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¿Es aquí el Paraíso?

El Paraíso en la otra esquina

MARIO VARGAS LLOSA

Alfaguara, Madrid

485 págs. 21,95

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Octavio Paz, en Los hijos del limo (1974) fijó la turbulenta aura del arte moderno, y con ello, del resto de la vida social. A ese anhelo romántico de romper con el orden y con las herencias, que recorre indeleble los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX, lo denominó «la tradición de la ruptura»; es decir, la actitud que define al arte y a la literatura –y a la política, añadiría uno– europea y americana de esos siglos es su radical voluntad de ruptura frente a lo más inmediato; anhelo y voluntad que, a través de los siglos, configura una propia tradición. Lo que define a la vida contemporánea es su obsesiva necesidad de romper con lo establecido, de dar otra vuelta de tuerca a lo heredado. Venga ya a cuento o no venga. La voluntad se convirtió en tic; la teoría en mueca; el sueño en monstruo. Ahora, se cumplen doscientos años del nacimiento de la escritora, activista, moralista y agitadora Flora Tristán y cien años de la muerte del artista, viajero y visionario Paul Gauguin, nieto de la Tristán.

Dos personajes en busca de un solo autor. Dos transgresores del aparatoso orden, dos excéntricos de sus propias vidas, dos apasionados y trágicos protagonistas del siglo XIX, dos utópicos y dos utopistas que buscaron el paraíso como huida de sí mismos. Dos figurantes en el espectral escenario de la Historia, que trataron de encontrar la salida a través de la pasión, de la oposición de la vida frente al resto de normas, órdenes, costumbres. Dos entrañables y patéticas sombras de un mundo sin geografía que, como recordara Mario Vargas Llosa a propósito de Charles Fourier (1772-1837), compartieron, sin saberlo, ni buscarlo, «esa desmesurada ambición de transformar de raíz la sociedad y el individuo, de crear un sistema que por su flexibilidad y sutileza fuera capaz de integrar de manera armoniosa la casi infinita diversidad humana y de diseñar un mundo en el que no sólo cesara la explotación, desapareciera la pobreza y reinara la justicia, sino, sobre todo, en el que hombres y mujeres fueran felices y pudieran gozar de la vida». Dos visionarios, dos milenaristas, dos vividores en el delirio de sus sueños, dos místicos sin consuelo.

Si algo cuenta en esta novela de Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina, y cuenta mucho y bien, es el profundo anhelo por gozar de la vida que estos dos seres desasosegadores y desamparados mostraron, de manera espeluznante, en los finales trazos de sus vidas. Y es ahí, y no es casual, el tiempo en el que sitúa la acción el novelista. En el último año de Flora Tristán y en la década final de Paul Gauguin. En la peregrinación por la Francia del obrerismo emergente y la solidaridad confusa, y en el raro y doloroso exotismo de Tahití y Las Marquesas, para la exquisitez artística de París. Los dos utopistas, la abuela y el nieto, cuajados de un líquido antiguo y moderno. Flora entrará en la nómina de esos utopistas sociales que plagaron los campos y ciudades de Europa y América, como laicos clerici vaganti de la modernidad industrializadora; Paul será uno de los capítulos esenciales de ese libro sin escritura que se titula Arte contemporáneo. Y ambos, piezas anónimas, invisibles de lo que Balzac sentenció –y Vargas Llosa suele recordar– como la «historia privada», o lo que alguien reduce a microhistoria. La historia de dentro, mejor, la intrahistoria unamuniana, la vida desde los márgenes, el curso lateral de los acontecimientos políticos, el curso de la gente. Por decirlo en literatura, el XIX de Victor Hugo, la huella impasible de Los miserables, las miserias inhumanas del capitalismo, la bajeza moral del clero, la mezquindad de los que se proclaman progresistas, la ruina de un mundo que son dos y la muralla infranqueable. La épica de la miseria y el destino de los héroes. Hugo, y cierto Flaubert –para el caso de Gauguin–, y Tolstoi. Y dos personajes marcados a fuego por los decorados infernales de Los miserables: presidios, cloacas, violaciones, fábricas, iglesias, chantajes, secuestros, huidas, persecuciones, abandonos, escarnio, penurias, soledades…

