Buscar

El mercado del arte en Estados Unidos

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Las Vegas asoma, imprevisible, en un paisaje desolador. Al acercarse por carretera, aparece en medio del desierto poblando una nada imperturbable. Originalmente un minúsculo asentamiento mormón, Las Vegas está hoy en imparable expansión. Una ciudad de neón que es arrasada cada año por millones de turistas atraídos por el insólito espectáculo de casinos y hoteles cobijados en grandiosas réplicas de las pirámides egipcias y la torre Eiffel, del Empire State y el Gran Canal de Venecia. Las Vegas es, sin duda, la apoteosis de la hostelería estadounidense y, también, el lugar escogido por la Fundación Guggenheim para ofrecer al mundo su última creación: el museo Guggenheim Las Vegas, una sala de exposiciones, dentro del complejo Venetian Resort Hotel Casino, por donde pasarán muestras temporales organizadas por la fundación. El espléndido espacio de 5.700 metros cuadrados, rematado por un impresionante techo de cristal, está diseñado por el arquitecto holandés Rem Koolhaas y se inaugura este mes de septiembre con la exposición «El arte de la motocicleta». Las Vegas entrará en el circuito artístico norteamericano por partida doble ya que allí abrirá sus puertas, el mismo día, en el mismo lugar y diseñado por el mismo arquitecto, el museo Guggenheim Hermitage, el fruto más notable del acuerdo de colaboración alcanzado por la Fundación Guggenheim y el Museo Hermitage de San Petersburgo a finales del pasado año. La nueva sala de exposiciones («sala» porque al igual que el Guggenheim Las Vegas, y a diferencia de otras «versiones» del museo, no tiene una colección propia) está revestida con Cor-Ten, el mismo tipo de acero que usa el artista Richard Serra en sus esculturas. Se trata de un material que envejece visiblemente con el paso del tiempo, lo que al parecer brindará un aspecto «post-industrial» al espacio y, a la vez, evocará el pasado ilustre del Hermitage. En este singular recinto se expondrán obras de las prestigiosas colecciones de ambas instituciones, pauta marcada por la muestra inaugural: «Obras maestras y maestros coleccionistas: pintura impresionista y moderna de las colecciones del Hermitage y de la Fundación Guggenheim».

Las reacciones a la incursión de la Fundación Guggenheim en Las Vegas han sido bastante airadas y la actitud de la prensa especializada ha sido un tanto burlesca. El director del Metropolitan Museum de Nueva York, Philippe de Montebello, y Maxwell L. Anderson, director del Whitney Museum of American Art, también de Nueva York, han censurado sin ambages la estrategia comercial de la fundación. Según ellos, sus procedimientos se asemejan a los de una empresa privada, poniendo así en tela de juicio la integridad cultural de los museos y cuestionando su condición de instituciones sin ánimo de lucro, lo que hipotéticamente podría comprometer su exención fiscalVéase Paul Klebnikov, «Museums Inc.», Forbes Magazine, 8 de enero de 2001.. La apertura de las dos filiales en Las Vegas ha podido suscitar cierta polémica pero, sobre todo, deja claras dos cosas: la Fundación Guggenheim ha apostado firmemente por una estrategia comercial y por reforzar las relaciones internacionales del museo.

Las nuevas tácticas de las instituciones culturales, el afianzamiento de intereses eminentemente económicos en el mundo del arte y la interesada función legitimadora de los museos son tres aspectos que inexcusablemente han de abordarse para valorar la situación actual del arte en Estados Unidos. Al tirar de cualquiera de esos hilos nos sorprenderemos enredados en un ovillo donde se mezclan la producción artística y el modo de cómo se muestran las obras con las condiciones en las que éstas se venden y cómo las instituciones culturales cuentan su historia. Las perspectivas que habitualmente ofrecen los medios de comunicación simplifican este retrato, pues se ajustan a un ámbito específico (el de la crítica, el perfil de un artista o el mercado) y pasan por alto esos importantes vínculos que, en el fondo, son sólo discernibles cuando se atiende en conjunto a las distintas tramas que componen en la actualidad el complejo tapiz del mundo del arte.

Cuando Thomas Krens, el actual director de la Fundación Guggenheim, tomó posesión de su cargo en 1988, sólo existía el Museo Guggenheim de Manhattan y un pequeño espacio en Venecia. El pasado mes de abril, la sede de Nueva York clausuraba la exposición «El Guggenheim Global», en la que se habían reunido obras provenientes de todas las delegaciones con las que ahora cuenta la fundación: junto a las de Venecia y Nueva York, había piezas del Deutsche Guggenheim Berlin y del Museo Guggenheim Bilbao. La presencia internacional de la fundación no tardará en ampliarse, ya que hay un proyecto bastante avanzado para crear una delegación en Brasil, probablemente en Río de Janeiro, que sería su primera sucursal en Latinoamérica. Otra de las estrategias de expansión es la firma de acuerdos de colaboración con instituciones extranjeras. Junto al mencionado pacto con el Museo Hermitage de San Petersburgo, la fundación también ha anunciado un convenio con el Kunsthistorisches Museum de Viena y planea aliarse con el Museo de Shanghai. Todo esto sumado al ambicioso proyecto de construir un segundo Museo Guggenheim en Nueva York. El edificio, diseñado por Frank O. Gehry en la misma línea que el de Bilbao pero de dimensiones colosales, se emplazaría al sur del puente de Brooklyn, junto al East River. La empresa será cara (supera los 700 millones de dólares) y aunque ya cuenta con el beneplácito del alcalde de la ciudad (y con su compromiso de aportar el 10% de su costo), restan muchos trámites legales antes de que se apruebe su construcción.

