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El mapa de las aguas

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Esta primera novela de Ángel García Galiano descubre a un novelista. Puede parecer una perogrullada lo que digo, pero en estos tiempos de simulación, la afirmación se llena de sentido. Estamos ante una narración pensada, construida y afrontada con decisión. Contiene una visión del mundo relatada por un personaje que, con ella, reconstruye su propia historia.

El esquema de trabajo es la circularidad del tiempo y cómo los acontecimientos que se suceden en la historia personal de cada uno están sometidos a esa circularidad. El protagonista de esta historia se dirige al lector desde la celda donde espera su ejecución en una cárcel de California. Está degustando su última cena y envía por correo electrónico una especie de confesión a un nombre, Alicia, del que se despide diciendo: «Y gracias, ya que por ti me está costando irme y porque soñar que dejo aquí a alguien, a este lado del espejo, me ha salvado.»

Las siguientes cuatro partes de la novela cuentan la historia de un niño que se hace hombre y que, a juzgar por lo que vamos leyendo, parece ser el mismo que se encuentra en el corredor de la muerte. Estas cuatro partes suceden en España, en La Mancha, y constituyen la creación del personaje. ¿Son el mismo? Sabemos que está escribiendo una novela, se refiere a su texto como «esta novela que escribo» y, desde luego, el tono no es de habla sino de escritura, está elaborado literariamente.

De la estructura de la novela emerge una construcción clave. El niño que vive en un pueblo de La Mancha se halla ante la vida, ante lo que sucede y ve y trata de entender, a ras de suelo. Un día encuentra unos prismáticos, sube a una torre y, desde allí domina el pueblo. Con su mirada a ras de suelo trataba de entender su incipiente primer amor por una muchacha que le doblaba en edad, y todo cuanto percibía le confundía y le excitaba, desde el juego de atrapar moscas hasta el descubrimiento de una alberca casi mágica para sus sensaciones; a partir del momento en que obtiene los prismáticos, descubre que puede disponer de una visión global sobre ese pequeño territorio que es el pueblo donde viven él, las gentes… y Alicia, su amor. Desde la torre y con los prismáticos descubre que puede abarcar el territorio, aunque sólo sea para poder seguir a Alicia. Muchos años después tiene una intuición, provocada por su propio proceso de búsqueda, de que hay que remontarse sobre sí mismo y su historia para poder observar desde lo alto: entonces descubrirá que quizá la necesidad de comprender se parece mucho a la idea de trazar el mapa de las aguas y que ese mapa es la comprensión del mundo. Pero ¿quién posee tal mirada como para trazar el mapa de las aguas?

Este paso de mirar el pueblo a mirar el mundo es una excelente imagen del desenvolvimiento del personaje. Sin embargo, el mapa de las aguas es una utopía, un deseo, una imagen que la propia imaginación es capaz de enviarnos, pero cuya resolución es la vida de cada uno. El personaje, que trata de entenderse y de entender lo que lo ha constituido como persona, ve lo que busca: «La vida, supe al fin, o mejor, entendí de una vez, era esa corriente circular, espiral, sempiterna […] el ejemplo del barquito en el mar, cuyo movimiento era fruto de la interacción de todas las fuerzas que intervienen, desde el motor o el viento a cada una de las olas: para saber su rumbo preciso […] bastaría con sacar el mapa exacto de las aguas».

Pero el personaje se encuentra en la orilla, a ras de suelo, ha lanzado una piedra que salta, chap, chap, sobre la superficie, y todo se ha puesto en marcha, como la mariposa que agita las alas en un extremo del mundo y provoca un terremoto en el otro. Su imaginación, su experiencia, su memoria, su deseo… le permiten elevarse y tratar de entender, de trazar el mapa. ¿Cuándo concluye el mapa? Con la muerte, sólo con la muerte. El mapa es la vida. El viejo conflicto entre realidad y deseo vuelve a ser expresado.

Este sugestivo planteamiento, en el que la escritura no regatea esfuerzos a la ambición, se enreda varias veces en sí mismo, lo que no es necesariamente un demérito de la obra sino, en este caso, una muestra de la magnitud del intento. En la novela de García Galiano, sin embargo, hay excesos: desde la dificultad de concordar la primera parte con las cuatro restantes hasta la inverosimilitud de la posición final del narrador, pasando por un exceso exhibicionista de cultura de época y de insistencia en hacer trascendentes por el tono del discurso anécdotas que se agotan en sí mismas –sobre todo en el último capítulo de la novela, en el que las explicaciones al final agobian y las anécdotas redundan–. Pero ¡qué brío y qué decisión a la hora de narrar! Es verdad que el narrador es, en algunas ocasiones, autocomplaciente e insistente y a veces no jerarquiza hechos y efectos sino que los empantana. Ahora bien: esa idea de que el deseo de saber es un trabajo de la memoria, que se enreda en la circularidad del tiempo para entender el presente que mueve el deseo, revela una concepción de la escritura que se sitúa en el gran plano de la creación. Que una primera novela sea excedida por su propia ambición no es un problema; que su composición contenga el ímpetu, los elementos y los hallazgos de una verdadera creación es un motivo de júbilo.

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