación política. A lo largo de un detenido examen, Smith acaba refutando, o al menos eso cree él, parte de esa visión que unas veces bautiza como «instrumentalista» y otras como «optimista». Para él esas interpretaciones tienen un propósito común: a saber, rebajar la nación del terreno político y devolverla a la esfera de la cultura y la sociedad civil de donde arrancó; pero, afirma, nacionalismo cultural y nacionalismo político no son sólo fenómenos separados sino que el desarrollo de cualquier nacionalismo depende de su capacidad para «fundir la regeneración cultural y moral de la comunidad en una relación íntima, cuando no en armonía, con la movilización política y la autodeterminación de sus miembros». Por lo tanto, resume, despolitizar la nación es un camino erróneo para prevenir los nacionalismos agresivos.

Los enfoques socialista y liberal, que Smith ha compaginado en su primera pieza analítica, parten en su opinión del supuesto según el cual las grandes naciones han sido siempre los únicos vehículos del progreso social y político y que, una vez cumplida su misión en pro del progreso de la civilización, sus herederos serán asociaciones humanas mayores y más poderosas. En esta visión, que él llama «los nuevos imperialismos», los agentes básicos del progreso son las grandes compañías internacionales, los vastos sistemas de comunicación de masas que unen el mundo y los bloques de poder político, pero, principalmente, las primeras, que serían los grandes abanderados de la modernidad. Al resumir la segunda tesis nos indica que en ese enfoque el estado y las identidades nacionales han sido sobrepasados y su fuerza ha quedado muy relativizada. Pero quizá, nos dice, la llamada «cultura global» sea un híbrido compuesto de rasgos racionalistas, técnicos y científicos –propios de lo que califica «el discurso de la modernidad»– y de otros componentes que son una recreación nostálgica de un pasado con sus tradiciones folclóricas, sus lenguas y sus culturas nacionales. Si algo nos ha demostrado el siglo XX es la conveniencia de desconfiar de los argumentos de acuerdo a los cuales a diferentes niveles de cultura corresponden determinados estadios de estructuras económicas y políticas y, por ende, que a tendencias globales en esos dos ámbitos corresponden forzosamente cambios proporcionados en los campos de carácter cultural. Éstos han ido variando a lo largo de la historia, lo mismo que el concepto y la realidad del estado, pero resulta insensato dar por sentado que aquéllos y éstos provengan indefectiblemente de las evoluciones económicas.

Ahora bien, ¿cómo han podido resurgir con tal fuerza el nacionalismo separatista y la fragmentación étnica, en una era en la cual las tendencias de la modernidad y la erosión de los valores tradicionales parecían contradecir el particularismo que el nacionalismo étnico engendra, y qué significa a finales del siglo XX ese resurgimiento? ¿Será cierto, como afirman los apóstoles del «perennialismo» que las grandes naciones modernas –en cuanto comunidad de cultura compartida con una lengua, una historia y un territorio propios– son simples ejemplos de un fenómeno antiguo y una demostración palpable de que la política, la economía y la tecnología apenas han afectado la estructura básica de la asociación humana y que, por lo tanto, la nación y los nacionalismos son los vectores rectores que nos han llevado a la modernidad? Smith, al recorrer esta tercera y última corriente argumental, parece inclinarse por una respuesta muy académica que afirma que la respuesta se halla en la síntesis de dos conceptos: la nación y las etnias. Según esa tesis, las naciones modernas deben una buena parte de su actual carácter y configuración a anteriores lazos étnicos que, al sobrevivir, se han configurado como las bases sobre las cuales se han construido posteriormente las naciones y los actuales movimientos nacionalistas. Pero, como bien señala el profesor inglés, esa introspección destinada a redescubrir las raíces, a «reapropiarse» de la historia origina dos fenómenos peligrosos: la politización de la cultura y la purificación de la comunidad respecto a todo rasgo «ajeno» con el fin de lograr una comunidad homogéneamente moral, digna descendiente de unos heroicos ancestros y defensora de una lengua y cultura vernáculas propias. Supongo que al lector español le es fácil poner etiqueta a esos modelos.