El ansia de expansión no es exclusiva de la Fundación Guggenheim. El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) ha iniciado una completa remodelación de su emblemática sede en la calle 53 de Manhattan. La dirección del Whitney Museum of American Art ha reconocido su interés por adquirir un inmueble en el que llevar a cabo exposiciones temporales (que se sumaría a los tres espacios con los que ya cuenta en Manhattan). El Museo de la Ciudad de Nueva York ha decidido trasladarse desde Harlem a un lugar más amplio en el centro de Manhattan. En los últimos años no cesan de inaugurarse o reformarse museos en Estados Unidos: el Experience Music Project, en Seattle, diseñado por Frank O. Gehry, se inauguró en junio del 2000; el Getty Museum de Los Ángeles, un proyecto de Richard Meier, se estrenó en 1997; el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago se volvió a abrir al público en 1996, tras una reforma dirigida por el arquitecto Josef Kleihues; el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles ha terminado este mismo año un nuevo edificio, diseñado por Arata Isozaki; el Philadelphia Museum of Art abrió sus puertas en octubre de 2000 tras una reforma de Richard Gluckman, el mismo arquitecto que ha dirigido la reciente renovación del North Carolina Museum of Art y, en 1994, concluyó la reforma del Museo Andy Warhol en Pittsburgh; el Museo de Arte Moderno de Fort Worth, Texas, del arquitecto japonés Tadao Ando, podrá visitarse la primavera del año próximo; Steven Holl, que diseñó la galería Storefront en Nueva York junto con Vito Acconci, es el arquitecto que ahora dirige la ambiciosa reforma del Museo Nelson-Atkins en Kansas City, que concluirá en el año 2005; el célebre DIA Center for the Arts está construyendo en Beacon, noventa kilómetros al norte de Manhattan, un enorme centro de 22.000 metros cuadrados que se inaugurará la primavera de 2002.

Esta frenética actividad inmobiliaria no puede atribuirse a un único motivo, pero casualmente coincide con unas tácticas publicitarias más agresivas y una gestión marcadamente empresarial asumidas en los últimos años por las direcciones de muchos museos. La afluencia de público ha aumentado y, con ella, los ingresos. Esta no es una cuestión menor, porque los museos y las instituciones culturales estadounidenses apenas reciben ayudas del gobierno centralLa mayoría de los museos recibe algún tipo de ayuda económica, bien de los ayuntamientos, bien de la administración de su estado. El ayuntamiento de Nueva York, por ejemplo, aporta aproximadamente un 14% de los 142 millones de dólares del presupuesto del Metropolitan Museum of Art; casi un tercio de los 25 millones del presupuesto del Brooklyn Museum of Art es contribución del ayuntamiento; el MoMA recibe de él unos 17 millones de dólares al año y el ayuntamiento ha cubierto el 10% de los gastos de su actual reforma. En cualquier caso, desde 1999, la administración de Rudolph Giuliani, alcalde de Nueva York, ha recortado un 20% el presupuesto del Departamento de Asuntos Culturales. Véase Roger Armbrust, «DCA's Chapin Keeps the Faith», Backstage, 28 de mayo de 1999.. Las contribuciones de fundaciones privadas (que desgravan impuestos y revisten a empresas como Phillip Morris, Citigroup, Chase Bank o Coca-Cola con una pátina filantrópica y de compromiso social) y las donaciones de capital y obras de arte por parte de benefactores individuales componen una parte sustancial de los presupuestos de las instituciones culturales norteamericanas. Esta dependencia del sector privado se ha visto agudizada en la última década debido a la paulatina reducción de la asignación económica y la autonomía del National Endowment for the Arts (NEA), la única agencia estatal que fomenta las artes. El NEA fue impulsado en 1965 por Nelson Rockefeller (entonces gobernador del estado de Nueva York y miembro de una familia tradicionalmente dada a la filantropía y el mecenazgo) con el objetivo de implicar a Washington en el fomento de las artes. Tras llevar a cabo un importante papel en la promoción de todo tipo de manifestaciones artísticas, el NEA comenzó a sufrir serios ataques a su independencia (a su capacidad para decidir qué tipo de arte y de artistas merecen el apoyo público) durante la presidencia del republicano George Bush. Aunque la crisis comienza en 1989, tras una encendida polémica en el Senado causada por la financiación con dinero público de una exposición de fotografías de desnudos de Robert Mapplethorpe y la exhibición de Piss Christ, una obra «sacrílega» de Andrés Serrano, el declive efectivo del NEA, parejo a la drástica reducción de su presupuesto, se produce, paradójicamente, en la década de los noventa, bajo el gobierno del demócrata Bill ClintonUn libro en el que se recogen conversaciones con personalidades del mundo del arte norteamericano en las que se trata, entre otras, esta cuestión es Jorge Ribalta (ed.), Servicio público: Conversaciones sobre financiación pública y arte contemporáneo, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca/Unión de Asociaciones de Artistas Visuales..

