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La termita demográfica

El seísmo demográfico

PAUL WALLACE

Siglo XXI, Madrid

Trad. de Paloma Farré

312 págs.

2.900 ptas.

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Los problemas demográficos se prestan a símiles fuertes o francamente catastróficos. En los años setenta, se proyectaban las altas tasas de reproducción de los pueblos en subdesarrollo y se anunciaba para el futuro la bomba P (de población), considerada por algunos más mortífera que la A o la H. En pocos años, hemos pasado de un miedo a otro, del monstruo de la abundancia al espectro de la escasez, pero no renunciamos al tremendismo. Bomba P, o seísmo demográfico, o bomba de relojería: expresiones intercambiables para designar fenómenos opuestos, que sólo transmiten la alarma que quieren provocar. Por ello, lo peor del libro es sin duda su título: El seísmo demográficoAl menos en castellano; el título inglés es mucho más largo y más explícito.. El terremoto representa, en cierto modo, el arquetipo de la catástrofe, traicionero por súbito e impredecible, terrorífico por afectar a lo que consideramos como más estable, la tierra que pisamos, y devastador en sus efectos sobre cosas y gentes. Sin embargo, la evolución demográfica actual aparece con rasgos casi opuestos: es previsible, con consecuencias largamente anunciadas, sus parámetros actuales no generan especiales inquietudes, subrayándose a menudo lo que tienen de positivo el control de la mortalidad y el de la fecundidad, y sus efectos negativos tardarán muchos años en aparecer y lo harán de forma progresiva. Su acción se asemeja más a la de un paciente insecto roedor que va horadando el edificio sin alterar su apariencia externa que a la de una falla que lo engulle sin avisar. Es cierto que la termita no actúa a la vista de todos, pero, en este caso, han sido ya muchas las llamadas de atención que los demógrafos han dirigido a los políticos y a la opinión pública sobre las consecuencias a medio y largo plazo de los parámetros actuales.

Curiosamente, aunque el autor abusa pesadamente de la metáfora a lo largo de todo el libro, no se limita a alertar sobre un estallido o un hundimiento futuros. No trata sólo del envejecimiento demográfico en un sentido restringido, el más habitual en la literatura existente, sino, de forma mucho más general y más acertada, de la multiplicidad de ámbitos que van a verse afectados por los previsibles cambios en la estructura por edades de la población a corto, medio y largo plazo. Para él, «el envejecimiento de la humanidad es un estadio definitorio para la historia. Lo cambiará todo, desde los negocios y las finanzas a la sociedad y la cultura» (pág. 8). Así, aunque no lo explicite con claridad (el autor cede a la tradición de atribuir un papel central a la baja de la fecundidad), lo que pone de relieve es la importancia a medio y largo plazo de la historia demográfica. Ese puente que tiende permanentemente entre pasado y futuro por mediación de la estructura demográfica, confiere a todo su análisis un carácter determinista, muy justamente señalado y criticado por Pedro García Ferrero en su excelente prólogo. Lo sistemático de su clave explicativa puede desconcertar, e incluso irritar, sobre todo al caer en más de una ocasión en excesos o simplezas, por ejemplo, al pretender explicar los despidos de mayores de cincuenta años por la demografía, olvidando la situación propia de cada empresa, cuya estructura no coincide necesariamente con la del conjunto de la población, o cuando invoca el peligro de una escasez futura de esperma, siendo notorio que la mayor parte de la capacidad reproductora se desvía actualmente de su finalidad por el uso eficaz de medios anticonceptivos.

Su planteamiento posee, sin embargo, el enorme interés de no limitar el llamado problema demográfico simplemente al impacto del aumento de la proporción de personas mayores sobre las pensiones. La historia demográfica ejerce sus efectos sobre múltiples ámbitos de la vida social, económica y cultural. Lo importante, desde este punto de vista, es que la evolución de los nacimientos no ha sido uniforme. Han existido períodos de fuerte natalidad en los que el número de nacidos aumentaba de un año a otro, como en el período de posguerra en los países desarrollados, y en otros momentos la fecundidad ha seguido un curso descendente, como ha ocurrido, en la época reciente, de 1965 a 1975 en la mayoría de países europeos, y desde 1975 en España y en otros países del sur de Europa. También se producen alteraciones bruscas y momentáneas, motivadas por circunstancias excepcionales (en particular en torno a los años de guerra). Ocurre algo similar con los flujos migratorios, cuando se concentran en un período corto y afectan a un grupo reducido de generaciones. Wallace no trata de los posibles efectos de la historia migratoria, aunque su importancia puede superar, en ciertos casos, al de la variabilidad de los nacimientos. Por ejemplo, la inmigración que llegó a Cataluña desde el resto de España ha producido una generación de catalanes que ahora tienen entre treinta y cuarenta años, nacidos en Cataluña de padres inmigrantes o llegados a una edad muy temprana, que protagonizan actualmente una mayor exigencia de pluralidad lingüística y cultural en esa comunidad. En resumen, cuando un grupo de generaciones es sensiblemente más numeroso (o más escaso) que las generaciones anteriores, va ejerciendo, a lo largo de un tiempo, un papel determinante en la configuración de muchos ámbitos de la vida social (entrada en el mercado de trabajo, emparejamiento, ahorro, derechos de pensiones, etc.). Desde el punto de vista individual, pertenecer a una generación tiene su importancia y el momento en que se nace puede determinar las oportunidades de que se dispone en la vida. El ejemplo más conocido es el que protagonizan los llamados «baby-boomers», los nacidos en el período de fuerte natalidad posterior a la segunda guerra mundial, conocido como «baby-boom», cuyo ciclo vital sustenta buena parte de los cambios examinados en este libro.

