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El vértigo de los mil años

El orden jurídico medieval

PAOLO GROSSI

Marcial Pons, Madrid, 1996,

Prólogo de Francisco Tomás y Valiente; traducción de Francisco Tomás y Valiente y Clara Álvarez,

290 págs.

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En la nota 44 del capítulo III de esta obra se citan tres títulos: uno de Fritz Kern (Derecho y Constitución en la Edad Media, 1919), otro de Marc Bloch (La sociedad feudal, ed. original 1939, traducción 1958) y un tercero de Aaron Guriévich (Las categorías de la cultura medieval, ed. original 1972, traducción 1990). Seguramente sin quererlo, esa nota desvela con singular precisión la estirpe de este libro. Kern, Bloch, Guriévich y Grossi son historiadores que nunca han querido dejarse deslumbrar por el brillo de las superficies, y que han buscado por ello los fundamentos más profundos, las bases de sustentación en las que descansan las creencias que modelan los modos de ver y de comprender del medievo occidental. Sabiéndolos interesados en lo que está debajo, en lo subyacente, estamos tentados a imaginárnoslos trabajando en regiones particularmente oscuras, construyendo casi a ciegas con muy pocos datos y mucha fantasía. Es un error: los cimientos, aun subterráneos, tienen su fulgor propio, y los cuatro citados cifran su maestría en saber identificarlo. Pueden recorrer así, a su luz y con paso firme, el territorio en el que el derecho hunde sus raíces.

En Bloch y en Guriévich es elemento primario para la aprehensión historiográfica de la conformación social, apreciación de centralidad de lo jurídico para la que poco tendrá que poner de su parte el lector advertido del primero y que se le brinda al del segundo expresa y remachada («Un país se construye sobre el derecho» es cita que sirve de epígrafe a uno de sus capítulos). En las obras de Kern y de Grossi se va más allá: es el derecho el prisma sobre el que incide el haz luminoso de la mirada del historiador, proyectándose luego esa mirada, ya abierta en abanico y capacitada para la percepción diversa del color, sobre las fragmentarias huellas de una realidad también fragmentada, poliédrica y compleja. Contrarrestemos pesimismos milenaristas: que nuestro siglo XX, que tanto ha mirado hacia atrás y tanto ha revisado el pasado, se haya abierto con la interpretación de Kern y se vaya cerrando con las reflexiones de Grossi, dice mucho acerca de la singular potencia de comprensión con la que este fin de milenio que vivimos puede iluminar esos mil años que tienen su centro en el año mil. De millares de años hablamos, y asomarse a esos abismos de tiempo produce un vértigo del que no pueden siquiera librarse las mentes más entrenadas. Lo sufrió Kern, o al menos así puede interpretarse la persistente preocupación por señalar los límites altomedievales dentro de los cuales su obra debía ser leída; atrincherada en el refugio de erudición que le ofrecían los primeros siglos medios, su fundada intuición del medievo estaba a salvo de posibles inseguridades propias y probables impugnaciones ajenas por abuso de cronología. ¿Sucumbe Grossi a un vértigo similar?

Bien pertrechado está para no sufrirlo: en una plenísima madurez, con una considerable obra a sus espaldas, con el reconocimiento de sus cuatro doctorados honoris causa, con la prueba de fecundidad que supone el haber formado a un intelectualmente poderoso grupo de discípulos a quienes por cierto dedica el libro, con la frescura continua que ha de reportarle el contacto con sus jóvenes alumnos florentinos, estimulado en el impulso del prestigioso Centro di Studi per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno que él mismo creara, atento siempre a las tareas de dirección de su revista (esos imprescindibles Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, cuyos volúmenes anuales están presentes en las bibliotecas desde hace ya más de cinco lustros), con todo ese bagaje y sus anejos (Academias, Institutos, Sociedades y Comités internacionales…) nos ofrece ahora Grossi este pequeño gran libro que no está escrito –es él mismo quien lo afirma– para especialistas, sino para el lector deseoso de conocer el rostro y el alma de la edad media sin requisito alguno de preparación previa.