A pesar de la exigua financiación pública, el consumo de arte en Estados Unidos ha aumentado y los museos han hecho lo posible por incrementar su ofertaEdward Able, director de la American Association of Museums, afirma que estamos en un gran momento para los museos, con el doble de asistencia que hace diez años (de 486 millones a 850 millones de visitantes al año). Véase «U.S. Museums Strengthen Collections» en ARTnewsletter, vol. XXVI, n.° 11, 23 de enero de 2001, así como Jacqueline Trescott, «Exhibiting a New Enthusiasm; Across U.S., Museum Construction, Attendance Are on the Rise», The Washington Post, 21 de junio de 1998.. En esta situación se han alzado voces que denuncian las estrategias corporativas de los museos y subrayan los riesgos que la financiación privada entraña para su independenciaEl debate al respecto es enjundioso. Sirva como referencia James Cuno, «Whose Money? Whose Power? Whose Art History?», The Art Bulletin, marzo de 1997, vol. 79, págs. 6-9.. A nadie se le escapa que los intereses de las empresas o personas que subvencionan una exposición o contribuyen al presupuesto de un museo pueden condicionar notablemente su programa de exposiciones y el contenido de éstas. Sin embargo, esas influencias no siempre trascienden al público. Sí ha sido el caso, no obstante, de la muestra «Armani» (inaugurada en el museo Guggenheim de Nueva York en octubre de 2000 y, luego, paseada por sus sucursales) que, aunque oficialmente estaba sufragada por la revista de moda In Style, venía precedida por una donación de quince millones de dólares (unos 2.700 millones de pesetas), a realizar a lo largo de tres años, del diseñador italiano Giorgio Armani; algo similar a lo sucedido con «Sensation», una exposición instalada en el Museo de Arte de Brooklyn de octubre de 1999 a enero de 2000 en la que se exhibía parte de la colección del publicista británico Charles Saatchi, quien había aportado 160.000 dólares (casi 29 millones de pesetas) para su organización e influyó en la selección y la disposición de las obras expuestas (extremo que el museo trató de ocultar sin éxito). No es fácil determinar hasta qué punto la filantropía condiciona a museos e instituciones culturales. ¿Cómo decidir cuándo la financiación deviene coerción? Los caramelos mentolados Altoids, que han costeado varias exposiciones en espacios pequeños, han montado «Fresh: the Altoids® Curiously Strong Collection: 19982000» en el New Museum of Contemporary Art (enero de 2001), donde se mostraba su colección de arte contemporáneo (articulada en torno a los conceptos «curioso», «fuerte» y «original», que presuntamente evocan las cualidades del caramelo). Altoids tiene el arte contemporáneo como uno de sus principales ámbitos filantrópicos y, de hecho, ha donado su colección al New Museum y anuncia una estrecha relación con la institución neoyorquina. Banana Republic o Delta Airlines, entre otras muchas empresas, financian frecuentemente exposiciones de arte. La firma de tejanos Levi Strauss era una de las principales donantes en la exposición «Hip-Hop Nation: Roots, Rhyme and Rage» en el Museo de Arte de Brooklyn (hasta diciembre de 2000), y de ese modo asociaba oportunamente su imagen con un movimiento social y musical que le interesa comercialmente. El Museo Guggenheim de Nueva York ha escenificado durante este verano una loa retrospectiva a su arquitecto más querido, Frank O. Gehry. Obviando lo irónico de que una institución originalmente devota del «arte no objetivo» muestre los proyectos de Gehry (o los trajes de Armani o motocicletas), inquieta el carácter endogámico de la exposición: Gehry ha diseñado el encumbrado Guggenheim de Bilbao, prepara el nuevo proyecto de la fundación en Brasil y ya ha planificado el futuro espacio de Nueva York. ¿No hay en estos casos un trato de favor recíproco que condiciona de raíz lo que se expone en los museos?

El hecho de que el Museo de Arte Moderno de Nueva York también se halle en plena ampliación de sus instalaciones es sintomático de los tiempos que corren, pero más importante aún es que esté reconsiderando su función como museo de arte moderno. El MoMA ya ha comenzado sus reformas de la mano del arquitecto japonés Yoshio Taniguchi y, como consecuencia, su sede en la calle 53 de Manhattan cerrará durante al menos dos años (desde el verano de 2002 a 2004). La institución neoyorquina ha preparado sus actividades detalladamente en este período. Ha adquirido un edificio suplementario en el que ubicar parte de su colección, paliando así el cierre temporal de su sede, y ha precedido la expansión con una amplia reflexión sobre el arte moderno y contemporáneo. Con la ambiciosa serie de exposiciones llevadas a cabo desde octubre de 1999 a enero de 2001 bajo el título genérico de «MoMA 2000» ha hecho algo más que airear sus fondos. En tres entregas independientes, aunque cuidadosamente engarzadas, se ha refrendado la historia del arte moderno popularizada por esta institución y, a la vez, se ha delineado su futura línea de actuación respecto al arte contemporáneo. «MoMA 2000» comenzó con la muestra «Modern Starts», con obras realizadas entre 1880 y 1920, continuó con «Making Choices», que abarcaba el período 1920-1960, y concluyó con «Open Ends», que comenzaba en la década de los sesenta y alcanzaba hasta nuestros días. Con este vasto programa se pretendía hacer algo más que un inventario del arte del siglo XX .

