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El mal de las horas

LA VOZ CANTANTE

Eloy Tizón

Anagrama, Barcelona

202 pp. 13 €

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Se ha convertido casi en lugar común saludar en cada nuevo libro de Eloy Tizón su originalidad y su arriesgada propuesta de innovación. La crítica se siente cómoda con este tipo de fórmulas que expresan una verdad inobjetable al tiempo que la erosionan con la repetición ritual. La solidez de las obras es el único baluarte desde el que el escritor puede defenderse de ese desgaste en el que tantas veces se cifra la permanencia o la fugacidad de su nombre en los panoramas de actualidad o incluso en los que aspiran a la posteridad. Por suerte para Tizón, su narrativa dispone de las suficientes cualidades para desprenderse de las etiquetas elaboradas para mayor molicie de la crítica, incluidas las de «joven promesa» o «raraavis» que, trece años después de Velocidad de los jardines, siguen siendo las más reiteradas explícita o larvadamente.

Sin embargo, sí es verdad que la narrativa del autor madrileño tiene algo de isla, y no sólo por su autonomía, por su discreta indiferencia hacia los grandes continentes literarios.También su forma de transformarse tiene algo de insular, como esas especies recluidas en un microcosmos tropical cuya evolución, preservada del desembarco de inquilinos extraños, acaba dando resultados distintos a la de sus hermanos continentales. De forma similar, el mundo literario de Tizón parece moverse siempre en las mismas coordenadas al tiempo que va experimentando derivas y mutaciones no menos perceptibles.

Ejemplo de esta síntesis de permanencia y cambio es la novela que ahora nos ocupa, tan cercana y tan distinta a la anterior, Labia (2001). La proximidad se sustenta en el punto de partida, un personaje que recupera el pasado a través de la narración, una inmersión en la memoria con el fin de encontrar el hilo conductor de los pasos, si bien en realidad no importan tanto las certezas como la luz que pueden arrojar los extravíos. El narrador de Labia descubría así que su identidad se había forjado en la vida vicaria de la imaginación, en los relatos oídos o inventados. El de La voz cantante, por el contrario, sólo cuenta con su propia experiencia biográfica, a la que somete a una relectura selectiva, pues está convencido de que el significado de toda una vida se atisba en unas cuantas miradas, en algunos encuentros o situaciones que nos transforman, nos salvan o nos condenan. Gabriel Endel pasa así revista a ciertos momentos que, vistos desde el retiro estoico de la senectud, adquieren el rango de epifanías.Todas ellas forman, en la distancia, un friso en el que se representa su batalla con el diablo. Ésta se inaugura en la infancia, cuando el niño Endel percibe su presencia durante la decapitación de una gallina, y acaba en las postrimerías otoñales, cuando los ojos de un pasajero del metro ratifican que los dominios del maligno se extienden hasta el final. Entre un encuentro y otro el relato da cuenta de otros no menos determinantes: el que tiene lugar sobre la cornisa en que Endel arriesga su vida en una apuesta gratuita; el que sucede tras hurtar su cuerpo a un desplome y, muy especialmente, el que acaba con su historia de amor con Mónica Friser, a la que se consagra la mayoría de las páginas de la segunda parte.
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A pesar del insistente asedio al tema por parte del narrador, resulta difícil elaborar una síntesis coherente y una interpretación no demasiado libre que den cuenta de lo que significa realmente el diablo o el mal en este libro. La cita inicial de Italo Svevo ayuda, sin duda, a confirmar la sospecha de que hay una identificación del mal con el tiempo, entendido como condena irremisible donde la aspiración a la libertad se reduce a un juego que sólo se puede perder.Y, ciertamente, la cadena de momentos reveladores que constituye el armazón del relato no deja de ser una sucesión de apuestas con el demonio que conducen hacia la derrota definitiva con el fracaso en el amor, ese refugio que parecía inmune a la sentencia del tiempo. Hay, por tanto, un cierto fatalismo en esa visión de la experiencia del tiempo, aunque desde luego media una gran distancia con la gran épica del mal que inventan los románticos. Muy lejos de una visión grandilocuente de ese conflicto,Tizón elige un campo de batalla más íntimo y cotidiano donde el enemigo se parece más a una sombra intuida que a un gigante, y sus golpes, amortiguados, producen heridas que se confunden sospechosamente con las de cualquier fracaso modesto. El mal aquí son las horas, el tedio ante la perspectiva del domingo, un padre autoritario que persigue a los amantes en su huida, hasta envenenar sus sueños: Mefistófeles se viste de magnate cazador, y el contrato de la perdición se firma bajo la supervisión de una cohorte de abogados. La presencia insidiosa del mal es, en definitiva, una cárcel cuyas rejas sólo se dejan percibir por una mirada como la de Endel, que pertenece a esa estirpe de indagadores en la bruma de lo cotidiano, hiperestésicos lúcidos y artesanos de fragilidad que pueblan las ficciones de Eloy Tizón.

Ese «tono menor» que rebaja las expectativas de titanismo asociadas a la tradición de la literatura del mal es uno de los principales atractivos de la novela. En gran medida el acierto de Tizón estriba en no haber modificado sustancialmente los principales rasgos del lenguaje, la construcción narrativa o el empleo de la imaginación presentes en sus anteriores novelas. Persiste, pues, la misma tendencia a la dispersión estructural que obliga a practicar una lectura diferente en la que los silencios y la recurrencia de las imágenes forman parte indisociable de la trama. Se trata de una escritura en la que se hacen presentes las aspiraciones y la naturaleza del poema, en la misma medida que las del relato breve. Con todo, este aparente fragmentarismo se ciñe ahora a unos cauces algo más rígidos y convencionales, pues el narrador de La voz cantante se sujeta en última instancia a la rememoración autobiográfica con la clara voluntad de explicar su claudicación, esa especie de letargo invernal al que ha reducido su existencia para eludir su derrota ante el diablo. La novela presenta así una estructura argumentativa de corte clásico (picaresco, se podría decir, si el adjetivo no resultara algo exótico) pero dotada de una notable libertad en cuanto a la selección de los materiales de que se ocupa y a la atención que se les dispensa. En este último punto es, quizá, donde reside el aspecto más discutible de la novela. Me refiero a la segunda parte y, concretamente, al desarrollo de la peripecia de Endel y Mónica Friser, en la que se han invertido más páginas prescindibles y más reiteraciones de las que convienen al relato de una pasión amorosa tan determinante para la biografía del protagonista. Por otro lado, resulta difícil casar convincentemente la intensidad de ese relato con el tono mucho más mesurado y secreto de la primera parte o de los últimos capítulos. Con todo, estas presuntas flaquezas son perfectamente discutibles en el contexto donde se alojan: una forma de narrar que propone sus propias reglas, transformándolas a lo largo de la obra en un juego de convenciones y rupturas que hacen de la literatura de Tizón uno de los experimentos más interesantes y consolidados de nuestra narrativa actual.

 

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Ficha técnica

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