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El regreso del mal

EL PACTO DE LUCIDEZ O LA INTELIGENCIA DEL MAL

Jean Baudrillard

Amorrortu, Buenos Aires

Trad. de Irene Agoff

CIENCIA DEL BIEN Y DEL MAL

Javier Echeverría

Herder, Barcelona

598 pp.

33 €

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Si nuestra época parece haber redescubierto el problema del mal, a raíz de algunas recientes manifestaciones históricas del mismo, llamativas por su aparente novedad, es sólo a condición de haberlo olvidado previamente: como si unos cuantos años de relativa calma mundana fueran suficientes para arrumbarlo en un rincón y proclamar su obsolescencia. Y, ciertamente, parecíamos haber abandonado una categoría tan primitiva después de liquidar –positivismo y estructuralismo mediante– al sujeto que la ponía en práctica, reduciendo sus expresiones sociológicas a la condición de efectos colaterales de una educación ineficiente: declarada la muerte del sujeto, inexistente el mal propiamente dicho. Sin embargo, la reflexión sobre la idea del mal, como ocurrencia irreductible a ninguna otra causa, vuelve a estar de actualidad; o eso pareceSirvan como ejemplo de este renovado interés las obras de Rafael del Águila (La senda del mal, Madrid, Taurus, 2000) o Rüdiger Safranski (El mal o el drama de la libertad, trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Tusquets, 2005).. Y ello para confirmar, entre otras cosas, que este pensamiento es un pensamiento incómodo, precisamente por su recalcitrante ubicuidad y por pertenecer a un reducido conjunto de problemas filosóficos radicalmente insolubles, demasiado tributarios de una metafísica condenada, desde hace tiempo, a las regiones periféricas del saber.

Es en el marco de este renovado interés por tan venerable tema que coinciden en nuestras librerías dos obras que, desde presupuestos y con intenciones diferentes, se atreven a abordarlo. Ninguna de ellas, conviene advertirlo, lo hace a la manera clásica; ambas, por el contrario, aspiran a superar el viejo tratamiento moral del mal y se adentran –con éxito desigual– en nuevos territorios. Y ello a pesar de que, en principio, no parece poder establecerse un vínculo significativo entre los dos autores: Jean Baudrillard, recientemente fallecido, es uno de los principales heraldos de la posmodernidad, en su caso defendida en trabajos que oscilan entre la filosofía y la sociología, con un sello marcadamente francés y empeñado en postular la desaparición de la realidad a manos de su simulacro; Javier Echeverría, por su parte, y entre otras cosas, es un filósofo y matemático especialmente interesado en las consecuencias que la ciencia y su tecnología tienen sobre el sistema social. Si bien se mira, no obstante, ambos han cultivado un sostenido interés por las transformaciones que la ciencia y su ideología producen en la realidad y sobre nuestra percepción de la realidad: digamos que la hiperrealidad del francés tiene lugar –ella sí– en la Telépolis del español. Sus respectivas investigaciones sobre el problema del mal no son, entonces, en absoluto intempestivas, como podría parecer a la vista de las preocupaciones que ambos han venido cultivando. No lo son, porque ninguno de los dos concibe el mal como una suerte de fantasma en la máquina de la modernidad: ambos proceden a neutralizar la categoría del mal mediante su naturalización. Y acaso ahí terminen sus semejanzas.

Sin embargo, puede que estas dos obras tengan algo más en común, a saber: cierta inclinación al exceso. Aunque son excesos distintos, desde luego: lo que en Baudrillard parece ser una irreprimible querencia por la oscuridad, en Echeverría es un espíritu sistemático que aspira a la máxima claridad, de manera que, podría decirse, uno dice menos y otro más de lo que debe, al margen de que eso sea exactamente lo que cada uno quiera decir. Tal vez por eso, aunque no sólo por eso, la obra de Echeverría presenta un mayor interés, sin desdoro de que este Baudrillard sea de lectura obligada para sus defensores, que posiblemente encontrarán en la obra lo que buscan –a la manera de ese derecho narrativo del que hablaba Sánchez Ferlosio, del que serían titulares aquellos lectores que esperan encontrar en una obra ciertos lugares comunes y ninguna cosa más–. En ese sentido, rara vez se subraya la facilidad con que la escritura críptica de Baudrillard et alii se presta a la caricatura, quizá porque esa caricatura no está demasiado lejos de la ininteligibilidad. Por ejemplo: «Abreacción violenta ante la Realidad Integral: contratransferencia negativa» (p. 42). ¡Glorioso! El problema es que no es agradable tener que luchar contra un libro para dilucidar su sentido; sin embargo, también cabe reconocer el mérito de sostener una obra entera con esos mimbres sin desfallecer ni un momento: en eso nuestro hombre era un virtuoso. Distinto es el caso de Echeverría, cuya escritura es diáfana y elegante; sin embargo, se tiene la impresión de que su obra podría haber sido más sintética, a la vista de las numerosas reiteraciones de sus argumentos principales y de largos pasajes en puridad innecesarios para la aprehensión de su sentido global, circunstancias que hacen su lectura fatigosa por momentos: nostalgia del ensayo.