Una de las claves de «MoMA 2000» era que no estaba estructurada cronológicamente sino por temas («Componiendo con la figura», «Actores, bailarines y bañistas», etc.)La elección de este criterio «temático» trajo consigo bastante polémica. En estas páginas se publicó un oportuno artículo donde se abordaba la aplicación de esta metodología: David Sylvester, «Caos en la Tate», Revista de Libros, n.° 48, diciembre de 2000.. Esta era una apuesta metodológica más interesante por lo que revelaba de la política comisarial del museo que por el resultado final de la exposición. El primer director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Alfred H. Barr, imprimió dos señas de identidad distintivas en la institución: por una parte, ya en 1929 abrió el museo a manifestaciones entonces no tenidas por artísticas, como la fotografía, la arquitectura o el cine; por otra, impuso un criterio expositivo cronológico en la muestra de arte moderno que para muchos continúa siendo indisputable. Sin embargo, una ordenación cronológica y evolucionista como la propuesta por Barr aplicada a un museo de arte moderno (es decir a un museo destinado a exponer arte hecho entre, aproximadamente, 1880 y 1970) implica una seria limitación para una institución tan ambiciosa como el MoMA. Barr no previó que su museo se vería abocado al coleccionismo de «antigüedades», y en el MoMA, desde luego, no están dispuestos a dedicarse sólo a la historiografía, así que deben decidir cuál es su relación con el arte contemporáneo, el arte, se dice, hecho a partir de 1970Arthur, C. Danto dilucidaba esta cuestión en un excelente artículo: «MoMA: What's in a Name?», The Nation, 17 de julio de 2000.. Para un museo de arte moderno, organizar la historia del arte del siglo XX por temas es menos conflictivo (al soslayar el problema del acabamiento del arte moderno) que hacer una narración cronológica, estrategia que, a todas luces, hizo la transición a «Open ends», la tercera y última entrega de «MoMA 2000» dedicada al arte contemporáneo, menos brusca. Articular una exposición histórica de este modo no sólo facilita la convivencia del arte moderno y el contemporáneo sino que abre un nuevo abanico de posibilidades que el MoMA seguirá explotandoLo que hace metodológicamente posible no sólo exposiciones monográficas como «About the Face» (marzo-junio de 2001) en la que se presentan «50 obras gráficas modernas y contemporáneas» que reúne a autores como Picasso o Sherrie Levine, sino que permite la combinación de exposiciones de temas modernos («Van Gogh's Postman», febrero-marzo de 2001) con la de autores contemporáneos como la retrospectiva del fotógrafo alemán Andreas Gursky (marzo-mayo de 2001)..

Una segunda clave que revela la decidida apuesta del MoMA por el arte contemporáneo es la asociación con el otrora espacio alternativo y hoy consagrado P.S.1 Contemporary Art Center. El P.S.1 abrió sus puertas en 1971 como un lugar para la creación (no sólo la muestra) paralelo a la red de instituciones y galerías establecida en Nueva York. En 1999, antes de acometer la profunda remodelación de su espacio y planeando ya el futuro desarrollo del museo, el MoMA se asoció con el P.S.1, uno de los espacios no comerciales más respetados e innovadores de Estados Unidos. Ese acuerdo, como ha reconocido Agnes Gund, presidenta del MoMA, supone una mayor implicación del museo en el arte contemporáneo, una alianza que permitirá exhibir sus obras contemporáneas y organizar exposiciones para las que en estos momentos el MoMA no cuenta con espacio suficiente. Además de suscribir este prometedor pacto, el Museo de Arte Contemporáneo ha adquirido un gigantesco edificio de 12.500 metros cuadrados en Long Island City, el barrio neoyorquino de Queens donde está ubicado el P.S.1. Allí colocará parte de su colección mientras se realizan las reformas en el edificio de Manhattan. Dada la revitalización comercial de la zona por su sola presencia, en el peor de los casos el MoMA habrá hecho una excelente inversión inmobiliaria, parcialmente sufragada por las autoridades locales de Queens: los precios de los inmuebles en el área ya se han disparado.

Esta es una situación inusual aunque no desconocida en España. El Museo Guggenheim de Bilbao ha sido un incentivo excepcional para la economía y el orgullo locales. Ese es uno de los argumentos de peso de la Fundación Guggenheim para que le concedan los permisos y construir su nuevo megamuseo en Manhattan. Sin embargo, la gestión de la Fundación Guggenheim hace pensar que sus esfuerzos se centran principalmente en hacer fabulosos edificios y asegurarse pingües beneficios. Su promoción del arte pasa inexcusablemente por construir museos para atraer hordas de turistas más o menos desganados que invadan sus tiendas y cafeterías. Esto, sin duda, beneficia a la hostelería local. También influye en el arte: usar el número de visitas como criterio para decidir el éxito de un museo implica imponer, en última instancia, una política de exposiciones populista. Hay que montar exposiciones que atraigan al público, que sean accesibles. La convicción generalizada es que si no se seduce al público se desaparece del mapa cultural: hay que ofrecer algo entretenido y atractivo, aunque no tenga enjundia alguna. La pauta que está marcando la Fundación Guggenheim con sus museos-franquicias es crear atracciones turísticas para consumir en el acto. Dado su previsible éxito como multinacional del ocio artístico, está claro que muchas otras instituciones la emularán.

