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La lengua del filósofo

EL PENSAMIENTO LINGÜÍSTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Concha D’Olhaberriague Ruiz de Aguirre

Espiral Maior, A Coruña

344 pp.

19 €

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 Entre la legión de estudios sobre Ortega los hay, aunque contadísimos, que han hecho época; son obras de autores que aportan al tema nuevos conocimientos, perspectivas inéditas y rigor expositivo: son estas las virtudes que sostienen el libro aquí reseñado. Dada la importancia capital de la lingüística en la obra del pensador madrileño, las indagaciones de la profesora D’Olhaberriague son de un alcance y profundidad poco comunes, sumamente esclarecedoras para una comprensión de la Nueva Filología, la Nueva Lingüística, la Nueva Gramática y la Teoría del Decir que, en forma de borradores, apuntes, notas y trabajos inéditos, se encuentran diseminados por toda la obra del filósofo. A dichas aportaciones deben sumarse unos penetrantes capítulos dedicados a la filología en la vida de Ortega, sus reflexiones etimológicas o las teorías del pensador sobre la metáfora y el mito. El estudio no versa sobre la escritura de Ortega ni sobre su estilo o su filosofía, pues la intención de la profesora es «perseguir las pautas impulsoras y el vaivén procesual de su conceptuación lingüística» (p. 39) y «describir y explicar no solo qué concepción tiene [Ortega] del lenguaje cuando la formula teóricamente, la manifiesta, o se desprende de su filosofar […] sino, sobre todo, cómo tal concepción parte precisamente de la apertura y fecundidad del lenguaje en la mente» (p. 23). Todo lo cual demuestra que el pensamiento lingüístico de Ortega es la «veta primordial y matriz de su filosofía» (p. 15). Es esencial, sin embargo, hacer constar que Ortega no es un filósofo del llamado «giro lingüístico»; no es un filósofo del lenguaje, sino del Decir. Le importa el lenguaje porque este señala el aquí y el ahora de la vida: de ahí su interés por la gestualidad y la corporalidad del decir que se comentará más adelante.

 
La formación disciplinar de la autora está hecha a la medida de su ambicioso y logrado proyecto. Licenciada en Filología Clásica por la Universidad Complutense, doctora en Lengua Española y Lingüística General por la UNED, Concha D’Olhaberriague es actualmente profesora de Griego en el instituto Gran Capitán de Madrid. A dichos méritos debieran sumarse el dominio del latín y de las lenguas romances, así como conocimientos del alemán, del inglés y del ruso. 
 
El lenguaje fue para Ortega un constante centro de atención y al que se aproxima desde una perspectiva múltiple y heterodoxa. Su interés está en «los fundamentos metafísicos» o, por emplear el término kantiano, sus «condiciones de posibilidad» y no la lengua ya hecha «en sí» de los estructuralistas. Su planteamiento epistemológico se enfrenta con el método funcional, neopositivista, así como con el historicismo decimonónico mecanicista que había declarado tabú comentar el origen del lenguaje. Asimismo, supera la dicotomía saussureana entre sincronía y diacronía, y prefiere investigar «el carácter dicente del lenguaje inmerso en el proceso general de significancia» (p. 36). Ello implica una consideración de los silencios, los movimientos gestuales y articulatorios en tanto que componentes de la expresión (p. 17). No faltan en los análisis de D’Olhaberriague las comparaciones –afinidades y discrepancias– con las figuras y escuelas lingüísticas del siglo xx como Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf, Karl Bühler, la escuela de Praga, Roman Jacobson, el estructuralismo y Noam Chomsky, entre otros.
 