Decir que uno se dirige a un amplio público culto y no a los colegas de especialidad es un modo sagaz, por lo económico, de hacer manifiestos los objetivos y las intenciones. Más que la exclusión de ciertos lectores, se pretende la de ciertas lecturas. No es esta la obra de síntesis en la que el autor, veterano explorador monográfico del medievo, hace cuadrar sus hallazgos en una exposición de conjunto. No nos enseña Grossi lo que ha trabajado, sino dónde ha trabajado. Lo que nos muestra es el medioevo que tanto ha recorrido su inteligencia, el que ha constituido su entorno y su paisaje mientras reconstruía los modos particulares de relación con la tierra del hombre medieval o su representación comunitaria del orden social. Ha sido el contexto de su pensamiento durante años, su edad media particular y propia, y es efectivamente el medievo de Grossi el que se despliega ante los ojos del lector. No estaba ausente de su obra la comprensión de ese paisaje, pero sí faltaba una exposición en la que le atribuyera todo el protagonismo. La ha emprendido ahora, desligándose de la urgencia del detalle para la contemplación reposada del conjunto.

Antes de seguir, insistamos en esa apropiación del medievo. Escribir una historia propia implica reconocer que hay otras, con las que además en este caso se cuenta para que el lector busque en ellas lo que no hay en ésta. Leemos, sí, cómo es la edad media de Grossi, mas no nos equivoquemos: lo personal es la intransferible mirada, no el resultado. No observamos una edad media inventada o caprichosa, desde luego, pero seguimos a un guía que, precisamente por tener formadísimo criterio, ejerce sus opciones: es él quien levanta los velos, quien indica el camino, quien señala adónde hemos de mirar. Es su responsabilidad como autor, y Paolo Grossi la asume de modo drástico, con todas sus consecuencias.

¿Qué tenemos? Una indagación de mentalidad, una aproximación al modo en el que el hombre medieval entendía el derecho, y paralelamente una exhibición del modo en el que nosotros podemos entender cómo el hombre medieval lo entendía. La apuesta de Grossi es la comprensión de una civilización, la medieval, para desde ella, y por tanto en los términos más próximos posibles a los que pueden tenerse como suyos propios, considerar el derecho. Hay en ello una meridiana e inicial toma de postura metodológica: la civilización medieval es un mundo cerrado, pues tuvo ya su fin; se nos presenta entonces como ciclo completo, susceptible de ser contemplado en su totalidad. No es una realidad en marcha, como la presente, con incertidumbres sobre lo aún no acaecido que enturbian el análisis de largo alcance. La edad media es otra cosa, precisamente otra, un mundo distinto y complejo pero no inaccesible. El riesgo mayor de tal apuesta es que la vía de accesibilidad la ofrezca el contraste; y es riesgo que se asume también de modo drástico, con todas sus consecuencias. A ello volveremos.

La comprobación primera, y no apriorística, es que el orden jurídico es elemento sustancial de la civilización medieval. Otro riesgo asumido: el de decir esto en voz tan alta a quienes, por no ser historiadores juristas (recuérdese qué lectores quería Grossi), pueden pensar sin más que el autor, en afirmaciones como ésta, es sospechoso (o directamente culpable) de parcialidad. Sería malinterpretarlo: la centralidad del orden jurídico se produce en tanto dicho orden es reflejo del orden natural de determinación divina. No puede decirse que así se oculte el relevante papel que la religión tendrá tanto a lo largo de la edad media como a lo largo de todo el libro: lo primero porque es elemento principal del paisaje; lo segundo porque Grossi es constante al señalarlo, sin que para ello se limite a los capítulos que específicamente titula «Presencia jurídica de la Iglesia» y que abordan su dimensión institucional más visible.

Esta visibilidad institucional es instrumento de entrada a la civilización medieval. El conocimiento histórico del derecho depende de sus manifestaciones, y éstas no se mantienen invariables a lo largo del larguísimo milenio medieval. Hay un medioevo experiencial y otro sapiencial, distinción que articula la cronología de la edad media grossiana. El derecho es experiencia viva en una etapa altomedieval de cultura cautiva y no circulante; sin dejar de ser experiencia, el derecho en cambio se manifiesta durante la baja edad media como saber y como ciencia, en un rápido y extenso florecimiento de la reflexión jurisprudencial que constituye la más sobresaliente de sus evidencias. Los instrumentos de acceso al medioevo experiencial son los que reflejan la cotidiana realidad de lo jurídico: las ventas, las donaciones, los testamentos. Los instrumentos de acceso al medioevo sapiencial son los que directamente muestran la representación coetánea de lo jurídico: las obras de los juristas cultos.