Wallace analiza extensamente, con el apoyo de una impresionante bibliografía, los cambios sociales y culturales previsibles, así como los que afectarán a la actividad económica general, al mercado financiero, al mercado de la vivienda, al mercado laboral y al sistema de pensiones. No cabe duda de que todos estos ámbitos se verán afectados por los cambios demográficos. Sin embargo, el intento de explicarlo todo de esta manera puede llevar a magnificar innecesariamente su importancia.

Los mercados financieros son tributarios de los cambios demográficos. La llegada de los «baby-boomers» a las edades de máxima inversión ha favorecido el auge de los mercados financieros en la década de los noventa, aunque la fiebre bursátil se prolonga en «burbujas ilusorias» que acabarán por estallar, a pesar del sostén que los mercados seguirán recibiendo de la demografía a lo largo de la primera década de este siglo. A más largo plazo, cuando los compradores de ahora tengan que liquidar sus ahorros para obtener una renta para su jubilación, vendiendo sus títulos a las generaciones que entonces estén constituyendo su patrimonio de precaución, que serán menos numerosas, cabe esperar un mercado bajista prolongado.

El mercado de la vivienda sufrirá próximamente una presión a la baja de los precios a causa de la disminución de nuevos compradores, entre veinte y treinta años, que ya se empieza a notar en algunos países. En aquellos donde la fecundidad ha iniciado su descenso sólo a partir de la mitad de los setenta, los del sur de Europa, sin que se haya recuperado todavía, tendrá un efecto máximo en la segunda década de este siglo. Pero, en este caso, convendría matizar las conclusiones de Wallace si se tiene en cuenta la situación actual del mercado. En España, por ejemplo, se ha producido un retraso considerable de la edad de emancipación de los jóvenes, lo que provoca una bolsa de necesidades no satisfechas, que podrá sostener la demanda declinante de las nuevas generaciones. En términos prácticos, esto quiere decir que en los primeros años del siglo se ampliará el abanico de edades de los que acceden a una primera vivienda, incluyendo a los más jóvenes, que ya no retrasarán su emancipación, y los menos jóvenes, que podrán al fin acceder a una vivienda. El mercado no se vería afectado, en los próximos años, por la escasez de jóvenes, pero, a más largo plazo, se verificarán las previsiones del autor, en el sentido de que la demanda se diversificará, aumentando la de hogares formados por personas de mediana edad, con mayores medios económicos, de personas que viven solas y de inmigrantes, que llegarán en mayor número.

Wallace extiende el efecto de lo que llama «la montaña rusa demográfica» al resto de la actividad económica. Las pautas de consumo, muy ligadas a la edad, se verán afectadas por los cambios venideros. Ganarán en este juego las empresas cuyos productos se dirigen a las poblaciones de mayor edad (de cincuenta o más años) y perderán aquellas cuya clientela estuvo constituida por los nacidos en la posguerra («baby-boomers»). La crisis que sufre en Estados Unidos la principal cadena de hamburguesas o la caída de ventas de pantalones vaqueros son ejemplos de la evolución de una clientela que, con la edad, orienta sus gustos a una comida o a una ropa más sofisticada. Lo que ocurre en Estados Unidos podría darse también en España con un cierto retraso. El auge de los restaurantes «fast-food» se alimenta aquí de una clientela joven muy numerosa en la última década pero que irá decayendo en el futuro.