La autora asevera que Ortega no fue preceptista y que, en coincidencia con las ideas del ilustre teórico de la gramática española, Salvador Fernández –cuya influencia se hace constar en este libro–, se adhería a las normas y leyes del idioma sin cuestionar sus tendencias derivativas y compositivas, aunque sí mostró interés por los valores estéticos de las voces y por las palabras idiosincrásicas con enfoques antropológicos y sociolingüísticos. Se interesó especialmente por la palabra emergente, en el trance de hacerse, así como por la palabra transgresora (p. 49). La profesora D’Olhaberriague se complace en llamarlo un «hacedor de palabras».
 
Se ha comparado el pensamiento de Ortega a un iceberg, cuyas dimensiones profundas quedan en gran parte ocultas. Para desvelar algunas de ellas sería necesario mostrar de forma detenida y pormenorizada la deuda del pensador para con la filología clásica, explicar los fundamentos y la evolución de su Nueva Lingüística y su relación con «la razón histórica», piedra angular de la filosofía orteguiana. El estudio de Concha D’Olhaberriague cumple esta tarea con creces. Creo que la manera más provechosa de introducir el modus operandi del presente estudio es seguir a la autora en su explicación del contexto gramatical clásico y la evolución de la voz orteguiana «vivencia». 
 
En su empeño en traducir el vocablo filosófico alemán Erlebnis, Ortega dio con «vivencia», término que faltaba en la lengua española y en las demás lenguas románicas para traducir un concepto esencial en la filosofía vitalista y en el discurso fenomenológico. Aunque la palabra no figure en el registro popular, sí es de uso culto. Ahora bien, en un extenso análisis del comentario que al respeto hiciera el mismo Ortega, la autora introduce la importancia que tuvo para el filósofo madrileño la «voz media» griega. Relata, asimismo, cómo se lamentaba de su falta en el latín y en las lenguas romances y explica la manera en que nuestro pensador supo compensarla. Se trataba, por tanto, de fraguar en una lengua neolatina un vocablo nuevo. Inspirado en la voz vivere (así como en el morfema derivativo –entia), Ortega introdujo una participación del sujeto en la acción verbal, un término que fuera capaz de «nombrar un hecho singular e irrepetible […] o sea “de cada actualización”, cosa bien distinta de una sustancia […] susceptible de dar cuenta de una relación intensa desde un punto de vista afectivo, en la que se ven envueltos simultáneamente, sujeto-verbo-objeto» (p. 53). Todo lo cual, además de su importancia para la antropología filosófica de Ortega, demuestra la deuda contraída por el pensador con las lenguas clásicas.
 
Los conocimientos filológicos y lingüísticos de la autora iluminan otras importantes dimensiones del pensamiento orteguiano, entre ellas la reflexión etimológica como asistente del quehacer filosófico. Para el pensador madrileño, «el hombre es (como dijera él mismo) constitutivamente […] el animal etimológico». La autora indica varias intenciones en el recurso a la etimología en Ortega (renovación lingüística, la exposición retroactiva de algún quehacer humano, la repristinación de un vocablo o una estrategia retórica), pero lo que le motiva principalmente es expandir el lenguaje y mitigar su carácter profunda e irremediablemente entrópico, y –en contra de lo que creen muchos lingüistas– su incapacidad para coincidir con el pensamiento (p. 120). Sin embargo, Ortega nunca cae, insiste D’Olhaberriague, en un fundamentalismo etimologista, pues «su perspectivismo lingüístico le lleva a considerar el significado etimológico sin desdeñar en ningún caso […] los sentidos sincrónicos [que] por lo general, constituyen el punto de partida de su reflexionar» (p. 122). Pero el interés de Ortega en las etimologías sobrepasa el lingüístico: es más bien una manera de «adentrarse en situaciones que fueron vividas en su efectividad por el hombre y en ellas han quedado preservadas». Se trata de una tarea que «recupere y descubra el ser irradiante de conceptos, actos, enseres y rituales humanos mecanizados y desfigurados por el tiempo» (p. 125).
 