Adviértase que la discontinuidad la dan los instrumentos, no las realidades a las que nos conducen. En este nivel de mayor calado lo que se remarcan son las continuidades, porque no hay rupturas en las certezas fundamentales: la perfección de la comunidad y la imperfección del individuo, la factualidad del derecho, el dominio de la costumbre, el pluralismo jurídico, la ley como revelación de un orden preexistente, la levedad del poder político y su significación jurisdiccional. La insistencia en esos signos de continuidad mostraría por sí sola la importancia que se les concede, si es que no se dedujera ya su relevancia capital del hecho de que, en no escasa medida, organizan el índice del libro. Tal vez estemos acostumbrados a una alta edad media policéntrica y plural, pero no tanto a la idea de la continuidad ulterior de tales caracteres del orden jurídico. No nos resultarán quizás escandalosos el reicentrismo y la factualidad del derecho altomedieval, pero extraño será que no nos seduzca, por rara y enriquecedora, la convincente explicación de Grossi sobre su pervivencia en la etapa sapiencial. Puede que a nadie asombre el predominio de lo consuetudinario en la etapa experiencial, pero todavía es casi insólito proyectar la extensión del imperio de la costumbre hacia etapas en las que una espesísima y larga tradición historiográfica sitúa la supremacía de la ley; se diría además que en este punto Grossi se recrea en la provocación, y casi previendo el probable contraejemplo dedica atención expresa a figuras como las de Federico II o Alfonso X, reyes «legisladores» por excelencia.

Hasta la levedad del poder político, hermosa expresión grossiana que vivifica un cansino tópico en repetitivas interpretaciones globales de los primeros siglos medios, alcanza aquí una dimensión desconocida en función de la coherencia con que se sostiene la continuidad de los pilares ordenadores del medievo: el poder político es iurisdictio, poder de decir el derecho, de hacer visible bajo formas diversas de normatividad la materia ordenadora previa y trascendente que sólo puede revelarse y nunca crearse. Entender así la ley medieval, reflejo por tanto de la conciencia del orden, posibilita su comprensión como realidad en la que se concitan elementos que vistos desde nuestras concepciones contemporáneas resultan tan abiertamente estrafalarios como su cercanía íntima a la costumbre, o tan borrosos, retóricos y aparentemente vacíos de contenido real como su necesaria legitimación colectiva.

çLa precisión en el análisis es fruto del sofisticado manejo de las fuentes. Junto a las jurídicas sapienciales aparecen, con desacostumbrada naturalidad, las filosóficas o teológicas de más amplio aliento, cuya vocación de universalidad contrasta con el radical acercamiento a lo concreto que se manifiesta en los documentos de aplicación. Se muestra una vez más enormemente fructífera la distinción del doble plano siempre presente en el discurso del jurista culto medieval, el de la validez y el de la efectividad; el primero cifrado en la cercanía del texto jurisprudencial al romano que le sirve de instrumento y de autoridad y que es condición de intelegibilidad y coherencia de su lenguaje, y el segundo empeñado, por evidentes razones de practicidad, en tender puentes hacia una realidad circundante con respecto a la cual los términos y conceptos romanos resultan a menudo del todo inadecuados. Grossi enriquece la distinción y le da especial expresividad: repárese en esa «pesadilla de la validez» propia de los primeros glosadores, viajeros aún inexpertos por las sutilezas de unos textos venerables que no pueden ser contradichos.

Explicando abiertamente su método, insistiendo en los elementos que han ido aquí destacándose, va Grossi pintando ante nosotros el paisaje de su edad media. Contemplémoslo ahora en su conjunto. Es un paisaje luminoso, a veces deslumbrante, retratado con la viveza de una prosa apasionada y coloreado con la riquísima paleta en la que Grossi ha ido almacenando las mezclas y los matices de toda una vida de aprendizaje y estudio. Mirémoslo una vez más. ¿No es un paisaje casi feliz? ¿Nos engaña la vista cuando a veces nos parece contemplar una arcadia medieval casi utópica? Sí, efectivamente el espejismo se produce, pero no mantiene su engaño ante el lector atento: hay también zonas oscuras. La negrura de la historia no se oculta, y constituye el contrapunto que equilibra la apología de la edad media que a veces sentimos estar leyendo. Mas ¿qué hay en esas zonas de sombra que enmarcan los elementos centrales de esta panorámica medieval? No son en el cuadro manchas negras sin relieve; más bien parece que el pintor se ha esmerado en definir con precisión su contenido a pinceladas rápidas y expertas. Acerquémonos, miremos a esas cavernas del cuadro: no veremos edad media, sino modernidad.