Smith no comparte las opiniones agoreras respecto a la crisis del estado-nación y afirma que su preeminencia en nuestros días como patrón general no está sometida a serias dudas. Lo que sí cuestiona es la afirmación que identifica nación con estado, pasando por un fino cedazo los conceptos de identidad nacional y soberanía estatal y mencionando el caso de Cataluña como un ejemplo de cómo un nacionalismo puede lograr sus objetivos sin acceder a la consideración de estado. Después de un análisis bastante vacuo de lo que denomina «proyecto europeo», análisis destinado a defender el estado nacional como «centro neurálgico» de las decisiones económicas y creador de los principales marcos reguladores de la convivencia social, termina criticando lo que califica como argumentos básicos en contra del nacionalismo –el intelectual, el ético y el que le atribuye ser fuente de inestabilidad y de divisiones– y expone una defensa matizada del nacionalismo, basada también en tres pilares: a saber, que el nacionalismo es políticamente necesario; que la identidad nacional es socialmente funcional y, por último, que la nación está históricamente arraigada. Por todo ello, cierra las páginas de su libro sentenciando que la nación y el nacionalismo ofrecen el único marco sociocultural realista en el actual orden mundial, sin que ello suponga volver la espalda a lo que denomina «el lado oscuro del nacionalismo»: su capacidad para la división, la desestabilización e incluso la destrucción.

Al final el lector se queda rumiando varias dudas. Es evidente el papel que los mitos juegan en la cimentación de la cohesión sobre la que se asientan casi todos los sentimientos nacionales, pero es una pena que Smith no dedique unas cuantas líneas a desmenuzar lo que su colega Hobsbawm denominó «la invención de la tradición», o que pase de lado sobre la curiosa, y a veces peligrosa mezcla, de reminiscencias étnicas y medios masivos de comunicación. Quizás uno pueda estar de acuerdo con su diagnóstico sobre lo improbable de la pronta desaparición de las naciones, pero aventuro la opinión de que acaso sean los estados los que resulten más resistentes a los embates de la globalización. El caso de la Unión Europea puede resultar una prueba interesante en el sentido de que quienes auguraron que la unidad europea era el viático de las estructuras estatales, que desaparecerían fruto de la presión conjunta de Bruselas y de los poderes regionales, quizás se lleven una tremenda sorpresa.

Ronald Beiner, profesor en la Universidad de Toronto, ha reunido quince interesantes artículos en un volumen, prologado por él mismo, que busca, el título es ya inequívoco, discutir las bases teóricas del nacionalismo. Loable empeño, pues así como otras grandes doctrinas políticas cuentan con formulaciones sólidas, en algunos casos plasmadas en obras que son hitos de la historia de la teoría política, la mediocridad ha sido la nota entre los pocos que han escrito sobre el nacionalismo y sus supuestas bases –o si no que lo digan quienes han tenido la paciencia de leer entre nosotros las obras de un Sabino Arana o un Blas Infante.

Pero conviene que el lector español vaya advertido que tiene en sus manos un libro muy anglosajón; es decir, un volumen centrado en las preocupaciones de los estudiosos de habla inglesa en América del Norte por analizar dos grandes cuestiones: a) la posibilidad de lograr un marco normativo para las doctrinas nacionalistas y resolver de una vez para siempre dos cuestiones capitales: a saber, si es posible distinguir claramente entre un nacionalismo étnico y un nacionalismo cívico o liberal y, por otro lado, aclarar si nacionalismo y liberalismo, o nacionalismo y multiculturalismo, pueden coexistir; b) dadas las dificultades que la mayoría de los movimientos nacionalistas tienen para explicar racionalmente su origen, indagar cuáles son las raíces míticas de los mismos y cómo insertar esa llamada a una identidad generalmente excluyente en un mundo cada vez más globalizado.