Tal sería la muy comentada etimología del vocablo «hígado», que para nuestro pensador constituye el modelo de su «razón histórica». D’Olhaberriague lo denomina «un ejemplo clásico de la romanística» y nos traza su trayectoria con vistas a la función que la voz desempeña en el método filosófico de Ortega con referencias a la gramática histórica, la fonética y la semántica. Me resulta imposible comentar los pormenores técnicos que utiliza la profesora y me limitaré a ofrecer un resumen de su densa y detallada explicación. 
 
Pues bien, ¿cómo fue que un calco del griego –ficatum = higo, derivación adjetiva de ficus (en tanto que la víscera en latín es jecur) vino a dar en una curiosa translación semántica que designa la palabra actual? Ortega, inspirado en la escuela alemana de las Wörter und Sachen de Hugo Schuchardt y Rudolf Meringer, reacciona contra las leyes fonéticas de los neogramáticos y pone las palabras en relación tensa y compleja con las cosas y con ello desplaza la primacía de la fonética con respecto a la semántica. Pero queda el misterio de qué llevó a designar una víscera con el nombre de una vianda. La autora traza la ajetreada y multisecular biografía de la palabra «hígado», desde el gastrónomo Celio Apicio, pasando por el médico bordelés Marcellus Empiricus, hasta el jesuita vizcaíno Terreros y Pando, una trayectoria cuyo testimonio, sin embargo, no abarca lo que para Ortega es lo más importante. Lo que nuestro pensador buscaba en la reflexión etimológica era no solo el significado sino también la expresión, «un sentido adicional o concomitante, inconsciente, indeliberado y espontáneo […] el gesto viviente transracional sin cuyo auxilio no puede darse la intuición sintética del fenómeno lenguaje en su “íntegra realidad”» (p. 129). He aquí un ejemplo, descrito admirablemente por la autora, de cómo la narración de Ortega integra, pero también supera, las leyes fonéticas para plantearse la incógnita del vocablo «hígado», y he aquí además una microversión del método cognoscitivo que emplea nuestro pensador para los grandes sucesos humanos. 
 
Pero además de ser el hombre el animal etimológico, para Ortega tiene además «un destino metafórico, es la existencial metáfora». Con lo cual se afirma que la metáfora es mucho más que una función y una figura retórica: es, en efecto, una necesidad radical del lenguaje humano. D’Olhabierriague traza las reflexiones orteguianas sobre la metáfora esparcidas a lo largo de cuatro décadas y en el proceso trae a colación las teorías de Fernando Lázaro Carreter, Charles Bally, Karl Bühler, Antonio Domínguez Rey, Max Müller y Paul Ricoeur, entre otros, para aportarnos nuevos deslindes y perspectivas sobre el tema. Por razones de espacio no me es posible explayarme sobre todos los temas del capítulo dedicado a la metáfora, ni detenerme tampoco en los pormenores de su fino análisis. Me limitaré a comentar brevemente la magistral explicación de la profesora del complejísimo artículo «Ensayo de estética a manera de prólogo», en el que el pensador madrileño desen-traña la metáfora de López-Picó «El ciprés es como el espectro de una llama muerta». Aquí Ortega se ocupa de la metáfora no como fenómeno psíquico o cultural, sino en calidad de hecho artístico, desde un enfoque no empirista, esto es, sin considerar la dicotomía entre lenguaje emotivo o intelectivo, y con ello inaugura «una de las líneas maestras de su pensamiento» (p. 166). Después de mostrar cómo nuestro pensador convierte las imágenes de «ciprés» y «llama» en el nuevo objeto «ciprésllama», la autora explica la transformación de dicho objeto en estado ejecutivo mío, en fenómeno sentimental, y la manera en que la imagen como nombre y sustantivo (de la serie cosa-nombre) se integra en la cadena de cosa-verbo, «mi ver el ciprés». Esto es, «el nombre ciprés tiene que ceder el sitio al verbo, cambiando de estado, “entrando en erupción” metamorfoseándose gracias a la carga enérgica propiciada por el estado ejecutivo» (p. 167). Como es bien sabido, el «ser ejecutivo» llegará a ser el concepto esencial de la metafísica vital de Ortega, descubierto por el pensador en un ejercicio de comprensión estética. A continuación, la autora se detiene en temas como «la metáfora y el tabú» en La deshumanización del arte, «la metáfora corporizada» y «la metáfora y las potencias generatrices del lenguaje» y su relación con la teoría orteguiana del decir. 
 