No hay engaño ni espejismo: Grossi nos hace mirar hacia el pasado para que reflexionemos sobre el presente; sobre un derecho presente imperfecto y mejorable, sobre un presente jurídico necesitado de una consideración crítica radical que es responsabilidad de todos, y no sólo del jurista o del historiador, el primero casi inevitablemente complaciente con una realidad que él ha forjado y de la que vive, y absorto el segundo las más de las veces en la imposible tarea de reconstruir con cuatro piezas la figura ignorada de un remotísimo artefacto. Por eso rechaza Grossi al lector especialista, tan a menudo perdido en un presente que contempla con displicencia el primitivismo medieval. La obra de Grossi, y más la reciente, es un continuo alegato contra el desorden jurídico de nuestra modernidad, contra la simplificación de los saberes del jurista y el empobrecimiento de sus tareas, contra el cinismo formalista del revolucionario principio de igualdad, contra el continuo atentado a la libertad que representa lo que él mismo ha denominado absolutismo jurídico, esa expropiación universal, de despliegue decimonónico y sin precedentes prerrevolucionarios, del derecho por parte del Estado. Este libro medieval de Grossi sigue fiel a este compromiso de presente.

No hay engaño ni espejismo: todo libro de historia dice más del tiempo en el que se escribe que del tiempo sobre el que se escribe. Grossi asume con naturalidad esta evidencia. Nos muestra que hubo un tiempo en que el derecho no fue lo que ha llegado a ser ahora, aquello en lo que la modenidad lo convirtió, esa monstruosa omnipresencia uniformadora y anuladora de voluntades. No es que haya que volver a la edad media. Lo que de ella primero se aprende es que la alternativa a la modernidad es posible; de hecho ya hubo al menos una; si una nueva se puede o no construir con instrumentos similares a los medievales es campo extenso de reflexión que queda abierto al lector.

Afrontemos ahora un equívoco terminológico que tal vez el lector de esta reseña haya ya advertido: venimos hablando de edad media, por un lado, y de modernidad, por otro, y hemos ido atribuyendo a este segundo término un contenido contemporáneo. Es el que Grossi también le da, y tal vez los mejores lugares para advertirlo sean aquellos en los que el autor utiliza el plural de complicidad, hablando, en primera persona, de «nosotros, los modernos». Admitamos el uso: hay que convenir en que «contemporáneo» o «contemporaneidad» son términos inexpresivos por tautológicos, y aunque «moderno» y «modernidad» no vayan en el mismo sentido muy a la zaga, lo cierto es que al menos introducen cierta socarrona distancia que hace más efectiva la continuada crítica contrastante de Grossi; admitámoslo además por la fidelidad al italiano original de una traducción seguramente en este punto temerosa, y con razón, de perder matices con el cambio de término; y admitámoslo por último porque, en el contexto de la llamada de este libro al lector común, el término no intrigará a quienes no tienen la deformación profesional de identificar a primera vista modernidad con edad moderna, ese tercio de milenio que corre desde los albores del quinientos a la agonía del setecientos.

Lo intrigante aquí es que la modernidad grossiana no puede ser sólo modernidad presente o contemporánea. Grossi opone ambas temporalidades, la medieval y la moderna, en situación de contigüidad, posición que es además la relevante para marcar el contraste que le interesa. Puesto que en relación con la edad media parece nuestro autor sintonizar con los criterios de limitación cronológica universalmente dominantes en la historiografía occidental, no parece muy pertinente preguntarse dónde sitúa Grossi el fin de la edad media; lo coloca donde todo el mundo, sin más. Pero ¿dónde empieza una modernidad que ha de ser la nuestra y ha de ser contigua a la edad media? ¿No hay nada entre esa modernidad de culminación presente y el fin del milenio medieval? ¿O lo que hay es también modernidad, y entonces nuestro mundo actual es todavía el de la reforma luterana o el de la monarquía hispánica? Confieso mi fracaso como lector si no he sabido ver en el libro la solución a este enigma, pero lo cierto es que el autor no se plantea como tal el problema de la decadencia y caída de la civilización medieval y la consiguiente disolución de su orden jurídico.