Sin embargo, no todo es complacer al espectador. Junto a la económica, siempre hay algún otro tipo de retribución. Hay exposiciones montadas por motivos institucionales, para dar prestigio a los fondos de una colección, para retratar un pasado ilustre y certero en las adquisiciones de un museo o para planear el incierto futuro. La exposición «MoMA 2000» ha preparado un camino, pavimentado con el impresionante fondo de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para que éste se adentre con paso firme en el terreno del arte contemporáneo. Desde mayo a septiembre de 2000, el P.S.1 también dedicó una ambiciosa exposición a fijar los hitos de los años ochenta, su período mítico. «Around 1984: A Look at Art in the Eighties» sirvió para sentar los precedentes históricos del arte por el que apuesta esta institución. El mensaje que se transmitía era que la escena artística europea y norteamericana de los años ochenta había estado guiada por la estrella del «relativismo postmoderno». Al espectador se le hacía entender que en aquel momento se defendió que no había un desarrollo lineal en la historia del arte ni una posición privilegiada desde la que hacer arte, lo que para el P.S.1 justifica su presente política de favorecer propuestas artísticas de cualquier parte del mundo y amparar todas las tendencias emergentes. Exposiciones históricas como las que presentan el MoMA o el P.S.1 merecen atención especial porque desvelan aspectos fundamentales de la concepción del arte impulsada por esas instituciones: aparentemente sólo abordan una época determinada, pero lo que muestran y cómo lo muestran indica cuáles son los intereses del museo y qué tipo de arte está interesado en difundir.

Estas estrategias también son importantes cuando se trata de poner las obras de arte en el mercado. Christie's y Sotheby's, las casas de subastas más importantes de Estados Unidos, tienen su propia categorización del arte del siglo XX . Con el objetivo de separar a los artistas modernos «consagrados» de los nuevos valores contemporáneos, ordenan la historia del arte reciente en «arte de posguerra» y «arte contemporáneo», tendiendo una frágil línea divisoria en los años setenta. De este modo, la obra de artistas como Mark Rothko o Andy Warhol, valores asentados en el mercado, se distingue de los trabajos de Robert Longo o David Salle, cuyo valor aún no está fijado (entre otras cosas porque siguen vivos y su opus está sin concluir). Esta estrategia no es muy original. Se trata, sencillamente, de separar «conceptualmente» las obras que todavía tienen un precio asequible y que pueden encontrarse con relativa facilidad en las galerías de las que escapan a esas características. Siguiendo esta proporción entre la disponibilidad y el valor de las obras, las más codiciadas siguen siendo las del período impresionista y los «clásicos» del siglo XX como Picasso o Matisse.

Aquí se produce un interesante fenómeno que, aunque no sea nuevo, se ha hecho común en el mundo del arte. El valor económico de una obra la sitúa en un limbo en el que se confunden la taxonomía histórica y la tasación económica. Un cuadro o una escultura pertenecientes a un determinado estilo artístico se convierten, una vez puestos en el mercado, en objetos marcados por su precio. La obra tardía de Van Gogh representa «la cumbre de la pintura impresionista» y es también la más cara del mundo (hasta el momento). En el imaginario colectivo, la apreciación estética no puede separarse ya de la económica. Este es un fenómeno que alcanza su cenit en la década de los ochenta y que en la actualidad está totalmente asimilado. Tal vez en el caso del arte contemporáneo, donde se dan cita tantos estilos diferentes, la valoración económica sea un criterio más fiable que el estético para catalogarlas. Una catalogación que es, por cierto, bastante precisa. Por ejemplo, en las últimas subastas en Nueva York se ha observado que los grandes coleccionistas siguen dispuestos a pujar por los que consideran autores capitales del arte moderno sin temor a la amenazante recesión económica. Así, La montagne Sainte-Victoire (1888-1889), de Paul Cézanne, se adjudicó por 38.502.500 dólares en Phillip, de Pury & Luxembourg en mayo; Jeune fille dans un jardin (1880), de Edouard Manet, alcanzó la cifra de 20.905.750 dólares en Sotheby's el pasado noviembre; en el mismo margen, 20,9 millones, se adjudicó Nymphéas (1906), de Claude Monet, en Christie's en mayo de 2000Dos obras de Pierre-Auguste Renoir también han alcanzado recientemente un precio considerable: Berthe Morrisot et sa fille (1894), 8.800.000 dólares en Christie's en mayo del 2000 y La jeune fille au Cygne, 4.200.000 dólares en Sotheby's en noviembre de 2000 (previamente, en noviembre de 1997, se había subastado por 5.100.000 dólares en Christie's). Una obra de Cézanne, Landscape Near Gardanne (1886-1890), se vendió por cinco millones y medio de dólares en Phillips en mayo de 2000..

Los precios alcanzados por piezas impresionistas pueden parecer astronómicos; sin embargo, el valor que no deja de ascender en el mercado es el de la obra de Pablo Picasso. Femme aux bras croisés (1901-1902) alcanzó 55 millones de dólares en Christie's el pasado noviembre, lo que fija un nuevo récord por una obra del pintor español adquirida en una subasta pública. Una sorpresa ha sido la que Phillips presentó como la primera obra subastada públicamente de Kazimir Malevich: Composición Suprematista, de 1920, se adjudicó por algo más de 17 millones de dólares en mayo de 2000. Un precio similar al obtenido por La Robe Persane (1940), de Matisse, en Sotheby's en noviembre.

