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Oro parece, plata no es

El oro del rey

ARTURO PÉREZ-REVERTE

Alfaguara, Madrid

267 págs.

2.650 ptas.

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Imagine el lector que El oro del rey, la novela de Arturo Pérez-Reverte, es una minuciosa reconstrucción histórica en la que nada disuena, en la que el abordaje del navío Niklaasbergen, una de las acciones más sobresalientes de la narración, es decir, desde el capítulo VII en adelante, un tercio largo de la obra, es un abordaje aceptable en los términos en los que semejante empresa podría haberse entendido en su época, y no es una aventura con un inequívoco aroma de teleserie; imagine que una de las unidades de medida de longitud más frecuentes de la novela no es la muy británica pulgada, que, si mi texto electrónico no miente, es voz que, por ejemplo, ni siquiera una vez aparece en Don Quijote; imagine que las relaciones entre Quevedo y Góngora se enriquecen con la admiración de aquél hacia éste, y con el magisterio que de Góngora aceptaba Quevedo; imagine el lector, en fin, que no ha leído la copiosa información que brinda esta novela sobre el declive político y social de la España de Felipe IV, que convierte al narrador, el paje Íñigo Balboa, en un historiador postmarxista, con puntas y collar de sociólogo alemán; y, en fin, más difícil todavía, haga un esfuerzo por olvidar que el paje supernumerario Íñigo Balboa ha redactado, en la España de finales del siglo XVII , parte del programa futuro de la narrativa de Marcel Proust: «Sus sombras, entrañables unas y detestadas otras, permanecen intactas en mi memoria, con aquella época, violenta y fascinante que para mí será siempre la España de mi mocedad». Con aquellas sombras, Íñigo Balboa se adentra en ese territorio en el que cultivará «la resignación de los recuerdos y los silencios».

Sé que habrá un puñado de lectores que no condescenderán a tanto como les propongo, pero, después de todo, además de ser una minoría, ¿qué esperaban? Ningún viaje hacia el pasado se hace sin maletas y aun baúles del presente desde el que se escribe. Ni Walter Scott, esforzado reconstructor del pasado donde los haya, se sustrae al cumplimiento de esta ley. Pero sé también que una considerable mayoría de los lectores disfrutará complacida con una recreación que seguramente, en los mismos o muy parecidos términos, habría rechazado por tediosa en la correspondiente lección de historia en sus libros del bachillerato o de la ESO, si es que todavía hoy se estudia en la enseñanza secundaria algo tan arcano como la historia del siglo XVII .

El debate sobre la fidelidad de la reconstrucción del pasado reaparece, se quiera o no, una vez tras otra en la lectura crítica de las novelas históricas, e impide apreciar con toda justicia otros rasgos que para el lector acaso revistan una importancia capital. Por ejemplo, el capitán Alatriste, además de ser un nombre, ¿es algo más en las obras que protagoniza? Es decir, si se le compara con Indiana Jones, manufactura de héroe popular donde las haya, ¿sale bien parado?, ¿puede reconocerse en él alguna clase de heroísmo que estimule la identificación por parte del lector? La verdad es que el capitán Alatriste es persona de escasísimas palabras; y éstas, poco interesantes. En esta obra, por ejemplo, se le conoce en sus funciones de capitán de un rebaño de mercenarios que recibe órdenes de llevar a cabo el robo de un navío, autorizándole a llevarse por delante a cuantos se opongan a su voluntad. El navío escondía dinero defraudado a la aduana. Verdad es que el rey, Felipe IV, asesorado por el Conde Duque de Olivares, es quien ordena el ataque al Niklaasbergen, el navío donde se ocultaba el oro, porque los nobles españoles implicados en el desfalco a la Hacienda Real (desfalco que no se entiende muy bien, pues no se aclara por qué el dinero que se roba ha de ir a parar a las provincias rebeldes) ocupan puestos demasiado altos como para ser acusados de este delito. Supongo que no hace falta ser Maquiavelo para advertir que unos nobles a quienes su poder les evita conocer de cerca el rigor de la justicia seguirán siendo poderosos y serán todavía mucho más peligrosos en cuanto sepan que el poder que se les atribuye mueve al propio rey a actuar fuera de la ley.

Semejantes menudencias importan poco; más importante es que el capitán Alatriste, en el curso de sus aventuras, reciba un encargo que no le gusta: tiene que torturar a un comerciante que, según lo que se dice en la obra, exhibe, más o menos, el mismo nivel de honradez que el resto de los comerciantes de Sevilla: «No me gusta torturar», dice el capitán, pero, más adelante, en una truculenta escena en la que la única carne que arde es la del propio capitán, sí que tortura, aunque sea con la sutileza de la tortura psicológica, al comerciante genovés Garaffa. Todavía más adelante, acaso olvidando cuáles son sus verdaderos gustos, el capitán informa al lector de que «lo del genovés era fácil». Íñigo Balboa, hermeneuta autorizado de los silencios del capitán, añade: «He hecho cosas menos limpias, decía aquel silencio».

¿Por qué pelea el capitán Alatriste?, se preguntará el lector. La verdad es muy sencilla, ya que el capitán Alatriste pelea y mata, sencillamente, por dinero: «Diego Alatriste seguía moviéndose a través de aquel páramo personal que era su vida, callado, solitario y egoísta, cerrado a todo lo que no fuese la indiferencia lúcida de quien conoce el escaso trecho que media entre estar vivo y estar muerto». Mata, claro está, para «comer caliente», y nada tiene que ver con el hecho de matar «el odio, las pasiones, las banderas», capaz es de «matar por un doblón». No puede imputársele fanatismo, estupidez o maldad, sólo admite como regla de su vida la santa regla del dinero; puestas así las cosas, además de obligar al lector a preguntarse por qué demonios podría interesarle semejante personaje, ¿dónde queda su «viejo odio» declarado a Gualterio Malatesta?, ¿qué hay del patriotismo que le hace exclamar «traición», cuando se entera de que el dinero robado por los nobles españoles acabará en las provincias rebeldes? Quizá no sea preciso recurrir al sabio criterio del doctor Freud para aclarar estas curiosas contradicciones, pero, mientras subsistan, habrá lectores que sufran grandes tentaciones de recomendar su psicoanalista lacaniano al capitán Alatriste.

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Ficha técnica

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