Los ensayos firmados por Wayne Norman (Universidad de la Columbia Británica), Kai Nielsen (Universidad de Calgary) o Judith Lichtenberg (Universidad de Maryland) se enfrentan a la primera de las dos cuestiones antes mencionadas desde perspectivas diferentes. Para Norman, que llega en algún momento a preguntarse si no convendría estudiar el nacionalismo no como una ideología sino como una religión, un posible nacionalismo liberal debe dar respuesta satisfactoria a tres problemas: qué clase de identidades nacionales, valores o recuerdos compartidos es válido que pasen a formar parte de las instituciones controladas por los nacionalistas; qué métodos, políticas y cauces institucionales son permisibles; cómo deben debatirse y decidirse aquéllos en un sociedad democrática. En la práctica, Norman acaba reduciendo sus dudas a un intento de resolver un dilema bastante simple: cómo responder a las demandas de reconocimiento de un determinado grado de autonomía por una minoría que dentro de un estado se considera a sí misma como una nación merecedora de un tratamiento diferencial si la mayoría de ese estado llega a preguntarse si sus derechos se verían amenazados caso de conceder un estatuto especial a ciertas minorías. ¿Es posible articular esas demandas sin apartarse de los principios liberales básicos tales como la igualdad y la autonomía individual? No parece que el profesor canadiense esté muy convencido de ello cuando señala que incluso los dirigentes nacionalistas que suelen observar en otras cuestiones actitudes acordes con un constitucionalismo liberal y moderno muestran invariablemente su talón de Aquiles intolerante cuando hablan y actúan como nacionalistas.

Ese planteamiento nos lleva a preguntarnos sobre la posibilidad de que exista, o no, un llamado «nacionalismo étnico» diferente de un «nacionalismo cívico». El primero sería, por decirlo de forma muy breve, aquel que prima a la comunidad como origen compartido, mientras que el segundo subraya la voluntaria identidad política de quienes participan en la nación. La dicotomía, en opinión de Bernand Yack, tiene tanto un propósito descriptivo –clasificar las actuales formas de nacionalismo– como normativo –distinguir entre nacionalismos aceptables y peligrosos–. Ahora bien, olvidando momentáneamente el escepticismo de Yack o la tesis de Nielsen, según la cual, ni los nacionalismo étnicos dejan de ser culturales ni los cívicos puramente políticos sin mezcla alguna de componente cultural, pues, en su opinión, no existe una concepción puramente política de la nación, lo cierto es que uno no puede librarse de la sospecha según la cual para cierta clase de nacionalismos –los que los teóricos, anglosajones sobre todo, han dado en llamar étnicos– es la comunidad nacional la que define al individuo mientras que para los nacionalismos cívicos serían los individuos quienes definen a la comunidad. O, por expresarlo de otro modo: los nacionalistas étnicos no dudan en afirmar que el ciudadano es producto de su herencia cultural o no es nada, para los nacionalistas cívicos los principios políticos compartidos por ciudadanos que piensan igual constituye la argamasa que une a la comunidad. El caso es que cuando uno examina hoy en día en qué se basa la identidad política de las grandes naciones hemos de reconocer –mal que nos pese a muchos– que no es exclusivamente la aceptación de un conjunto de principios políticos libremente elegidos. Esa puede ser una condición necesaria pero no es una condición suficiente para explicar la lealtad de muchos de sus ciudadanos a una comunidad nacional.

Hace poco ha aparecido la versión castellana del libro de Jürgen Habermas La constelación postnacionalJürgen Habermas, La constelación postnacional, Paidós, 2000 . Habermas ha dado un giro especialmente clarificador para nosotros a esta polémica sobre la taxonomía de los nacionalismos al introducir la idea del «patriotismo» o «nacionalismo constitucional» en cuanto expresión de lealtad a los principios liberal-democráticos de la constitución –alemana en su caso– y como medio de rechazar la idea de la restauración de una comunidad prepolítica con un destino histórico compartido –lo que se asemejaría mucho a la tesis de algunos nacionalistas vascos que defienden la existencia de unos derechos históricos anteriores y superiores a la Constitución de 1978. Habermas, que ha estado recientemente en España y que manifestó que las minorías étnicas y religiosas no tienen derecho alguno a la secesión en tanto gocen de los mismos derechos cívicos que los miembros de la cultura mayoritariaEntrevista en el suplemento LIBROS de La Vanguardia, 21 de julio de 2000. , ha afirmado una y otra vez que el patriotismo constitucional es la mejor forma de insertar unos principios universales en el horizonte de la historia de una nación concreta.

