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El volcán libanés

El Líbano contemporáneo. Historia y sociedad

Georges Corm

Bellaterra, Barcelona

Trad. de José Miguel Marcén

386 pp.

22 €

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El Líbano vuelve a estar en el ojo del huracán. En los últimos años no ha dejado de ser noticia: bien por la salida de las tropas sirias en la primavera de 2005, bien por la devastación de buena parte del país por Israel en el verano de 2006. Pero, sin duda, el acontecimiento que ha encendido todas las alarmas ha sido el asesinato de varios periodistas y políticos antisirios (desde el falangista ministro de Industria, Bashir Gemayyel, hasta el ex secretario general del Partido Comunista, Georges Hawi, pasando por el ex primer ministro, Rafiq Hariri, así como los periodistas Yibran Tueini o Samir Kassir).

La inmersión en la realidad libanesa puede resultar una tarea de enorme complejidad, sobre todo si se carece de las herramientas adecuadas. El propio Georges Corm, autor de El Líbano contemporáneo. Historia y sociedad, reconoce la dificultad de su tarea al manifestar: «Es muy difícil definir el Líbano. Casi siempre se recurre al exotismo y la imagen “tópica”» (p. 28). Es por ello extremadamente útil que, quienes se sientan atraídos por el país de los cedros, se dejen guiar por quien probablemente sea, a día de hoy, uno de sus mejores conocedores: el profesor Georges Corm, economista de prestigio (consultor del Banco Mundial y ministro de Finanzas entre 1998 y 2000) e intelectual de extraordinaria perspicacia (como lo atestigua en sus numerosas obras en árabe y francés, traducidas al inglés, español, italiano y portugués).

El desconocimiento existente en España sobre la obra de Corm, que sólo ha editado en nuestro idioma La fractura imaginaria. Las falsas raíces del enfrentamiento entre Oriente y Occidente (Tusquets, 2004), se corrige en parte ahora con la aparición de este libro en la Biblioteca del Islam Contemporáneo de Edicions Bellaterra, dirigida con sumo acierto por Alfonso Carlos Bolado. La obra es una versión actualizada de Liban: les guerres de l’Europe et de l’Orient. 1840-1992, que a su vez lo era de Géopolitique du conflit libanais.
Aunque ha publicado numerosos ensayos de temática económica y religiosa –entre ellos, Le nouveau désordre économique mondial (1993) o La question religieuse au xxie siecle. Géopolitique et crise de la postmodernité (2006)-, la obra de Corm siempre estará ligada a sus estudios sobre el conflicto libanés y a Le Proche-Orient Eclaté. 1956-2000, su obra magna. En sus mil ochenta páginas desgrana con pre­cisión y clarividencia los avatares del Oriente Próximo desde la guerra de Suez hasta la entrada en el siglo xxi. A pesar de su indiscutible valor (no existe todavía en nuestro idioma una visión de conjunto sobre las convulsiones registradas en esa zona durante el último medio siglo), ninguna editorial española ha asumido el reto de su traducción.

En el prefacio de la obra ahora reseñada, el autor hace toda una declaración de intenciones al señalar dos de sus principales objetivos. En primer lugar, el libro «quiere ser una herramienta de reflexión para comprender los acontecimientos contemporáneos que, desde el siglo xviii, han llevado al país a desgarrarse en varias ocasiones y a estar a menudo colocado bajo la tutela de un tercer país, como ocurrió entre 1990 y la primavera de 2005, cuando Siria, con el consentimiento de Estados Unidos, “vigilaba” la estabilidad del país» (p. 12). En segundo lugar, «quiere ser una contribución al estudio de los conflictos a los que demasiado frecuentemente se tilda de étnicos o religiosos, tanto para ocultar las maniobras profanas que los impulsan como para adecuarse a las modas intelectuales, más que nunca dominadas por lo que se ha dado en llamar antropología de café, cuyas endebles tesis sobre el conflicto de civilizaciones y religiones son la ilustración más reciente» (p. 13).