Un grupo suculento para las casas de subastas, pero que de ningún modo puede equipararse al de los clásicos modernos o impresionistas, es el de los artistas norteamericanos de posguerra (Jackson Pollock, Mark Rothko, Andy Warhol, Bruce Nauman, etc.), cuyas obras pueden superar la barrera de los 10 millones de dólares. A éstos los siguen los artistas consagrados y vivos. Entre las más solicitadas cabe mencionar la obra «pop expresionista» de Jasper Johns (False Start, de 1959, es la pieza de arte estadounidense más cara vendida en una subasta, 17.050.000 dólares en Sotheby's en 1988). Junto a él se sitúa el collage pictórico de Robert Rauschenberg, aunque su cotización esté lejos de la de Johns: Rebus (1955) se vendió en abril de 1991 por 7.260.000 dólares en Sotheby's. Cabe citar también a Brice Marden, cuya obra más apreciada es la de su etapa minimalista. El precio máximo pagado en una subasta por una pieza suya es 1.875.750 dólares por For Pearl (1970).

Las obras más cercanas cronológicamente son las denominadas «cutting edge». A esta «categoría» pertenecen los trabajos de artistas jóvenes como el británico Damien Hirst, cuyo In Love-Out of Love (1998) se vendió el pasado noviembre en Phillips por la cifra récord de 750.000 dólares, la cantidad más alta pagada hasta la fecha por una obra suya. De hecho, se acusa una gran inflación en los precios de las obras de estos artistas si se contrastan con los de autores contemporáneos consagrados como Carl André o Jeff Koons. Ese es el caso del joven artista norteamericano Matthew Barney, cuyo récord está en 387.500 dólares, pagados en mayo de 1999 en Christie's por una vitrina-escultura.

Sin embargo, lo más sorprendente en estos momentos no son las cifras exorbitantes ni el baile de ceros, sino que aún se siga confiando en las casas de subasta. Está claro que su interés por el arte es exclusivamente económico, pero ni como empresas son fiables. ¿Cómo se le puede dar ninguna credibilidad a Sotheby's o a Christie's tras haber sido condenadas por violar las leyes antimonopolio de Estados Unidos? La ex directora de Sotheby's, Diane Brooks y, posteriormente, su presidente y principal accionista desde 1983, Alfred Taubman, han pasado por los tribunales por acordar precios y comisiones con su principal rival, Christie's, vulnerando así el derecho de los vendedores a negociar libremente con estas casas la comisión por la venta de sus obras. Entre el 1 de enero de 1993 y el 7 de febrero de 2000, las dos casas de subastas decidieron acordar la comisión que se cobraría a los clientes que vendieran obras a través de ellas en Estados Unidos. Esta situación fue desvelada por el propio presidente de Christie's, quien pactó su exculpación penal cooperando con la fiscalía al saber que el Departamento de Justicia indagaba las prácticas ilícitas de ambas compañías. Destapado el escándalo en febrero de 2000, tanto Taubman como Brooks dimitieron de sus respectivos cargos en Sotheby's, aunque aquél siga controlando la mayor parte de las acciones de la compañía. La conclusión del caso ha sido que Sotheby's debe pagar una multa de 45 millones de dólares y, a partes iguales con Christie's, abonará a los demandantes 512 millones de dólares en concepto de indemnización.

No acaban ahí los problemas del mercado del arte. No se sabe aún hasta dónde alcanzan los daños causados en Estados Unidos por Michel CohenVéase Anthony Haden-Guest, «The Great $50 Million Art Swindle», Forbes, 6 de febrero de 2001; «The Art of Vanishing», The Independent, 4 de marzo de 2001, págs. 12-13, 15.. Cohen, un joven y reputado marchante francés asentado en Estados Unidos, revelándose tan seductor contertulio en los cócteles de los más refinados coleccionistas de arte del mundo como ducho «trilero» en el estraperlo artístico, logró que Sotheby's le adelantase, en varias entregas, una cantidad que ronda los diez millones de dólares para adquirir obras de Picasso y Chagall. Cohen aseguró a la casa de subastas que ya contaba con compradores para los cuadros y que, una vez consumadas las ventas, les devolvería el adelanto más intereses y parte de los beneficios. Es esta, por cierto, una práctica bastante común. Cohen llevó a cabo operaciones similares con conocidos marchantes en Europa y Estados Unidos (incluso con Richard Grey, el director de la elitista Art Dealers Association of America). A unos les solicitó adelantos para realizar adquisiciones y a otros les cobró obras que debía entregarles posteriormente. El pasado enero, Sotheby's denunció ante los tribunales a Cohen alegando que no se le había devuelto el dinero adelantado. Esto levantó la liebre, revelándose que, entre unos y otros, el marchante se había hecho con al menos 75 millones de dólares. Cohen, claro, está en paradero desconocido.

Mientras Cohen andaba fugado, las cosas seguían como siempre en las principales ferias de arte celebradas a principios de año en Nueva York. En The Art Show se daban cita setenta de las galerías de más rancio abolengo, casi todas neoyorquinas, pertenecientes a la Art Dealers Association of America. Aquí podían encontrarse clásicos de todos los períodos, desde un grabado de Rembrandt o un dibujo de Eugène Delacroix a una serie de dibujos y óleos en miniatura de Pablo Picasso o lienzos de Fernand Léger o Willem de Kooning. Mientras tanto, en The Armory Show 2001 (que no tiene ninguna conexión histórica con el Armory Show original) concurrían ciento setenta galerías de arte contemporáneo de distintos países, aunque, de nuevo, predominaran las de Nueva York. En esta feria ni se bebía Perrier rondelle ni el decorado floral era tan exuberante como en The Art Show, pero podían verse las tendencias más pujantes y vivas en el arte contemporáneo. Dos son las conclusiones más importantes con las que el visitante abandonaba el Jacob K. Javits Convention Center, donde se ubicaba la muestra: la primera es que las galerías siguen promocionando con el mismo empeño todos los medios imaginables, ya se trate de vídeo, instalaciones, óleos o escultura; y la segunda, que el sector más vigoroso, con diferencia, continúa siendo el de la fotografía.

