Buscar

El mito de Santiago

SANTIAGO, TRAYECTORIA DE UN MITO

Francisco Márquez Villanueva

Bellaterra, Barcelona

462 pp.

24 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Pocos temas tocan tan hondamente las fibras sensibles de la historia de España como éste. Y es que el mito de Santiago, nacido en un rincón de la península Ibérica, no tiene par con ningún otro ni en extensión espacial (España, América, Filipinas) ni en duración secular, aunque hoy el patronazgo apostólico de España se haya desvanecido y secularizado, mientras el vacío que están dejando los mitos nacionales empiezan a ocuparlo sin pudor los mitos nacionalistas. El libro de Márquez Villanueva, prologado muy jugosamente por Juan Goytisolo, traza por primera vez la historia completa de este fenómeno único con inigualable maestría crítica, erudición pasmosa y ponderadísima pluma (ponderación no siempre fácil de guardar en un tema tan vidrioso como éste).

La invención de Santiago tuvo lugar en la más negra noche del Medievo, cuando un puñado de cristianos acosados por el islam se forjó un patrono redentor de sus cuitas para hacerlas llevaderas. Eran tiempos oscuros, preñados de profecías y augurios: Beato de Liébana aguardó ansioso el fin del mundo en el año 800, los leoneses esperaron el ocaso definitivo del dominio musulmán al final de la misma centuria. El invento del Hijo del Trueno dio óptimo resultado desde el punto de vista religioso, militar, cultural y hasta económico: si las batallas ganadas por el Apóstol, desde la falsa batalla de Clavijo hasta la toma de Coimbra, justificaron el llamado Voto de Santiago, las peregrinaciones trajeron romeros con nuevas ideas y cubrieron la ruta –el camino francés– de monasterios que transformaron la vida del país. No es extraño que, andando el tiempo, cada reino peninsular emergente quisiera tener su Matamoros particular: León se apropió de San Isidoro, armándolo caballero, y Castilla se puso bajo el patrocinio de San Millán (dos formidables protectores en verdad: un sabio y un viejecito venerable). La ficción funcionó mientras duró la guerra contra el moro, e incluso durante la expansión ultramarina: tanto en México como en el Perú volvió a aparecer Santiago, jinete en su caballo blanco, para alancear a los indios idólatras –los nuevos «musulmanes»– y llevar a los españoles a la victoria.

La crisis real llegó en la era felipina con el fin de las conquistas. En 1588 ocurrió el desastre de la Gran Armada. Poco después, los tercios comenzaron a perder batallas en Flandes. A «la deserción jacobea» se añadió algo inaudito: en 1627 el Apóstol se vio forzado a ceder la mitad del patronazgo de España a una mujer, santa Teresa, mucho más asequible a todos y, desde luego, más real. Los tradicionalistas –Quevedo– pusieron el grito en el cielo y el rey y el papa dieron marcha atrás (1630). La desmitificación de Santiago fue una larga y dolorosa historia en la que no faltaron nuevos y sorprendentes episodios, como la reivindicación de santa Teresa por las Cortes de Cádiz (1812) y el «segundo y definitivo asesinato del patronato teresiano» en 1821.

El mito de Santiago corrió parejas con el auge de la sede compostelana, que llegó a sentir deseos de competir hasta con Roma. Gelmírez aplacó las sospechas del pontífice a trueque de conseguir inmensos beneficios para su diócesis (el mayor y más injusto, la traslación de la sede metropolitana de Mérida a su iglesia en 1124). Sin embargo, la reconquista de Toledo (1088) puso fin a las ambiciones no tan secretas de Santiago: el primado de España, a despecho de Compostela, volvió definitivamente a las manos del arzobispo de Toledo. El culto a las reliquias declinó en la Baja Edad Media, cuando la espiritualidad se vertió por otros derroteros (el culto mariano). Para reforzarlo los Reyes Católicos estatalizaron el mito de Santiago, de la misma manera –podemos añadir– que estatalizaron las órdenes de caballería: la mayor prueba de que había muerto el mundo que las había hecho posibles y que, de paso, había fortalecido la fe secular en el Apóstol. En el siglo XVI fuertes críticas (Erasmo, Lutero) minaron sensiblemente el prestigio de las peregrinaciones. Pero fue el dichoso dinero lo que socavó en Castilla los privilegios de Compostela: en el pleito de los Cinco Obispados (Burgos, Osma, Calahorra, Palencia y Sigüenza) que se negaron a pagar el tributo a Santiago (1592), su abogado defensor, Lázaro González de Azevedo, dio por falso con toda razón el diploma de Ramiro I en que se basaba la legitimidad del Voto, construido a su vez sobre la no menos apócrifa leyenda de las cien doncellas que anualmente debían entregar los cristianos al emir de Córdoba. Por las mismas fechas, las reliquias apostólicas recibieron otro duro golpe, esta vez proveniente de Roma: los cardenales Baronio y Bellarmino rechazaron la secular tradición hispana sobre la venida de Santiago a la Península y su sepultura en Compostela. El mito, herido de muerte, tardó siglos en morir por el extraño apego del español a sus creencias, aun convictas de falsedad. En cuanto al Voto, fue abolido por las Cortes de Cádiz.

Aparte del tema central, son infinitas las cuestiones laterales que toca Márquez, mitoclasta, en este ejemplar estudio, haciendo gala de un saber, una inteligencia y un tino realmente envidiables. No puedo detenerme a exponerlas una por una. Apremiado por el espacio, sólo me permito recomendar con todas mis fuerzas la lectura de este libro, que roza la perfección.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

3 '
0

Compartir

También de interés.

Para una anatomía del agitador cultural