Sin embargo, puede parecer contradictorio que Wallace prevea al mismo tiempo la expansión de la cultura juvenil mediante la inclusión en la juventud adulta de personas que hayan alcanzado los cuarenta o incluso los cincuenta y, por el otro extremo, de jóvenes adolescentes que maduran mucho antes que las generaciones previas. Esto no impedirá, en su opinión, que se agranden las distancias entre generaciones que reemplazan a la antigua división de clases. La fragmentación social es, desde su punto de vista, uno de los peligros del envejecimiento, por la multiplicación y la diversificación de los tipos de familias y la llegada de un mayor número de inmigrantes.

A pesar de lo sugerentes que pueden resultar, los vaticinios anteriores no son más que un ejercicio de prospectiva bastante libre a partir de un parámetro único: la forma de la pirámide de población y su proyección futura. Tienen la virtud, como se ha dicho, de ampliar el debate sobre el efecto de los cambios demográficos hacia campos menos trillados. Sería deseable que se investigara, con el debido rigor, el efecto de la demografía sobre el consumo, sobre el ahorro y sus diversas formas y, en general, sobre la vida económica. Las previsiones del autor no dejan de ser conjeturas, apoyadas en correlaciones apresuradas y en un cierto sentido común. De otra naturaleza son sus consideraciones sobre el futuro del mercado de trabajo y el de las pensiones. El terreno que pisa es más sólido, por haber sido ambas cuestiones ampliamente debatidas. Tal vez por eso aparezcan como las menos interesantes, entre otras razones porque es donde más claramente se traslucen los posicionamientos ideológicos que sustentan sus conclusiones.

En primer lugar, Wallace alerta sobre la escasez de jóvenes que se producirá en Europa en la década actual. Cita a Italia como el país que sufrirá una mayor disminución del número de personas de veinte a treinta y cuatro años, mientras aumenta el de trabajadores de más de cuarenta años (aunque no se cita, recordemos que España se encuentra en una situación muy similar). Por el contrario, en Estados Unidos, que ha tenido una mayor fecundidad y más entradas de inmigrantes, los jóvenes no escasearán, pero sí se producirá un envejecimiento de la población activa, con mayor abundancia relativa de trabajadores por encima de los cuarenta y cinco años.

Uno de los puntos más importantes con relación a estos hechos, ya bien conocidos, es su denuncia de la contradicción que supone el aumento de las jubilaciones anticipadas cuando se vive más tiempo y aumenta el número de personas de mayor edad. La situación es más aguda en la Unión Europea –donde trabaja menos de la mitad de los hombres entre cincuenta y cinco y sesenta y cinco años de edad– que en Estados Unidos, donde esta proporción es de dos tercios. La discriminación por edad en la contratación, que aparta definitivamente del trabajo a los desempleados mayores, y la política del sector público y de las empresas privadas de prescindir de los trabajadores mayores, jubilándolos anticipadamente, sustentan un «envejecimiento institucionalizado», cuyo coste supone ya entre un 2 y un 4% del PIB de los países desarrollados (pág. 163). Las medidas que los gobiernos están tomando ante esta situación, destinadas a dificultar el adelanto de la jubilación, y el aumento del nivel de formación de la población mayor, podrían, en el futuro, disuadir a las empresas de jubilar a sus trabajadores mayores. Sin embargo, Wallace estima que éstas seguirán tratando de que su fuerza de trabajo permanezca más joven que la población en general. Las grandes empresas, en particular, intentarán mantener la clásica estructura piramidal y en ellas no habrá trabajo para aquellos que envejecen. La necesidad de atraer a jóvenes, en un mundo en el que escasean, llevará a muchas empresas a contratar a más mujeres allí donde las tasas de participación de mujeres jóvenes sigan siendo bajas (lo cual, en el caso de España, reduciría el paro femenino), y a más jóvenes de países en vías de desarrollo, potenciando de esta manera la entrada de inmigrantes. La rigidez que atribuye Wallace a las grandes empresas a la hora de adaptar su estructura a los cambios demográficos va a imponer una mayor presión sobre el sistema de pensiones (ya sea público o privado) y exigir que la inmigración genere un flujo sostenido de jóvenes cualificados. Dos condiciones difíciles de mantener a medio y largo plazo. Aunque estime que en un mundo ideal las crecientes presiones demográficas desterrarían la discriminación por edad del mercado laboral, la solución que anticipa el autor se basa en un núcleo de grandes empresas, que conseguirán mantener una estructura piramidal de su plantilla, convertidas en el centro de una densa red de subcontratas y trabajadores autónomos. Un canto liberal al instinto empresarial, para que sean los propios mayores desechados por las grandes empresas los que resuelvan el problema y sigan trabajando como autónomos al servicio de esas mismas empresas. No es de extrañar que este planteamiento incluya una gran preocupación por el futuro de las pensiones. La llamada por Wallace «crisis de las pensiones» es tratada, sin matices, desde un punto de vista liberal, con un tono más digno de un panfleto que de un ensayo reflexivo. Se añade a ello la pésima traducción, molesta en toda la obra, de la que aquí damos un simple ejemplo: se refiere constantemente al sistema de reparto como «sistema de pagar los gastos según vayan surgiendo».