Como no podía ser de otra manera, buena parte del libro se dedica a la reflexión sobre la denominada especificidad libanesa: su «calidoscópica diversidad» (p. 85). Cristianos (maronitas, griegos, jacobitas, maliquíes, caldeos, siríacos, latinos, protestantes, etc.) y musulmanes (sunitas, chiitas y drusos) componen lo que Arnold Toynbee describió en su día como «un museo de supervivencias religiosas». Tras las revueltas interconfesio­nales de 1860 que desencadenaron el de­sem­barco francés en época de Napo­león III, la región de Monte Líbano adquirió un estatuto autónomo dentro del Imperio Otomano. Fue entonces cuando, como recuerda Ignacio Gutiérrez de Terán, «se sentaron las bases del sistema político libanés de cuotas de participación confesional»Ignacio Gutiérrez de Terán, Estado y confesión en Oriente Medio. El caso de Siria y Líbano. Religión, taifa y representatividad, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid, 2003, pp. 62-63. que, en líneas generales, fue sancionado por la Constitución de 1926 y, con posterioridad, por el Pacto Nacional de 1943El artículo 95 de la Constitución de 1926, todavía vigente, señala: «Las comunidades estarán equitativamente representadas en los empleos públicos y en la composición del ministerio sin que por ello se perjudique al Estado».. Según este reparto, el presidente de la república debería ser cristiano maronita, el primer ministro musulmán sunita y el presidente del Parlamento musulmán chiita. Los diputados, por su parte, debían elegirse en una proporción de 6:5 para garantizar que la Cámara siempre contaría con mayoría cristiana.

Como recuerda Ira Lapidus, el mandato francés (1920-1943) sobre este pequeño país mediterráneo, de poco más de 10.450 kilómetros cuadrados, fo­mentó las querellas confesionales, ya que sus instituciones «fueron diseñadas para reforzar las divisiones sectarias más que para integrar la sociedad libanesa […]. Los partidos políticos fueron expresiones de los jefes o zaims, que eran normalmente terratenientes locales o líderes religiosos que desarrollaron redes de patronazgo sobre la base de su poder político»Ira Lapidus, A History of Islamic Societies, Nueva York, Cambridge University Press, 1999, p. 650.. Un decreto francés de 1936 reconoció un total de diecisiete comunidades históricas diferentes y, como recuerda Corm, a partir de entonces «un libanés no podía existir legalmente ni obtener un pasaporte de su Estado más que si pertenecía a una de las comunidades» (p. 34). Se formó así lo que el autor denomina como «un club cerrado» que asumió el monopolio político: «El feudalismo chiita de la Bekaa y del sur del país, todavía preponderante, el feudalismo druso de Monte Líbano, siempre potente, las personalidades urbanas sunitas de Trípoli, Beirut y Saida, antiguos apoyos del poder otomano y de sus representantes locales damascenos o palestinos, la nueva burguesía maronita, administrativa, de negocios o incluso de profesiones liberales […] y, por último, la burguesía griega ortodoxa se transformó en un club cerrado que gestionaba el país, pero dejó que se desarrollara una atmósfera de libertad» (p. 101).

Este peso del confesionalismo impidió el surgimiento de una identidad nacional libanesa cohesionada y favoreció la irrupción de «discursos violentos, fanáticos, caricaturescos o denigradores de la vida en común»: «Para algunos cristianos, su historia no es más que la de su progresiva sumisión a los musulmanes, que no tendrían ningún tipo de lealtad a la identidad libanesa y serían una “quinta columna” siempre dispuesta a trabajar para el extranjero siempre que sea musulmán. A la inversa, para algunos musulmanes, los cristianos han sido la «quinta columna» del Occidente imperialista en Oriente Próximo; el Líbano no habría sido creado por Francia y despegado de su vecino interior, Siria, más que para ser una cabeza de puente imperialista y garantizar la dominación de los libaneses cristianos sobre los musulmanes del Líbano» (p. 30).