Sea como fuere, la ocasional grandilocuencia del proyecto de Echeverría va de la mano de su ambición: fundar una ciencia del bien y del mal no es un empeño cualquiera. Tampoco es casual el acento científico, por oposición al moral, que lo caracteriza. Sostiene el autor que la ética debe refundarse para poder pensar más rigurosamente el bien y el mal, sin las limitaciones impuestas tradicionalmente por la moral antropocéntrica. Residen aquí simultáneamente el atractivo y el riesgo de la propuesta de Echeverría, quien se marca como objetivo alumbrar una ciencia naturalizada del bien y del mal, esto es, una ciencia que se aleja de las concepciones idealistas y no se subordina al ámbito del sein humano, para pasar a extraer los valores de la propia naturaleza. Existen, dicho de otra manera, bienes y males naturales que son anteriores a la ética y la religión; esos bienes y males se encarnan en la naturaleza, lo que desaconseja, a juicio del autor, restringir el estudio de los bienes y los males a la esfera de la humanidad; hay que dar, insiste, un paso más allá. Esta tesis central es la clave de toda la obra, su entraña misma; de su aceptación o rechazo depende también, por consiguiente, que sus conclusiones se juzguen rompedoras o banales. Y este planteamiento, sobre el que volveremos enseguida, se desarrolla en tres actos: una teoría sistemática del bien y del mal, donde se justifica el enfoque adoptado; un largo comentario a la obra de otros autores, desde Aristóteles hasta Leibniz, pasando por Husserl y García Morente, que sirve como glosa del acto anterior; y una exposición more geometrico de la ciencia del bien y del mal, con sus correspondientes teoremas, modelos y subsistemas, a modo de severa sistematización del conjunto de la investigación.

La ciencia del bien y del mal aquí propuesta adopta como premisa principal la insuficiencia de la ética tradicional para dar cuenta de una axiología compleja que no podemos explicar a través de las categorías habituales. Esta insuficiencia responde, principalmente, a la incapacidad de la moral antropocéntrica para reconocer sus propias lagunas. Más exactamente: que no hay bienes y males absolutos, sino sistemas plurales de bienes y males, relativos histórica y culturalmente; que esos bienes y males no se circunscriben al ser humano, sino que deben incluir al mundo natural; que la unidad del sujeto es un mito y su correspondiente fragmentariedad tiene consecuencias axiológicas; y que, además de los valores morales, existen otros tipos de valores, como los colectivos, los simbólicos, los artificiales e incluso los post mortem, como –sic– una herencia conflictiva. Todo es susceptible así de ser clasificado como bien o como mal, e incluso algo puede ser simultáneamente un bien y un mal en función de la perspectiva que se adopte: la lluvia que salva la cosecha pero, en sobreabundancia, daña a algunas especies; la violencia que mantiene un orden político legítimo, pero también impone uno tiránico; y así sucesivamente. Para ilustrar su planteamiento, el autor conduce una serie de experimentos narrativos, en los que su primera persona se encarna en distintos miembros del mundo vegetal, animal y humano, relatando las condiciones en que se desarrolla su vida y los bienes y males constitutivos de la misma: desde las plantas, hormigas, abejas, golondrinas, rapaces, chimpancés, cavernícolas y crías hasta Edipo e incluso Eichmann. Son fragmentos ingeniosos, cuyo objeto es persuadir al lector de que la naturalización de la ética que sostiene la construcción teórica del autor va en la dirección correcta. De hecho, se ha señalado ya que es aquí donde reside su centro; pero no es un argumento pacífico.