Es evidente que la cuestión abierta no es sólo de fijación de cronología. Recuperemos una pregunta ya formulada unas líneas más arriba. Se refiere a si es nuestra cultura jurídica presente tan heredera del pensamiento moderno (entiéndase sobre todo el de los siglos XVI y XVII, que el XVIII es un híbrido de cierres y aperturas) como el libro parece sugerir. ¿Es que no hay solución de continuidad intermedia digna de consideración? La incógnita es especialmente candente cuando el que la provoca es no sólo un destacadísimo medievalista, sino también un sobresaliente conocedor, por esfuerzo propio y por fomento del ajeno, de ese pensiero giuridico moderno para el que ha creado un centro de estudios, una revista y toda una biblioteca. Creo que la respuesta más probable a la que este libro aboca, la que acomuna, por encima de diferencias, modernidad y contemporaneidad, la que contempla continuidades básicas en una modernidad que se inicia cuando el medievo muere y que es aún la nuestra, resta potencialidades y capacidad de sugerencia al mismo medioevo grossiano. ¿A qué, si no, marcar tan magistralmente los signos de continuidad entre medievo experiencial y medievo sapiencial si los cambios hacia la modernidad comienzan a atisbarse ya en el siglo XIV? ¿No es mayor la continuidad entre esa edad media sapiencial y una modernidad jurisprudencial para la que es autoridad insoslayable? Superado el vértigo del milenio, ¿lo sigue produciendo el agrandar aún unos siglos el abismo, contemplando la prolongación del medievo en lugar de la prefiguración del presente? ¿Y no se sitúa esa modernidad indistinta, por razón de contraste y contigüidad con los siglos medios, en una posición historiográficamente cercana a la de quienes aplican el paradigma estatalista (presencia dominante del Estado, ya nacido y creciente, como centro de definición del orden sociojurídico) a la comprensión de esos trescientos años largos que ya son modernos pero que todavía no son contemporáneos? ¿Será tal vez síntoma de esa cercanía el hecho de que en su rendido prólogo a este libro Francisco Tomás y Valiente, fecundo y riguroso cultivador del citado paradigma, no se hiciera cuestión de estas cuestiones?

No sólo prologarlo quiso este maestro de juristas y conductor de historiadores: apretando el gatillo tres veces frente a su rostro, la mano abyecta de una mente estúpida nos dejó, entre tantas pérdidas, la de su traducción de esta obra de Paolo Grossi, una incongruencia apenas comenzada. Incongruencia porque, en reseña que ya fue póstuma a la edición italiana (en Saber Leer, abril de 1996), Tomás y Valiente animaba al lector a acudir al original, temeroso de que cualquier traducción aminorase el brío de la prosa grossiana. Y seguramente para que la traducción no fuese cualquiera, asumiendo la incoherencia y el riesgo, la emprendió él mismo. La comprometida continuación ha corrido a cargo de Clara Álvarez, y lo mejor que de ella puede decirse es que su intervención sobre el texto es casi imperceptible: el lector habituado a los escritos de Grossi advertirá, pero sólo si le hacen reparar en ello, que esta traducción no quiere distanciarse de la simultánea, personal y silenciosa que ha emprendido tantas veces y cuyo recuerdo atesora; el lector primerizo de Grossi debe saber que la rara fuerza de convicción de estas páginas y su imaginativo pero preciso lenguaje son virtudes del original, intactas tras el proceso de traducción.

Y ya que se ha culminado ésta con tal esmero, uno se pregunta por qué no se ha procedido a redondear del todo la edición en castellano, perfeccionamiento posible con un mínimo esfuerzo adicional. Es, la que se echa en falta, tarea más bien de editor, pero levísima y desde luego al alcance de la traductora, competente profesional de la historia jurídica y con más que demostrada soltura en el manejo bibliográfico. Al estudiante y al lector no especialista les interesará saber que existen traducciones al castellano de algunas de las obras consignadas en las notas de Grossi. Sólo se ofrece al lector información sobre ediciones españolas en dos ocasiones, ambas referidas a monografías del autor, pero no se crea que se sigue en esto un criterio constante: un tercer título de Grossi ya vertido a nuestra lengua comparece en alguna nota sólo en italiano. El autor suele además citar en las notas (ricas, frecuentes y discretas) la edición italiana de títulos cuyo idioma original es otro, así que señalando traducciones se sintonizará, en este concretísimo punto de la orientación biliográfica, con su intención de apoyo al lector. En otros terrenos la sintonía es total: esta meritoria traducción se enfrenta directamente a los abundantes pasajes patrísticos o jurisprudenciales trasladándolos desde el original latino, que además no se suprime, y no desde la traducción al italiano del propio Grossi; se dirá que es condición de rigor necesario, pero merece destacarse por infrecuente. Y esta meritoria traducción conserva también el útil índice onomástico, instrumento de consulta y lectura cruzada que tantas e inexplicables veces se ha quedado en algún lugar de la intrincada senda que conduce a las obras históricas desde otras lenguas hasta la nuestra.

Grossi respeta la inteligencia del lector, y los traductores han mantenido la regla: gracias a ellos disponemos en castellano, con la íntegra dignidad de sus personalísimas opciones, del radical y vertiginoso medioevo grossiano. No hay, para su objeto y para su tiempo, mejor lectura.

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