Un aspecto que merece especial atención es la relación del Líbano con Francia. A Francia le reprocha sobre todo el hecho de que «impulsó la emancipación de los maronitas, conducidos por el clero, con la segunda intención de crear un hogar nacional cristiano en la región, susceptible de garantizar la continuidad de su influencia» (p. 94) y no preconizó la separación entre Estado y religión: «Francia no se presentó en el Líbano con sus hábitos laicos, sino como hija predilecta de la Iglesia y, por ello, protectora de los cristianos contra el “fanatismo” de los musulmanes» (p. 35). Ello ahondó las tensiones comunitarias, ya que «la paradoja para el Líbano consistía en el hecho de que […] las comunidades religiosas libanesas ha­bían estado relegadas por el sistema señorial local a un papel estrictamente espiritual. Era una ruptura radical respecto al pasado, que creó ambigüedades ideológicas y constitucionales en las cuales el país aún se debate hoy» (p. 96).
Pero Francia no fue el único actor internacional con ambiciones sobre este pequeño Estado: «Israelíes y palestinos, soviéticos y americanos, sirios e iraníes, franceses, italianos y británicos, chocaron entre sí en este pequeño trozo de tierra y reclutaron a la gran parte de la élite política e intelectual de los libaneses para sus guerras entrelazadas» (p. 33). Es así como se llega a otra de las constantes de la política libanesa desde el siglo xviii, «el arbitraje del extranjero a la menor disputa interna». Esta tendencia lleva a plan­tear­se: «¿Se trata de un pueblo “imposible”, ingobernable, inasequible, siempre descontento de su suerte y que recurre al arbitraje del extranjero a la menor disputa interna?» (p. 30). Quizá por esta razón el autor defina al Líbano como «un Estado blando e inconsistente, siempre atrapado en las redes de las influencias y las rivalidades de las potencias entre sí […]. En ese hervidero de ideas e importantes influencias culturales, de choques geopolíticos y de rivalidades entre potencias es donde hay que buscar el origen de las discordias libanesas» (pp. 32-33).

Es así como Corm acuña el término «la cultura de los cónsules». «En esas rivalidades sin reglas de juego, el recurso al extranjero era un elemento constante, en especial el recurso a las autoridades imperiales extranjeras o a sus representantes locales […]. Hasta el día de hoy, estas fuerzas centrífugas siguen incidiendo en la historia libanesa» (p. 90). En un artículo aparecido en el diario Le Monde, el autor afirma: «El sistema comunitario ha producido también en nuestra “élite” gobernante una cultura política dominante que he denominado “la cultura de los cónsules”, constituida esencialmente por la palabrería y la intoxicación de los diplomáticos extranjeros destinados en Beirut. Quien está familiarizado con los archivos diplomáticos europeos sobre el Líbano comprende que lo que pasa hoy en día en el Líbano no es demasiado ­diferente de lo que ocurrió durante las crisis del siglo xix. Los embajadores de las grandes potencias occidentales están siempre en el centro de la vida política del país, al igual que los cónsules lo estuvieron en el siglo pasado. Una parte de la autoridad de los políticos libaneses depende de sus vínculos, más o menos estrechos, con tal embajada o tal jefe de Estado extranjero, árabe u occidental»Georges Corm, «Sortir du statut d’État tampon?», Le Monde, 18 de marzo de 2005. Véase http://georgescorm.com/fr/articles/articledetail/article17.shtml..

Esta «cultura de los cónsules» es indispensable para entender el ascenso al poder del multimillonario Rafiq Hariri y el devenir de la Segunda República, instaurada tras la firma de los Acuerdos de Taif que, en 1989, pusieron fin a la guerra civil y sentaron una nueva repartición del poder. La labor de Hariri, poseedor de un imperio mediático y elevado a los altares occidentales tras su asesinato, es cuestionada: «El debilitamiento de la comunidad sunita llevó a Arabia Saudí a introducir en los asuntos libaneses al personaje de Rafiq Hariri, tanto para afirmar su influencia sobre todo el Líbano, como para ayudar a la comunidad a recuperar su lugar en el tablero local» (p. 212). A partir de entonces, «el Líbano se convirtió casi en la propiedad de un solo hombre, que transformó profundamente el país en el que ya no contaron más que los valores del dinero, las especulaciones hipotecarias y financieras o las ventas de las más bellas parcelas a los ricos súbditos de los países del golfo arábigo» (p. 258).