Que los bienes y los males no sólo se digan, sino que también se experimenten y se sientan, no es para nuestro autor una constatación cualquiera, sino la invitación a descubrir en la naturaleza un cuerpo de valores susceptibles, a su vez, de manifestarse en forma de bienes y males que han de ser objeto de su ciencia –precisamente– naturalizada. Los modos de decir aristotélicos deben ser complementados mediante categorías más amplias, como son los modos de hacer y los modos de sentir, a su vez subsumibles en la más amplia noción de modos de vivir. Se sostiene así que cada modo de vida expresa en sí mismo un conjunto de valores; y esos valores reflejan lo que sea bueno o malo para la continuidad y el florecimiento de ese particular modo de vida. No se trata, sin embargo, de proposiciones morales deducidas del mismo, sino que los valores se encarnan en el ser vivo con independencia de que sean formulados o no:
 

[…] en el mundo animal, los valores básicos tienen una expresión orgánica. Quiere ello decir que los órganos corporales posibilitan la satisfacción de los valores básicos. Contrariamente a lo que suele pensarse, en la naturaleza proliferan los valores. […] Los cuerpos animales tienen una encarnadura axiológica (p. 45; la cursiva es del autor).
 

De manera que algunos cuerpos animales disciernen lo que es bueno y malo para ellos; tienen un juicio sin enunciado. Es verdad que Echeverría reconoce que sería un error proyectar valores humanos sobre tales comportamientos, pero añade que la conducta de los animales no está absolutamente prefijada por su instinto: las hormigas, por ejemplo, se comunican entre ellas y encarnan valores sociales, no sólo naturales. Las acciones de los animales se basan en valores: los valores no son sólo conceptos, sino también acciones. Se dice: «Cada acción voluntaria de un animal es un juicio de valor» (p. 159; la cursiva es mía). Desde este punto de vista, el engaño que perpetra el camaleón es visto como una acción voluntaria. Y se cuadra el círculo: si hay valores en la naturaleza y los valores son acciones, las acciones naturales son expresión de valores. Es, desde luego, un planteamiento atractivo. Sin embargo, no está claro que, en su propósito de subrayar la animalidad del ser humano, el autor no haya procedido, más bien, a encontrar un exceso de humanidad en el mundo natural. Y eso que el autor es consciente de que ese mismo mundo natural no es ningún paraíso, sino el escenario de un conflicto permanente de múltiples bienes y males.

Sucede que es la propia línea divisoria entre humanidad y naturaleza la que se pone aquí en juego, con la intención no tanto de extender la moral humana al mundo natural, cuanto de naturalizar esa misma moral: camino inverso al que suelen seguir, por ejemplo, los defensores de los derechos animales. ¡No igualar por arriba, sino por abajo! Se siente uno tentado a aceptar la idea de que los valores básicos adoptan una expresión orgánica en el mundo natural, porque posiblemente sea cierto: que las criaturas que poblamos ese mundo poseamos una forma determinada no es casual, sino que constituye la respuesta evolutiva a las condiciones en que se desarrolla su existencia. Sin embargo, esos valores básicos resultan ser tan básicos que apenas llegan a ser valores. ¿Qué utilidad tiene hablar de valores en un sentido tan amplio? Cuando se sostiene que las acciones animales expresan valores, en esa acción se pone algo más de lo que hay; y el excedente es, claro, el valor mismo. Porque el mundo natural no está animado por valores, sino por necesidades; y sus acciones son función de esas necesidades, no expresión de un valor, salvo que procedamos a adoptar una acepción de valor que simultáneamente lo inutiliza para fines más sofisticados –más humanos–.

No se trata aquí de defender nada parecido a unos privilegios exclusivos de nuestra especie; sólo constatar que las cualidades emergentes de la evolución humana nos han separado de la naturaleza –sin arrancarnos del todo a ella– de manera definitiva. Ya veremos qué queda de la libertad humana cuando la investigación neurocientífica concluya su tarea; mientras tanto, en cambio, un hombre sabe que engaña y un camaleón desconoce lo que hace. En su reciente obra sobre este mismo tema, Giorgio Agamben citaba al ecólogo Jacob von Uexküll, quien apuntaba a la ausencia de un mundo único para todos los seres vivos: los animales sólo reaccionan a los estímulos propios de su mundo y permanecen ciegos a todo lo demás; de hecho, los animales son su relación funcional con el entorno, viven por y para ellaVéase Giorgio Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal, trad. de Antonio Gimeno, Valencia, Pre-Textos, 2007; p. 55. Yo mismo reseñé este trabajo en Revista de Libros, núm. 131 (noviembre de 2007), p. 35.. Obsérvese que esta descripción del animal ciego al mundo y abierto únicamente a sus estímulos de especie es antagónica con la rica y simpática narración en la que Echeverría adopta sus voces, en los citados experimentos o «invitaciones al ser»: ser hormigas, abejas, etc. Es dudoso, por tanto, que podamos hablar de valores –de bienes y males– en el sentido, por así decirlo, en que aquéllos tienen sentido: los valores naturales son una observación humana. Y de ahí que una axiología naturalizada como la aquí propuesta pueda tener sentido para iluminar el fundamento evolutivo de los valores humanos y de las necesidades animales, pero es más dudoso que pueda servir de base a una ciencia totalizadora del bien y del mal que no distinga entre unos y otros. Sobre todo, porque no acaba de entenderse la utilidad de una tal ciencia si su forma de concebir bienes y males prescinde de la moral tradicional hasta el punto de que será bueno aquello que contribuye al florecimiento de un individuo, de la especie o de una u otra parte del mundo natural, mientras que será malo aquello que lo obstaculiza: mucha alforja para tal viaje.