No es raro, así, que el Paraíso siempre esté, como en el juego infantil peruano que da melancólico título a la novela, en la otra esquina. En la esquina de la niebla. En la esquina imposible. Y en la niebla del tiempo. Recuerda Javier Marías en su muy sabia Tu rostro mañana (2003), cómo todo tiene su tiempo para ser creído y también todo tiene su tiempo para no ser creído. El drama de Flora, la desesperación de Paul no son otros. Las dos utopías –la solidaria y reinvindicativa de Flora, la estética y radical de Paul– se cumplieron. Pero era una cuestión de tiempos. Y no estarían allí para verlo. Paul Verlaine había escrito en 1873 en boca de ese paria genial y perseguido que se llamó Kaspar Hauser: «¿He nacido muy pronto o muy tarde?». Todos vivimos tiempos distintos, son espacios casi religiosos que habitamos como sombras. Esta novela es un texto sobre la religión, sobre la dimensión religiosa focalizada en la política y en el arte. La utopía requiere una fuerte dosis en vena de misticismo, es una visión, un relámpago sobre el espeso agua de la vida. Cuando la utopía pierde ese anhelo místico se convierte en un programa político o un manifiesto artístico, otra cosa. Porque la esencia de ese anhelo utópico reside en el tormentoso milenarismo cristiano. Desde el principio de los sueños arcádicos, –1516, Utopía, Tomás Moro, y la aparición de aquellas tierras de promisión en donde no existen las imperfecciones, la Sinapia española del XVIII, la Ciudad de los Césares patagónica, los jesuitas en Paraguay o, incluso, la comuna libertaria que el muy elegante escritor bonaerense Macedonio Fernández (1874-1952) fundó en la frontera argentina con Paraguay, junto a otros jóvenes escritores, y vividores, paralela, casi, en el tiempo a la estancia de Gauguin en Las Marquesas, las experiencias utópicas, escritas, pintadas o vividas–, constituyen el otro lado de la vida civilizada, y, a partir del Siglo de las Luces con la convicción de que es posible su arribo mediante la persuasión de las conciencias, la fuerza de la razón arrasará las viejas costumbres.

Es una doble cara de un mismo origen. Está en la novela de Vargas Llosa: la convicción de ambos personajes de que la vida puede ser mejor, que el mundo puede ser mejor si unos cuantos se lo proponen. En Flora y en Paul están las dos Arcadias; la surgida de la Revolución Francesa, con su germen de totalitarismo, industrialización, progreso y aniquilación, y la surgida a finales del siglo XIX, mística, rural, primitiva. Ambas llegarían a su cima en el siglo XX. En esa doble concepción utópica está el germen, también, del totalitarismo, tanto político como artístico. Porque la utopía es la sociedad cerrada frente a la sociedad abierta. Es la sociedad perfecta frente a la sociedad –bendita sea– imperfecta. Valga esto del poeta Yves Bonnefoy como advertencia: «Ama la perfección porque la imperfección es la cima». El agravio es la razón de Flora para emprender el viaje de la utopía en la tierra; la visión, el arranque de Paul. Y en ambos, la necesidad de creer y la consecuencia de su inutilidad. Flora y Paul reflejan esa doble cara, esa doble versión, esa imaginaria frontera que separa y complementa al utopismo forzoso y social del utopismo individual y voluntario; que separa el proselitismo hacia fuera (Flora) y el proselitismo hacia dentro (Paul); que separa la utopía como culminación de un proceso histórico a la utopía como búsqueda hacia atrás de lo primitivo, hacia la Arcadia que nunca existió. Paul se proclamaba descendiente de los incas, por su familia materna y la relación de su abuela con Perú, y se llamaba a sí mismo «le sauvage péruvien».

Paul va hacia la naturaleza, hacia lo primitivo, hacia el interior, contra cualquier orden social; Flora va hacia el progreso, la civilización, las vertiginosas y dolorosas y justas vueltas de tuerca. Uno es radical, ferozmente individualista, estéticamente transgresor, sexualmente enfebrecido; la otra, humanitarista, solidaria, austera y puritana. La distinta sexualidad de ambos personajes de la novela de Vargas Llosa, ha sido advertida por José Miguel Oviedo; resulta, al menos, curioso cómo la única relación sexual que se narra de la pobre Flora –más allá de la violación que sufre por su marido Chazal– es con la exquisita Olympia Maleszewska, y cómo la Olympia de Manet representa el descubrimiento de la pintura por parte de Paul.

De nuevo, la documentación exhaustiva y precisa de otras grandes novelas de Vargas Llosa, de La guerra del fin del mundo (1981), de Historia de Mayta (1984), de La fiestadel Chivo (2000), del carácter épico que busca el paraíso en la tierra. Ésta es una novela sobre el siglo XIX, con personajes del XIX, que mira hacia el XX, con la poética novelística del XXI, o algo más. De ahí la insobornable modernidad del autor. Lo ha dicho con meridiana claridad Jorge Edwards: «contar la historia con el lenguaje de la novela». La biografía como ficción, la anhelada novela de ideas, que tanto añoramos algunos lectores ante tanta vaciedad, la línea clara del naturalismo narrativo, la ficción como historia y la historia como ficción. Vargas Llosa ha creado con El Paraíso en la otra esquina, uno se atrevería a corroborar la inteligente observación de José Miguel Oviedo, un nuevo género literario, la novela-como-ensayo. Es decir, el autor consigue crear un clima, rodear un ambiente, amueblar una época para narrar, con la retórica precisa de la narración de ideas, asuntos de trascendencia ideológica, estética, moral, política y hasta religiosa como es el fundamento y origen de la utopía. El oficio y la genialidad narrativa de Vargas Llosa le permiten afrontar tales asuntos desde diversas perspectivas, en el más ortodoxo sentido orteguiano del término. Lo que le permite relatar la historia y la antihistoria, la épica y la intrahistoria, pero desde dentro de los protagonistas. Sin grandes relatos, con grandes miserias. Como la fatal ironía de la vida hace con cada uno de los personajes, que somos cada uno, con el intrincado misterio de los anhelos que surgen de la nada.