Estos planteamientos nos llevan a la siguiente cuestión, que es, ni más ni menos, si el nacionalismo puede ser compatible con el liberalismo y que es abordado por dos autoras: la israelita Yael Tamir y la estadounidense Judith Lichtenberg. No creo que muchos discutan que el liberalismo se basa en dos grandes premisas: primera, una cierta idea de la igualdad de todos los seres humanos y, segunda, una firme creencia en la libertad, o autonomía, individual. De la conjunción de ambas se derivan valores no menos importantes, tales como el respeto a los derechos de las personas, la tolerancia y el pluralismo. Expuesto este punto de partida, Lichtenberg pasa a señalar la falacia según la cual naciones y estados se identifican necesariamente –ahí están los estados plurinacionales para desmentirlo– y a afirmar que «cultura» es el sinónimo más adecuado para definir el término «nación», siendo el nacionalismo el derecho que asiste a un grupo más o menos homogéneo de personas para tener una cultura propia, pero sin que ello, reitera, suponga contar a su disposición con un estado propio. Al igual que Tamir, la profesora estadounidense insiste en que cualquier nacionalismo que desee calificarse como liberal –¡nótese, dicho sea de paso, que la definición de «nacionalismo democrático», tan usada en los debates españoles, no aparece en estas discusiones anglosajonas sobre la teoría del nacionalismo!– debe comprometerse a respetar el pluralismo y, en consecuencia, aceptar que la variedad de culturas y modos de vida es superior a la existencia –y más si es impuesta– de una sola. Pero a partir de aquí comienzan las dificultades para alcanzar los propósitos que ambas autoras persiguen y por tanto sus ensayos revelan vías de agua muy peligrosas para la supervivencia de sus intentos de llevar a buen puerto la nave del nacionalismo liberal.

Si existen lo que podríamos calificar como «derechos diferenciales de grupo», al amparo de los cuales los miembros de una cultura –sean éstos emigrantes o minorías dentro de un estado– gozan del derecho a expresarse públicamente de forma tal que no sólo no deben ser discriminados sino que les asiste toda la razón para exigir al gobierno una «política positiva» que proteja su cultura, se plantea, por un lado, la imposibilidad práctica de proteger por igual a todas las culturas minoritarias y la dificultad de establecer criterios que legitimen el favorecer a unas pero no a otras sin poner en determinados momentos en peligro la unidad social. El reconocimiento de que ello pudiera ocurrir arranca a Lichtenberg la dolorosa aceptación de que un estado deba favorecer determinadas prácticas culturales en detrimento de otras. Ahora bien, el conflicto es especialmente lacerante en el caso de quienes llegan a un país en busca de su supervivencia y cuyas creencias y cultura pueden quedar relegadas ante la necesidad de satisfacer necesidades más urgentes; en otras palabras, los emigrantes. Y en este punto los liberales se hallan, una vez más, ante una encrucijada incómoda entre la evidencia de la imposibilidad de efectuar una reestructuración radical de la política global que no esté basada, por ahora, en los estados nacionales y la premisa de la igualdad consustancial de todas las personas, que conduciría al rechazo de las grandes diferencias en la distribución de los bienes básicos que caracteriza el presente orden mundial y constituye la más clara explicación y justificación de la emigración. Y es partiendo de la existencia de esas desigualdades, incluso de sus formas más suaves, como los críticos desarrollan una base teórica sólida para arremeter contra los peligros del nacionalismo, pues ningún país tiene derecho a restringir la emigración si no ha cumplido con su obligación de compartir en determinado grado sus riquezas con las naciones más pobres del mundo. Solamente en ese caso estarían justificadas las restricciones a la emigración y el establecimiento de una cierta «homogeneidad» cultural.