Esta sobreabundancia es patente en la última parte de la obra, donde se propone una teoría axiomática del bien y del mal que declara combinar las ciencias formales, las empíricas y la filosofía, con un objetivo teórico y práctico. Se llegan a distinguir doce subsistemas de bienes y males y, a su vez, varios modelos de racionalidad axiológica. La sistematización expresa a la vez las virtudes y los límites del proyecto, porque si bien contribuye indudablemente a iluminar la potencial diversidad de los bienes y males que pueblan el mundo, lo hace a través de una naturalización que limita la utilidad de esos hallazgos –al privarnos de los instrumentos que nos permitirían deducir reglas de razón práctica para enfrentarnos a ellos–. Por ejemplo, si un crimen es a la vez desdichado para la víctima y felicísimo para los gusanos que corroerán el cadáver, ¿cómo juzgarlo decididamente un mal y no, asimismo, un bien? Es verdad que el autor afirma que su propósito es cognoscitivo y no moral, pero cuesta entender cuáles sean los beneficios cognoscitivos de concluir que la lluvia hace el bien de las plantas y el mal de las hormigas. Esta antropomorfización involuntaria –que resulta de la narración a la manera humana de las dichas y desdichas animales– servirá, quizás, a quienes deseen sostener una posición biocéntrica o ecocéntrica, si bien la naturalización y la moralización parecen ir en direcciones distintas. Y ello porque, si todo es natural, también lo es nuestra apropiación del entorno; sin embargo, si queremos dar un mayor contenido moral a nuestra relación con el mundo natural, no podemos abandonar –pleonasmo en marcha– la ética humana. No obstante, estas críticas no agotan el debate propuesto por un libro arriesgado, cuya lectura compensa el esfuerzo que demanda.

En cambio, la obra de Jean Baudrillard acaso sea lo contrario, es decir, una obra que no asume riesgo alguno pese a ponerse el gastado disfraz de la provocación. Y no los asume, porque se limita a continuar con el discurso habitual de su autor, en este caso aplicado a una confusa concepción del mal puesta en relación –también confusamente– con su tema predilecto, esto es, la sustitución de la realidad por su simulacro. Tal es el punto de partida: «La desaparición de Dios nos ha dejado frente a la realidad. ¿Qué ocurrirá con la desaparición de la realidad?» (p. 13). Esta desaparición de lo real, tan habitual en la tradición filosófica francesa que uno sospecha que la realidad tenga contornos diferentes más allá de la frontera, se produce a manos de la realidad virtual. Y es ésta la que nos condena, parece ser, a un exceso de realidad cuyo resultado es la muerte metafísica de lo real. Es claro que la manía de la duplicación filosófica de lo existente, que Clément Rosset viene denunciando en su obra, alcanza en Baudrillard su apoteosis. A juicio de éste, el fin de la trascendencia nos habría hecho insoportable el mundo, empujándonos a sustituir el mundo natural por uno artificial «por el cual no tendremos que rendir cuentas a nadie» (p. 27). Bien; pero ¿no es más razonable pensar que el proceso humano de apropiación de la naturaleza es tan antiguo como nuestra presencia sobre la tierra y que se explica antes en términos de evolución que en términos de psicoanálisis? Sea como fuere, se nos informa luego de que esa realidad escamoteada no es más que una ilusión, el producto del proyecto moderno de objetivización de la realidad –ilusión subjetiva que tiene su contraparte en la ilusión subjetiva de la libertad humana–. De hecho, la tarea de la filosofía es desenmascarar esa ilusión, entre otras cosas, porque «el mundo no existe para que nosotros lo conozcamos» (p. 34). Y es cierto: el mundo no existe para ningún fin concreto. Pero el hombre conoce el mundo y el conocimiento humano del mundo funciona: la superstición filosófica debería a veces rendirse ante la grosera evidencia práctica.

