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Terrible espectador

El lugar del espectador

MICHAEL FRIED

La balsa de la Medusa/Visor, Madrid, 276 págs.

Trad. de Amaya Bozal

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Michael Fried es uno de los historiadores del arte occidental más controvertidos del último cuarto de siglo, y resulta sorprendente que ninguna de sus obras haya sido publicada antes en España. Aparece ahora en La Balsa de la Medusa el primer volumen de su trilogía centrada en la pintura francesa de los siglos XVIII y XIX : a El lugar del espectador (1980), obra ya clásica, seguirán las traducciones de Courbet's Realism (1990) y Manet's Modernism (1994). Crítico de arte en los sesenta, discípulo de Clemente Greenberg, su voz fue de las primeras en alzarse contra la retórica soterrada y los dobleces ocultos tras la aparente sinceridad del minimalismo en Art and Objecthood (1967), un ensayo polémico e imprescindible para tratar las cuestiones planteadas en torno al arte de los sesenta y de los setenta Michel Fried, Art and Objecthood. Reeditado por University of Chicago Press, Chicago, 1998. . La obra mantiene su vigencia, aunque treinta años después Fried se muestra aún más pesimista que entonces en cuanto a la situación del arte actual, en el que observa «la mayor infusión de teatralidad imaginable» «Looking back on the buzz», Johns Hopkins Magazine, junio 1998. . Esa «teatralidad» (theatricality) de la producción artística es un concepto clave para el autor, a quien interesan, ante todo, los posibles modos de relación entre la obra plástica y el espectador. De hecho, desvincula esa cuestión del contexto histórico y hace de ella la vara con que medir la calidad del arte de su época –o de cualquier época–. Peca de teatralidad toda obra que se relaciona de forma tramposa con el observador, coartando la libertad de su mirada y forzando el modo en que desea ser vista. Es sinónimo de afectación, de exasperada conciencia de sí frente a lo otro, de banalidad, en último término, y resulta tan perceptible en el barroco triunfal o el rococó como en la mayor parte del arte contemporáneo. A la teatralidad de ciertas producciones del pasado –y al histrionismo de muchas de las actuales– Fried opone las cualidades del «ensimismamiento» (absorption), rasgo que necesariamente habrá de adoptar la obra si pretende salvar ese abismo que se abre siempre entre contemplador y contemplado y la hace irremediablemente extraña. La pintura ensimismada pretende llegar a ser una «ficción suprema» en la que todos los elementos resulten tan necesarios como lo son en la propia naturaleza. Finge prescindir del espectador y, paradójicamente, le ofrece así la posibilidad de mirar con absoluta libertad, sin la incómoda sensación de que se cuenta con esa mirada. (Habría que preguntarse si al pedirle a la obra que haga como si ese espectador no existiese no estaríamos simplemente exigiendo un grado aún más refinado de artificio). Dando tácitamente por supuesta la familiaridad del lector con sus ensayos críticos anteriores, Fried se detiene muy brevemente en el desarrollo de ambos conceptos, y su verdadera significación no queda del todo aclarada. Pasa rápidamente al análisis de cuadros y textos del período que le interesa y propone paralelismos conscientes entre la pintura francesa de la segunda mitad del siglo XVIII y el arte contemporáneo. Detecta ya en los cuadros de Greuze, Vernet o Vien (autores a los que frecuentemente se ha tachado de «sensibleros» y de «anecdóticos») esa voluntad de ensimismarse y dos medios alternativos de llevarla a cabo: la introducción del espectador en la obra –transformada así en ambiente de forma más sutil que algunos de los más toscos environments contemporáneos– o el olvido voluntarioso de su presencia. Fried arriesga mucho en su estimulante reinterpretación de esas obras. Llevado del afán expreso de localizar en ellas «la prehistoria de la pintura ––o del pensamiento pictórico– moderno» fuerza un tanto la visión de lo que los artistas quisieron decir. Para él, cuadros tenidos por modelo de irritante moralina pictórica (La piedad filial o El hijo ingrato de Greuze, por ejemplo) son, en realidad, sofisticadísimas muestras de una pintura ensimismada en el dramatismo de su propio contenido, más dispuesta a ignorar al posible espectador que a tratar de conmoverlo. En algunos casos sus argumentos son de una frescura convincente; en otros rozan lo funambulesco (como en su análisis de Le baiser envoyé, de Greuze: puede llegar a pensarse que, en último término, para Fried será ensimismada toda obra que muestre a sus personajes ocupados en cualquier actividad que no sea la de hacer muecas al espectador), pero nunca dejan de ser expuestos de forma admirable.