La fotografía es un formato decididamente en alza en el arte contemporáneoEnsalzada la fotografía gracias también a una excelente coreografía histórica, como las exposiciones «Walker Evans» en el Metropolitan Museum of Art, San Francisco Museum of Modern Art y el Museum of Fine Arts de Houston (febrero de 2000-marzo de 2001) o «Walker Evans & Company» en el Museum of Modern Art de Nueva York (parte de «Making Choices», abril-septiembre de 2000). En esta línea ascendente de la fotografía debe ubicarse la retrospectiva que el MoMA presentó el pasado marzo del joven fotógrafo alemán Andreas Gursky, la exposición que el International Center of Photography dedicó a Kiki Smith (marzo-junio de 2001) o la muestra de Hiroshi Sugimoto que colgará el Museo Guggenheim de Nueva York la próxima primavera.. Durante los últimos años ha despuntado como uno de los más apreciados por compradores y por diferentes instituciones artísticas. Las subastas de arte la han tratado bastante bien: en mayo, Christie's vendió Untitled #48, de Cindy Sherman, por 336.000 dólares, y en mayo del año pasado, la misma casa adjudicó Untitled #209, de la misma autora, por 269.000 dólares; en febrero de 2000, O.T. VI, una fotografía de un lienzo de Jackson Pollock, One: Number 31, del alemán Andreas Gursky, se vendió en Sotheby's por 310.250 dólares. Cuando se abrió al público, no había obras disponibles de Sherman en ninguna de sus dos últimas exposiciones en la Gagosian Gallery de Los Ángeles (marzo-junio de 2000) ni en Metro Pictures de Nueva York (noviembre 2000-enero 2001). La fotógrafa Nan Goldin también obtuvo un éxito considerable con Memory Lost!! en la Matthew Mark Gallery en Nueva York (enerofebrero de 2001). No sólo los nombres consagrados han procurado el dulce momento que vive la fotografía en Estados Unidos. Un paseo por Williamsburg, el nuevo barrio de las artes en Brooklyn, corrobora que la fotografía es un registro profusamente cultivado por los jóvenes artistas. Las galerías no son las únicas que apuestan por este formato. El MoMA adquirió el año pasado, junto con la National Gallery de Washington, una parte notable de la colección personal del fotógrafo norteamericano Lee Friedlander. El MoMA se ha hecho con mil fotografías de este autodenominado «paisajista social», que sumará a las doscientas que ya posee del autor. Glenn D. Lowry, director del museo, no ocultó su satisfacción ni las razones de la adquisición. Admitió que estamos en una época dorada para el coleccionismo de fotografía y que aún hay mucho material a un precio asequibleThe New York Times, 22 de diciembre de 2000..