Pues bien, ¿de qué manera se ve el mal afectado por este proceso de supresión de una realidad, a su vez, incognoscible? Baudrillard presenta aquí las ideas más interesantes de la obra, aunque, por desgracia, no puede decirse que sean originales: antaño considerado un principio metafísico o moral, atribuimos hoy al mal una realidad objetiva que nos permite también aspirar a suprimirlo objetivamente –por ejemplo, mediante la manipulación genética o la educación–. La idea de que el hombre es culturalmente perfectible nos impide pensar en el mal qua mal; convertimos su ocurrencia en una desgracia y perdemos de vista que el mal es una potencia original: «El Mal es el mundo tal como es y como ha sido» (p. 138). Afirmada esta cualidad primitiva del mal, sin embargo, el autor parece perderse en un conjunto de afirmaciones sin un sentido claro, que su programa práctico ilustra suficientemente: «Al contrato moral que nos liga a la realidad hay que oponerle un pacto de inteligencia y lucidez» (p. 40). ¿En qué consiste semejante pacto? No es posible averiguarlo con precisión, aunque Baudrillard sí tenga claro cuál es su utilidad: combatir el exceso de libertad que ha provocado la perdición del hombre contemporáneo. Paradójicamente, el autor no tiene empacho en afirmar después que ese mismo hombre desea eximirse de todas las coacciones sociales y legales. ¡Hacia la acumulación como método filosófico!

Esta suerte de libre interpretación abstracta de asuntos variopintos domina el tenor de la obra hasta el final, sin que quede claro su sentido más allá de las ideas expuestas. Así, Baudrillard proclama que los acontecimientos ya no suceden en la historia, sino más allá de su final, jugando con las distintas versiones de la tesis del fin de la historia; apunta a que hoy en día tenemos el acontecimiento de la información, pero no la información del acontecimiento; y, en confesa paráfrasis de Brecht, concluye que «el terrorismo se compone, conjuntamente, de terrorismo y antiterrorismo» (p. 159). Desde luego, reluce aquí el gusto posmoderno por la paradoja, pero no puede decirse que con éxito: su proliferación desemboca en la banalidad. Asimismo, se formulan algunas tesis chocantes, como aquella según la cual Internet simula un espacio mental de libertad y descubrimiento, o la que afirma que todos somos virtuales rehenes del poder. Su aparente contundencia esconde una alarmante debilidad, porque parecen más el fruto del ingenio que de una reflexión ordenada: cuando uno adquiere un billete de avión en la Red, no ha simulado hacerlo, ni viaja sin necesidad de pasaporte por el continente europeo en condición de rehén potencial del poder. Y no puede replicarse que la fuerza de la metáfora radique en su carácter figurado, porque sus aporías tienen un marchamo bien literal, salvo que procedamos a entenderlas como literatura y no como filosofía.

¿Qué nos dicen estos libros sobre el mal, entonces? Pues nos lo dicen todo y no nos dicen nada. A su manera, tanto Baudrillard como Echeverría ponen en cuestión el orden epistemológico de la modernidad y aspiran a superarlo –uno en la dirección del canon posmoderno, el otro en línea con una tardomodernidad que tiene en la consideración política del mundo natural uno de sus rasgos característicos: desde la sociedad del riesgo hasta el Proyecto Gran Simio–. La familiaridad entre ambos autores es apreciable en la operación naturalizadora que los dos llevan a cabo mediante su concepción del mal, operación tan sencilla como dar un paso atrás: distancia positivista en el caso de Echeverría y literaria en el de Baudrillard. Si el primero juzga que bienes y males están inscritos en el orden natural y son relativos a los sistemas morales que los juzgan, es difícil dar con un concepto manejable del mal; el segundo, por su parte, contempla el mal como una fuerza constitutiva que no entiende de distinciones ulteriores, llamando a su simple aceptación. Ya he señalado más arriba que la pormenorizada investigación de Echeverría abre caminos sugerentes para la comprensión de la realidad –esa misma realidad a la que Baudrillard niega toda posibilidad de existencia–. Sin embargo, eso no lo libra de incurrir en contradicciones que ponen en cuestión el alcance práctico de su propuesta; frente a ello, la elevada por Baudrillard es tediosamente abstracta, entre otras razones porque se formula desde un lugar que ella misma juzga imposible: un reducto de racionalidad en medio de una realidad evanescente. Ninguna de estas obras, naturalmente, podía terminar con un tema inagotable; sólo el futuro dirá, en cambio, si el camino que exploran con desigual acierto tendrá o no continuidad.

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