La Balsa de la Medusa ha seguido el ejemplo de la edición francesa y ha cambiado el título original (Absorption and Theatricality. Painting and Beholder in the Age of Diderot), quizá críptico para el lector no anglosajón poco habituado a los términos empleados por Fried en su crítica de arte. Pero el título español olvida mencionar a Diderot, inspiración y piedra angular del libro (en la introducción se afirma que el conjunto de la investigación «no sería más que mera especulación si no se apoyara en las pruebas que aportan los escritos de Diderot»). Es lamentable que gran parte de la estética del pensador francés permanezca sin traducir al español, pese a su importancia como origen de concepciones artísticas que han llegado hasta nuestros días. Conviene, al menos, tener cerca la selección de sus Escritos sobre arte realizada por Guillermo Solana Denis Diderot, Escritos sobre arte, ed. de Guillermo Solana, Siruela, Madrid, 1994. ––no estaría de más junto a ellos la lúcida aproximación a la figura de Diderot que es La paradoja del primitivo de Félix de Azúa Félix de Azúa, La paradoja del primitivo, Seix-Barral, Barcelona, 1983. – y tener así la oportunidad de conocer de primera mano el pensamiento del filósofo francés, interpretado por Fried tan audazmente como los cuadros de sus contemporáneos. Aunque la cuestión de las posibles relaciones entre obra y espectador fue prioritaria para Diderot, no parece que sus textos permitan llegar tan lejos en el desarrollo de posibles tesis implícitas como lo hace Fried, decidido a defender un arte no teatral. Hay que reconocer que el propio autor avisa de su decisión de apretar un tanto las tuercas en un pasaje introductorio muy revelador en cuanto a los peligros de su método interpretativo (que tiene también sus virtudes: gracias a él cobra interés una pintura que, reconozcámoslo, más de una vez nos hemos saltado en los manuales o en el Louvre). En la página 113 leemos: «Intentaré ir un paso más allá en su pensamiento [se refiere al de Diderot], pues su interés por los valores y efectos ensimismados conduce, finalmente, a una concepción alternativa de la pintura y a una visión de la relación entre pintura y espectador que parece antitética a la que exponen sus escritos ––y hasta cierto punto así es–». Este «ir un paso más allá» le permite formular hipótesis muy sugerentes, pero también le hace abandonar en ocasiones la tierra firme de las contingencias históricas que afectaron al propio Diderot. Cuando éste, por ejemplo, describe con toda minuciosidad los bodegones de Chardin expuestos en el Salón de 1765, Fried no tarda en relacionar esas descripciones con el tema de la teatralidad; ve en ellas «acotaciones para una puesta en escena, tableaux vivants», olvidando –o dando por sabido y omitiendo, por obvio, demasiado aprisa– que Diderot estaba ante todo obligado a describir mediante fotografías verbales los cuadros colgados de los muros de unos Salones anuales que sus lectores extranjeros no podían visitar en persona (Solana y Azúa sí se refieren al modo en que Diderot se enfrenta al sentido utilitario implícito en la tradición de la ekphrasis).

La edición, como es norma en La Balsa de la Medusa, es cuidadosa y manejable, pero la traducción presenta errores graves en su versión de los textos franceses incluidos en el libro; aunque acierta en la parte inglesa: sin ir más lejos, en el propio término propuesto como sinónimo de absorption.

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Ficha técnica

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