El maremágnum de estilos y ofertas que caracteriza tanto a los espacios de exposición de arte (museos y galerías) como a los de venta (galerías, ferias y casas de subasta) se aduce, al menos por el momento, como síntoma de buena salud. Este convite de estilos dispares en los estertores de la posmodernidad (cuya muerte muchos anuncian ya) merece considerarse desde el ángulo de la «democratización capitalista» del mercado del arte: más es mejor. Este proceso vivió su momento de esplendor en la década de los ochenta, cuando se produjo un espectacular auge del mercado mundial del arte que despertó un interés inusitado en el gran público. Un aspecto crucial que explica la popularización de un mercado antaño elitista y limitado a un círculo de connaisseurs es la creciente profesionalización del sector artístico. La profesionalización de las galerías, de los marchantes, de los comisarios y, también, de los artistas ha hecho del arte un negocio más extendido y accesibleAspectos relacionados con esta cuestión han sido abordados por Andras Zsanto en «Galleries: Transformations in the New York Artworld in the 1980's» (tesis doctoral, inédita, Columbia University, 1996).. El caso de los artistas es especialmente relevante: ahora se instruyen en la universidad. El proceso comenzó en la década de los sesenta, cuando, tras años de repulsa, los artistas volvieron a formarse en las instituciones académicas, y se consolidó durante los cruciales ochenta, en los que, al menos en Estados Unidos, éstos no eran ya bohemios desvalidos sino profesionales de la creación. Hoy se conceden más masters de Bellas Artes que de Biología o MatemáticasEn un informe publicado en 1996 por el Departamento de Educación de Estados Unidos, las estadísticas revelaban que el año anterior se habían concedido 10.280 masters en Bellas Artes, 8.000 en Inglés, 6.000 en Biología y 4.000 en Matemáticas. Datos que aparecen en Deborah Salomon, «How to Succeed in Art», The New York Times, 27 de junio de 1999; véase también Howard Singerman, Art Subjects: Making Artists in the 20thCentury (University of California Press, 1999), quien apunta que un camino para comprender en qué consiste el arte contemporáneo pasa por apreciar la formación institucional de los artistas. Singerman y Paul Schimmel han abordado este asunto en la exposición «Public Offerings» (Museum of Contemporary Art, Los Ángeles, marzo-junio de 2001).. La mayoría de los artistas estadounidenses están acreditados con un Master of Fine Arts. Una situación espoleada por las escuelas de arte que contratan a artistas laureados para impartir clases y definir líneas prestigiosas de trabajo. El Departamento de Arte de la Universidad de California en Los Ángeles cuenta entre sus profesores con Paul McCarthy, Chris Burden, Nancy Rubin, Barbara Kruger y John Baldessari; Martha Rosler es profesora en la Rutgers University; Hans Haacke enseña en The Cooper Union for the Advance of Science and Art en Nueva York; Mike Kelley da clases en el Art Center College of Design en Pasadena; Allan Kaprow y Helen y Newton Harrison han sido profesores en el prestigioso Departamento de Artes Visuales de la Universidad de California, San Diego. La mayoría de los departamentos de arte que se precien tiene un Visiting Artist Program, que complementa el currículo docente con seminarios y conferencias de artistas reconocidos. No son pocas las ocasiones en las que ese programa se convierte en el auténtico plato fuerte del centro. El importante papel que desempeñan las escuelas en la escena artística queda refrendado por la actitud de los galeristas, quienes van en busca de las «últimas tendencias» a los talleres de los jóvenes estudiantes que quieren (para eso estudian) dar el salto al mercado. ¿Para quiénes crean los nuevos artistas y con qué criterio? Las respuestas cada vez apuntan más al mercado y a la novedad, respectivamente. Así se entiende que una de las corrientes más fuertes en la actualidad sea la vinculada a la tecnología digital y a Internet. ¿Dónde, si no en una universidad, iban a encontrarse los artistas con esos medios técnicos? Exposiciones como «010101: Art In Technological Times» en el Museo de Arte Moderno de San Francisco (hasta julio de 2001), «BitStream», en el Whitney Museum of American Art (hasta junio de 2001), «Media Z Lounge», un espacio permanente en el New Museum of Contemporary Art dedicado a trabajos digitales o la sección especial dedicada a ellos en la pasada Whitney Biennal 2000 son una muestra minúscula de la pujanza de este nuevo ámbito artístico. Cómo modificarán estas indagaciones la práctica del arte y qué caducará con la aparición de nuevas modas tecnológicas no tardaremos en averiguarlo.

Está fuera de toda duda que la escena artística en Estados Unidos sigue siendo con diferencia la más activa y diversa del mundo. También es la más claramente permeada por valores y criterios mercantiles, por mecanismos comerciales que conducen al «éxito» y al «reconocimiento», ya se preste atención a los museos, a las galerías, a las escuelas de arte o a las tácticas de los jóvenes artistas. Hay, por supuesto, excepciones, incluso excepciones notables como las del Whitney Independent Study Program o el programa de estudios del P.S.1, ambos en Nueva York. Se trata de espacios de formación alternativos, pero no aislados del mercado, por muy crítica que pueda ser su relación con éste. La tónica general en el tratamiento y en la muestra del arte está decididamente imbuida de un espíritu comercial. Al fin y al cabo, el arte hoy pasa por celebrar un producto y ponerlo eficazmente a la venta. Tal vez eso explique por qué no hay críticos de arte sobresalientes, en el sentido en que Clement Greenberg o Harold Rosenberg lo fueron. Éstos destacaban porque su crítica ponía orden en el mercado del arte; ahora es el mercado el que ordena a la crítica. En nuestros días se conviene en que aquélla era una empresa viciada, por excluyente, y que la situación actual se caracteriza por una pluralidad de tendencias que debe fomentarse. De ahí parece concluirse que sólo es posible la propaganda, pero no la propaganda de un «ideal estético» (un ideal excluyente pero revelador, como el defendido por Greenberg) sino de una línea editorial o de unos gustos más o menos arbitrarios. Críticos como Hilton Kramer en The New Criterion, Robert Hughes en Time, Jed Perl en The New Republic o Jerry Salzt en el Village Voice ejemplifican esta situación.

Ante este espectáculo desconcertante, una fundación privada, el Pew Charitable Trust de Filadelfia, ha decido poner orden en el mundo del arte. «Optimizing America's Cultural Resources» es un proyecto con el que se pretende llevar a cabo un estudio exhaustivo de la situación de las artes en Estados Unidos. Se realizará durante cinco años y en él se invertirán 50 millones de dólares. Consta de tres ejes de actuación: la creación de una base de datos que registre todo lo relacionado con las instituciones artísticas, donde se detallará su financiación y su influencia en la cultura norteamericana; el refuerzo de la atención que los medios de comunicación prestan a las artes; y, finalmente, el asesoramiento a las instituciones culturales para mejorar el resultado de su programación. Se trata, en el fondo, de poner orden para mejorar las prestaciones y los resultados de todos los agentes artísticos en Estados Unidos. Thomas Hoving, ex director del Metropolitan Museum of Art, descalificó inmediatamente el proyecto en una carta al editor del New York TimesThomas Hoving, «Culture Resists TopDown Policy», The New York Times, 10 de agosto de 1999.. Su argumento era simple: el Pew Charitable Trust intenta institucionalizar una comunidad que se reconforta en su naturaleza dinámica y fragmentaria.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

24 '
0

Compartir

También de interés.

Primitivo arte italiano de Henry James