Los problemas de encaje del nacionalismo, entendido como expresión viva de una cultura más o menos minoritaria en el actual marco caracterizado por tendencias globales, había suscitado la reflexión de Anthony Smith en el libro antes comentado. En este volumen es Brian Walker quien se ocupa de sacar a la luz la imposibilidad de asegurar un grado de protección tal a todas las culturas, incluidas las más vulnerables, que las preserve de su desaparición, pues juzga ilusorio considerar que los grupos étnicos que son generalmente su sustrato estén en desventaja respecto a multitud de asociaciones y comunidades de otros géneros que se ven obligadas a cambiar, incluso a desaparecer, bajo la presión de la llamada modernidad. Sin duda, aquí reside la explicación de ese autismo un tanto narcisista al que ha hecho referencia Hans Magnus Enzensberger en cuanto tendencia de ciertos grupos a encerrarse en sus propios mitos, rituales de violencia o exhibiciones de victimismo. El narcisismo es caldo propicio para la intolerancia, que en el caso de los nacionalismos se manifiesta en la negativa a aprender de aquellos que están más cerca y a los cuales se desprecia por sistema porque jamás se responde a la llamada de la razón.

Por eso para otro de los colaboradores en el volumen, el escritor canadiense Michael Ignatieff, el nacionalismo es la transformación de la identidad en narcisismo y la conversión de las pequeñas diferencias en una narración heroica que justifica un determinado proyecto político y lo legitima por encima de todo. Recurriendo a una observación de Freud a propósito del narcisismo de las pequeñas diferencias como fuente de la hostilidad que suele nacer en el curso de las relaciones humanas, Ignatieff subraya cómo, a medida que las diferencias reales entre grupos disminuyen, las diferencias simbólicas o imaginarias se hacen más notorias; y a medida, añade, que nos percatamos de vivir en un mundo más global, que nos acerca los unos a los otros, reaccionamos insistiendo cada vez con mayor frecuencia en las diferencias que subsisten.

Concluyo. No creo que los redactores de la constitución de 1978 fueran conscientes del avispero en que nos introducían cuando, después de plasmar su rechazo al derecho de autodeterminación –«La soberanía nacional reside en el pueblo español» (art. 1º); «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación Española» ( art. 2º)–, se creyeron obligados a hacer un gesto –incluir en ese mismo artículo el término «nacionalidades»– que provocaría incalculables consecuencias; la principal de las cuales fue permitir poner en duda que su engarce en el marco democrático que la Constitución establecía dependía sencillamente del reconocimiento de la supremacía de ésta respecto a los estatutos o derechos históricos que aquéllas adujesen. Sin duda, les acuciaba la urgencia de liquidar un centralismo político y administrativo que había fomentado reacciones nacionalistas cada vez más violentas y amenazadoras para la pacífica transición del postfranquismo a la democracia parlamentaria. Juzgaron, pues, que una buena parte de los problemas políticos y sociales de la patria se resolverían con esa fórmula de federalismo atenuado, y en su ánimo pesaron dos consideraciones que el paso de los años mostraría profundamente equivocadas: a saber, que con los nacionalistas podía discutirse siempre de forma ecuánime y, segundo, que los estados nacionales eran una especie en extinción ante la presión conjunta de las uniones multinacionales, tales como la Unión Europea –Voltaire había afirmado unos 260 años antes que Europa era una república compuesta de varios estados–, y las grandes regiones con pretensiones de ser nación.

Ya he dicho que la perspectiva de casi un cuarto de siglo nos ha desengañado respecto a esas dos creencias y el utópico empeño de concordia forjado en 1978 se ha roto. Hoy, entre la violencia, la xenofobia y los sueños de hegemonía cultural, parece que España vive atenazada y sin el pulso necesario para afrontar los auténticos retos que el siglo XXI plantea a una sociedad moderna, acaso porque se ha tardado demasiado en comprobar que, como señaló José Luis AbellánJosé Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, t. 5/1, La crisis contemporánea (1875-1936), Espasa-Calpe, 1988. , «esta absurda e injusta dicotomía entre la periferia y el centro, donde aquélla representa las ansias de libertad y éste la imposición autoritaria, desaparece cuando se aplica la óptica del análisis histórico». Pero, como los cuatro libros comentados –y la realidad española cada vez más crudamente– nos ponen de manifiesto, sigue siendo muy difícil responder adecuadamente a los mitos nacionalistas.

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