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En el reino de los desheredados

El pequeño heredero

GUSTAVO MARTÍN GARZO

Lumen, Barcelona, 1997

305 págs.

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Martín Garzo es, ante todo, un narrador de pasiones amorosas iluminadas por la pureza del deseo y oscurecidas por el destino. Es asimismo el dueño de una prosa guiada por la naturalidad, el rigor y la elegancia y al mismo tiempo por una luminosidad que surge de la presencia, junto a la disciplina expresiva, del primitivo encanto de la inspiración, un encanto estrechamente relacionado con todo lo que hay en ella de ancestral… Por todo ello, es capaz de crear una narrativa rural sin caer en el costumbrismo o en el ruralismo o el provincianismo y una prosa limpia de anacronismos o de preciosismo. Hay una pátina de atemporalidad que nace, no de la ausencia de tiempo, sino de un tiempo delicadamente etéreo, en el que caben todos los tiempos. Que nace asimismo del tono de fábula, de la pasión narrativa y de su inscripción en una tradición literaria en la que los modelos literarios son difícilmente identificables.

La escritura de Martín Garzo, un escritor relativamente prolífico, no es inconfundible porque haya ido creando, novela a novela, un universo narrativo que se nos va haciendo familiar, sino por la fidelidad a una voz narrativa. Será luego la fértil imaginación la que vaya moldeando y dando una personal identidad a cada uno de los libros que han seguido a su celebrado El lenguaje de las fuentes: Marea oculta (1994), La princesa manca (1995), La vida nueva (1996), Los cuadernos del naturalista (1997), Ideas extrañas (1997), comentado en estas mismas páginas, y ahora El pequeño heredero, título rescatado de la tradición infantil, pero que esconde una significación dramática: poco puede heredar un huérfano, y lo poco que se le concede acabará perdiéndolo.

Todos los personajes de la novela son, pues, unos desheredados, huérfanos sentimentales que buscan por todos los medios unos lazos de familia, de amistad o de amor. La misma época en la que viven es una época aciaga. Sin que se nos den fechas muy precisas, son suficientes las referencias a la república, a la guerra civil y a la violencia de la posguerra representada por los falangistas y la guardia civil. «Somos una generación espantosa», murmura uno de los personajes. Estas referencias históricas son fugaces pero suficientes y muy eficaces, y sus imágenes dejan una huella profunda en el pueblo. Un pueblo sin nombre acompañado de breves e imprecisas referencias geográficas (Medina de Rioseco, Valladolid, León), y del que conocemos solamente los lugares que afectan a la acción (el río, el molino, la panadería, el cementerio, el hospicio, etc.), pero marcado por su condición de pueblo maldito, del que es necesario huir para liberarse de su maleficio: «Ignoraban que una vida más decidida y libre, un mundo resplandeciente, estaba aguardando al que se aventuraba más allá de ese cerco de fealdad y miseria que nos encerraba por todos lados».

Los centros narrativos son muchos, y unos dependen estrechamente de los otros: los individuos, los grupos de amigos, las familias, los forasteros; del mismo modo que unas historias se alimentan de otras, sin que se pueda distinguir entre los hechos reales, los deseos, los sueños, las fábulas o las leyendas. La imaginación forma parte de la realidad, se integra en ella o surge de ella, y muchas veces es la que decide el destino de unos personajes que viven amenazados por lo que tienen y tratando de crear y de creer en lo que no tienen. El idilio de una herencia se confunde con la realidad de los desheredados, pero ésta es la que acaba por imponerse.

Los personajes centrales son dos: Isma, de seis años, y Reme, de diecisiete. Isma, que ha vivido en un hospicio desde que murió su madre, cuando él apenas si tenía seis meses, es adoptado por sus tíos Pilar y Rojo. Se convierte así simultáneamente en un hijo adoptivo y en el hermanastro de su primos. En la casa vive asimismo un singular personaje, el padre Bernardo, encerrado en su habitación como si estuviese en una pocilga, y en el que se confunden la sensibilidad franciscana, la locura y una ambigua atracción por uno de los niños, José Fausto. Muy pronto en la casa entrará el vendaval de la muerte que recorre las calles del pueblo. También la felicidad parece estar fuera de la casa, lo que explica que Isma esté corriendo siempre de un lugar a otro, en busca de algo o de alguien que él no puede definir: «Volvió a tener ese viejo deseo, el de poder entenderse con otros seres vivos».

Su relación más cercana, su imposible reino de felicidad es Reme, una muchacha sensual, fascinada por su propia belleza, tierna, soñadora y que acabará enloqueciendo de amor. El mundo de Reme se reparte entre su trabajo en la panadería del padre, las amigas con las que comparte sus sueños expresados a través de los catálogos de modas de la señora Benilde, su relación con Javi, con quien cumple su sueño de realizarse como mujer, y su extraña relación con Isma, hecha de maravillosa sensualidad y de inocencia. Como todos y más que todos, Reme siente que «no había nacido para quedarse en aquel pueblo asqueroso, sino para volar de un sitio a otro». Tal vez su atracción por Javi nazca, precisamente, de que es un forastero. Pero si el pueblo es el mal, ella, con toda su pureza, es también la portadora del mal. Por eso, ya destruida por la droga, le dirá a Isma: «Deberías irte de mi lado. Sólo traigo desgracias».

En realidad, todos los personajes son portadores de la desgracia porque son víctimas de la desgracia. Sin recurrir abiertamente a los símbolos (Isma es, sí, el delicado símbolo del ciervo) la novela adquiere una dimensión simbólica: en este pueblo sin nombre, claramente castellano y espacio mítico, bíblico y legendario, unos personajes humildes nos revelan las fuerzas que mueven a los individuos y a la sociedad: «No somos raros nosotros, pensé cerrando los ojos, es la vida la que es la extraña». El pequeño heredero viene a ser, pues, el testimonio de esta extrañeza.

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Ficha técnica

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