En La fiesta del Chivo (2000) una voz cuenta la historia de un retorno. Y son distintos los puntos de vista de un mismo hecho. Porque todo confluye en una apoteosis. Aquí hay dos puntos de vista, contemplados, narrados en el largo tiempo y la voz que susurra, como quien evoca futuros días de gloria, las epifanías de ambos personajes. Un diálogo interior, que no monólogo, porque el tiempo en estas dos historias pasa de manera diferente. Mario Vargas Llosa es un escritor que maneja de manera soberbia los tiempos. La clave de la gramática narrativa. Son relámpagos en el océano de la memoria. Alguien que escribe le cuenta a los protagonistas lo que éstos pensaron, les recuerda lo que hicieron. Desdoblarse, dialogar. Florita, Andaluza, Koke… De ahí el uso magistral de la segunda y tercera persona y el tono íntimo, conversacional. ¿Rasgos de autobiografía en el personaje de Gauguin por parte del autor? Sin duda, porque, como alguien ha escrito, la realidad nunca está a la altura de los sueños. Este libro es la metáfora de una derrota personal ––la de Flora y Paul– y del triunfo de esa derrota en la historia de todos los demás. El habitual, y no por ello menos genial, uso del modelo del contrapunto permite al lector adentrarse en la interiorización de la experiencia de ambos personajes, en las reflexiones y los recuerdos de los dos. Acción y reflexión. Ensayo narrativo de excepcional valor literario. Porque no hay ninguna complacencia hacia los personajes, pero tampoco no hay caricaturas, ni trazos gruesos o grotescos: hay pulso, vida, tensión, pasión y desasosiego, en medio de un acusado expresionismo de las descripciones, en medio de los enigmas del destino. Nada les para, nada les detiene. Paul en el vértigo de su locura añade locura a su biografía; Flora en la voluntad de hierro de conquistar el Paraíso en las provincias de Francia.

¿Cómo lo cuenta Mario Vargas Llosa? Presentando a Flora y Paul como dos entrañables cínicos, como dos perdedores que huyen de su pasado y construyen su futuro. Junto a ellos, personajes memorables: el holandés loco, la monja Gutiérrez, la Mariscala, el capitán Cabrié, Eleonore, Tioka, Vernier… vidas cruzadas surgidas del fatal folletín que es la vida. Dejo para el final lo que considero las páginas más logradas de una obra plena. Son las dedicadas a la descripción del proceso de creación de Paul Gauguin –qué brillante crítico de arte se ha alzado en esta novela–, al ambiente rimbaudiano de esos últimos años de Paul en Teha'amana, Tahití, Papeete, Mataiea, Punaauia, Atuona (Hiva Oa), a la recreación, en la memoria de una serie de artistas –Van Gogh, Mallarmé, Pisarro, Strindberg y Jarry–, como epifanías de un tiempo y de un anhelo hacia el Edén de libertad. En ese proceso formidable de creación de los cuadros cuando las páginas dedicadas adquieren el color, la intensidad, la violencia, la musicalidad mallarmeana de cuanto constituye la búsqueda del Paraíso estético, que es ético. La descripción del refinado y salvaje tiempo de las vanguardias históricas (1909-1925), de una revolución entendida como forma de modernidad, de un antiesteticismo cultural que se complementa en las palabras de Maikovski: «Lo más hermoso en Bakú: torres y pozos de petróleo. Su perfume es el mejor. Más allá, la estepa. Y el desierto». O Marinetti: «Un autómovil de carreras cuyo capó adornaba grandes tubos como serpientes de aliento explosivo, un automóvil rugiente que parece impulsado por detonadores, es más hermoso que la Victoria de Samotracia», junto al primitivismo del origen y el maquinismo del imparable progreso. Otra vez reunidos, Gauguin y Flora. Para el primero valen las palabras de Edgardo Cozarinsky: «La sociedad de masas en la que el artista puede luchar, por la que puede luchar, pero no vivir». Da igual que ese epitafio con el que culmina la obra lo escribiera el obispo Martin o que haya surgido de esta novela, porque adquiere la dimensión necesaria, el cierre de una pesadilla que no es la de Gauguin, sino la de sus contemporáneos. Ya no se trata de descubrir, sino de expresar. Y una conclusión: no es que ahora seamos más listos, tal vez es que ahora, ya cansados, ya escépticos, sólo seamos modestamente más cobardes.

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