Tras su elección como primer ministro, cargo que desempeñó entre 1992 y 2004 (con un breve paréntesis entre 1998 y 2000), formó «una alianza casi sin fisuras entre los jefes de las milicias enriquecidos por la guerra, los nuevos millonarios que habían hecho fortuna durante los años de guerra, en África con el tráfico de diamantes o en la Península Arábiga como agentes de negocios de las familias reales o principescas, y también una gran parte de la burguesía de negocios cristiana tradicional, de la que encarnaba sus antiguos sueños» (p. 261). Su gestión es duramente criticada por el autor, que considera que «hundió definitivamente al Líbano en el círculo vicioso del endeudamiento al que le había llevado la política de reconstrucción» (p. 260) y «ocultó el enorme déficit democrático que caracterizaba a la vida política libanesa en la nueva República» (p. 262).

A partir de 2004, el asesinato de Hariri, la salida de las tropas sirias y la nueva agresión israelí despertaron de nuevo el fantasma de la guerra civil. En una sociedad tan polarizada como la libanesa, muchos consideran que pueden darse las condiciones para una nueva confrontación intercomunitaria. Por eso es útil acudir a la segunda parte –titulada «¿La imposible independencia?»–, en la que se analizan las claves para entender dicha guerra librada entre 1975 y 1990 que fue, al mismo tiempo, una confrontación interlibanesa, palestino-libanesa, árabe-israelí y árabe-árabe, dada la multiplicidad de actores que se vieron involucrados en ella: las diferentes milicias libanesas, los grupos palestinos, las fuerzas armadas israelíes y también otros actores tanto árabes (Siria, Irak, Libia, Jordania y Arabia Saudí, entre otros) como no árabes (en especial, Irán).

Para el autor, «desde el principio estaba claro que el objetivo de la violencia era el de la separación de las comunidades y la destrucción del tejido que las unía» (p. 230). Es en este contexto en el que intervienen la OLP, Israel y Siria: «La OLP se instaló en el Líbano tras su fracaso en Jordania; cayó en la trampa de las rivalidades entre los grupos políticos libaneses y se convirtió en el rehén de las fuerzas israelíes y sirias» (p. 174). Mientras tanto, la ocupación israelí del sur libanés (1978-2000) se inscribía en su proyecto de crear a toda costa «un Oriente Próximo balcanizado en miniestados, cuya única legitimidad fuera el fanatismo religioso sectario» (p. 182). Para Siria, el control del Líbano reportaba diversos beneficios, entre ellos «el control de la resistencia palestina, la creación de un espacio militar adicional en la confrontación con el Estado hebreo y un juego de báscula para mantener el equilibrio entre facciones militares rivales« (p. 195). El resultado fue desolador: «Que dichos núcleos duros de las milicias fueran manipulados por Israel, los movimientos palestinos, Irán y Siria, no admite ninguna duda, pero la manipulación fue finalmente aceptada y asumida por los señores de la guerra libaneses, que obtuvieron sus minúsculos reinos comunitarios edificados sobre la sangre y las ruinas del pueblo» (p. 197).

En cuanto al papel de Irán y, sobre todo, su ascendencia sobre Hezbolá, Corm pasa prácticamente de puntillas, haciendo referencia al decisivo papel de la milicia en la expulsión de las tropas israelíes en la primavera de 2000, aunque matizando que «a los libaneses les gustaría pasar definitivamente la página de la guerra y siguen desconfiando, incluyendo la parte de la comunidad chiita que no está bajo su influencia directa, respecto a las intenciones hegemónicas que Hezbolá podría mantener todavía a escala del país y a su mesianismo revolucionario, antiisraelí y antiamericano, a escala regional» (p. 299).

El autor se manifiesta pesimista sobre el futuro de su país, ya que quienes lo dirigen están estrechamente vinculados con la guerra civil. Georges Corm interpreta que «el Líbano está alineado con el resto de Oriente Próximo: la libertad de expresión se ha limitado considerablemente y no se pueden criticar impunemente los actos de los antiguos señores de la guerra, que se han convertido en los amos del país y lo controlan sin paliativos» (p. 12). Quizás el principal problema del Líbano reside precisamente en su incapacidad para pasar la página, de manera definitiva, a una guerra que provocó más de ciento cincuenta mil muertes y quince mil desaparecidos en un país de poco más de tres millones de personas. Tampoco, como han subrayado en diferentes ocasiones diversos analistas, «existen garantías de una transición pacífica de la pax siria a un sistema político independiente»Nicholas Blanford, «Lebanon Catches its ­Breath», Middle East Report Online, 23 de marzo de 2005.

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