Y es la teoría del decir una de las notas más sugestivas en el proyecto de una nueva filología ideada por nuestro filósofo en El hombre y la gente. En la teoría del decir, Ortega contrapone el habla exterior o uso (impersonal, irracional, mecánico y abstracto) al decir que se inicia con el individuo, esto es, la palabra concreta, situacional en que un emisor dice algo a alguien y expresa un pensamiento personal. La profesora desen-traña las consecuencias de esta teoría, se detiene en la importancia del silencio y la impotencia de la palabra: «Hablar supone en toda ocasión estar forzado al silenciar, de manera que la palabra más precisa y certera será aquella que logre sugerir por alusión o evocación y exhiba abiertamente su impotencia» (p. 188). A continuación nos enteramos de la demarcación que establece Ortega entre palabras como signos de valores y signos expresivos de simbolización, es decir, entre signos indicativos y significativos, seguidos de afinidades y divergencias con Saussure y Chomsky. 
 
Pasemos ahora brevemente a la relación lenguaje-pensamiento. Fue en sus Investigaciones psicológicas (1916) donde Ortega expuso por primera vez de forma sistemática este tema. Asimismo ofrece «una interesante teoría de la localización o campo de la deixis en términos transferibles a una gramática universal» (p. 215) y para ello formula una estructura y régimen del lenguaje. A saber, ¿qué es el lenguaje, qué principios lo gobiernan, cuál es su esencia, etc.? Aquí es de suma importancia repetir que la antropología orteguiana no se ocupa en principio de la lengua ya hecha, sino «por la fuerza matriz y motriz, esto es, por el momento inicial fundador y fundante» (p. 315).
 
En el estudio de la profesora D’Olhaberriague se encontrará el lector con un detenido análisis de la importancia del idioma gestual o sistema somático-carnal o gesticulatorio en el pensamiento lingüístico de Ortega: una oposición metodológica entre significados lingüísticos y los actos expresivos, espontáneos o inconscientes (tono de voz, acento emotivo, movimiento, etc.), incluso la original idea de una «fonoestilística del locutor»; la primacía de la lengua hablada; una nueva gramática que daría cuenta de los caracteres esenciales o apriorísticos del lenguaje; una explicación del «yo ejecutivo» (idea cardinal en Ortega) de una profundidad y claridad incomparables, acompañadas de las teorías de John L. Austin; un comentario sobre el mito del origen del hombre y del lenguaje; la relación de Ortega con la Real Academia; su correspondencia con Curtius; y su crítica a Menéndez Pidal, entre otros. Y esto no es todo, ni mucho menos.
 
El pensamiento lingüístico de José Ortega y Gasset despliega unos prodigiosos conocimientos. Es un estudio denso, rico en materia lingüística y filosófica. Hasta la fecha es sin duda el estudio más completo y mejor logrado sobre el pensamiento lingüístico de Ortega. En ocasiones, el uso de ciertos tecnicismos (como «endofasia» y «coendofasia») sobrepasan lo que un lector lego, no especializado, está preparado para entender. Abundan palabras del griego clásico y a veces (no muchas) la profesora se olvida de traducirlas. Pero, con todo, es obra de una admirable hechura y rigor en la que la ciencia y las humanidades se dan la mano. Se ha dicho que las palabras, como las plantas, viven de sus raíces; y de sus raíces lingüísticas vive el pensamiento de Ortega y Gasset. 
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