A la hora de analizar el problema de las pensiones, hay que destacar su desprecio hacia los políticos (en general), que se manifiesta en expresiones como «las maquinaciones de los políticos», o considerando que es «tradicional» que los políticos oculten sus verdaderas intenciones sobre un aspecto de vital importancia (en este caso las pensiones). Todo el capítulo dedicado a las pensiones está lleno de comentarios de este tipo o peores, como considerar que los sistemas estatales de reparto son simples «estafas piramidales». Poco puede aportar al cuadro de un problema complejo alguien que maneja una brocha de este grosor y así es, en efecto. Se suceden, en orden de batalla, todos los clásicos argumentos a favor de los sistemas de capitalización frente a los sistemas de reparto, cuya implantación obedece, según el autor, a lo que sólo puede considerarse como perversiones de los políticos: a) comprar el apoyo político sin preocuparse de lo que cuesta y b) el deseo de crear dependencia del Estado. No aparece en ningún momento, ni siquiera para criticarlo, el concepto de solidaridad, ni entre generaciones ni entre trabajadores y jubilados. El modelo chileno, examinado con evidente simpatía, es a pesar de todo considerado como «sobrevalorado», con costes de gestión desproporcionados que merman el rendimiento neto que reciben los contribuyentes y como un sistema que no ha fomentado el ahorro, aunque ha impulsado el desarrollo de los mercados financieros. Pero ni siquiera a una persona tan convencida se le escapan los peligros de desmantelar completamente el sistema público y dejar a cada persona dependiente de la «volubilidad» de los mercados financieros. La solución la encuntra en un sistema mixto en el que el sistema público asegure una pensión básica, que estaría ligada a los precios y no al salario medio, complementada por fondos de pensiones privados. En Inglaterra, después de la reforma conservadora, que Wallace considera positiva a pesar de alguna concesión a la «tradición redistributiva de los laboristas», la pensión básica, que representaba el 20% de los salarios medios en 1979, se reducirá hasta el 11% en 2020. Como bien dice el autor: «Esto refuerza la presión sobre las personas que reciben salarios medios y altos para que potencien el ahorro en pensiones privadas, mientras la pensión básica se convierte en una mera red de seguridad tendida sobre el suelo». Como contrapartida, el gobierno ofrece la garantía de unos ingresos mínimos que suponen aproximadamente una quinta parte de los ingresos medios. Esta es la «generosidad» que Wallace atribuye a la tradición redistributiva de los laboristas.

La necesidad de reformar el sistema de pensiones es reconocida hoy por la mayoría de la opinión pública y por la casi totalidad del espectro político. Sin embargo, posicionamientos como los defendidos en este libro no ayudan a hacer avanzar el problema, máxime cuando el referente demográfico no es determinante a la hora de buscar soluciones. El propio Wallace reconoce que incluso los sistemas de capitalización no escapan a los vaivenes demográficos en la medida en que pueden reducir los beneficios en el mercado de valores y, como muestra en el capítulo sobre los mercados financieros, la disminución del número de compradores jóvenes puede hacer perder parte de su valor a los títulos de los jubilados.

El fondo del problema se expresa con claridad en la página 204: «Las promesas de pensiones estatales no se comen, ni los fondos de inversión se beben. En definitiva, sólo los trabajadores pueden aportar recursos para mantener a las personas que no trabajan». La relación de dependencia (personas de sesenta y cinco o más años respecto a personas de veinte a sesenta y cuatro años) aumentará en el futuro en todos los países del mundo, pero mucho antes en los países más desarrollados.

Hacer frente a esta tendencia es el verdadero reto demográfico. Sabemos que, si bien es inevitable a corto plazo, a medio y largo plazo la inmigración no puede resolver los problemas demográficos de los países ricos. La nueva era por la que aboga el autor supondrá que la sociedad invierta en su futuro demográfico, que se emprenda una reorganización completa de las prácticas laborales para permitir a hombres y mujeres una mayor flexibilidad para conciliar el trabajo y el cuidado de los hijos, y que se alargue la vida laboral en condiciones aceptables, en vez de reducirla como hasta ahora. Ello implicaría enfrentarse a la cultura de los negocios imperante, lo que ningún gobierno está todavía dispuesto a emprender.

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