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El lector

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Borges, quien gustaba mucho de citar a Heráclito, decía que ni un río es continuamente el mismo río ni un lector el mismo lector. Y no es sino pura casualidad que este comentario a un libro, que se titula precisamente El lector (Anagrama), comience con una reflexión, más bien ligera y acaso vana, en torno a las circunstancias en que se produjo su lectura, a once mil kilómetros de altura sobre el océano Atlántico, en avión camino de Buenos Aires. Evidentemente Borges y Heráclito tienen razón. No es un mismo lector aquel que lee repantingado en una butaca del salón de casa que el que lo hace a más de ochocientos kilómetros por hora sobre el abismo, pues hay potencias que se le escapan para situarse en guardia permanente ante el instinto de conservación. Y más claro resulta todavía que el lector que elige su lectura para un viaje así, no es el mismo que el que se prepara para una lectura sobre tierra firme. Hay que compensar las solicitaciones propias del vuelo con las promesas de facilidad del libro. Y aunque luego la lectura ofrezca más de lo esperado, aun cuando no sepamos muy bien qué, al menos la incógnita queda planteada, una incógnita con anécdota curiosa, puesto que, una vez en Buenos Aires, El lector resultó ser el libro que más se repetía en los escaparates de sus librerías, una ciudad que es casi la capital de las librerías.

Escrita en primera persona, consta Ellector de tres partes, las dos primeras de casi idéntica extensión, la última, algo más breve. «A los quince años tuve hepatitis», así comienza el relato. Desde casa, obligado a guardar reposo en la cama, el narrador «oía a los niños jugando en el patio». Lo que inmediatamente sitúa la acción y la mirada en lo retrospectivo. No se dice: oía a mis compañeros o a los otros niños jugar en el patio. Y más adelante se enfatiza ese distanciamiento con una reflexión interesante: «¿Por qué lo que fue hermoso, cuando miramos atrás, se nos vuelve quebradizo al saber que ocultaba verdades amargas? ¿Por qué se oscurece el recuerdo de unos años felices de matrimonio cuando nos enteramos de que el otro tuvo un amante durante todo ese tiempo?»

La primera parte toma enseguida la forma leve de un relato amoroso entre un muchacho de quince años y una mujer de treinta y seis. No cabe principio más apropiado para pasar el rato en el avión. El tiempo evocado tiene sin embargo una datación imprecisa. Estamos en Alemania Occidental y todavía se usan el carbón de coque y las briquetas para alimentar las cocinas domésticas, aunque más adelante descubramos que, si la protagonista tenía cuarenta y tres años en el momento de ser sometida a juicio, hemos de estar exactamente en 1965 o en 1966 puesto que había nacido, según se dice, el 21 de octubre de 1922. Pero fechas y momentos se muestran tan evasivos como las vías de éter sobre las que circula el avión que nos lleva, y si bien tal imprecisión está muy lejos de ser determinante, no es tampoco favorecedora de una lectura atenta.

Hay un dato crucial, sin embargo, que afecta a la protagonista femenina, una situación que se repite y que despierta idéntica reacción en ella. Hanna, que así se llama, siente vergüenza por una condición suya que no debo revelar por respeto al lector o, más bien, al autor que quiere que tal revelación sea progresiva. Se trata de un dato novelesco. Quiero decir que es convencional, forma parte de ese pacto entre lector y autor que es exigible a toda lectura. Pero no es muy creíble, no el dato en sí, sino su extraordinaria relevancia posterior, esa importancia trascendental que adquiere para explicar la conducta de Hanna. Parece una simplificación propia de un tipo de novela, la policiaca, que es lo que hasta ahora había cultivado Bernhard Schlink, en la que a veces se pretende que las cosas se acoplen como los elementos de una ecuación algebraica en la que bastaría despejar una incógnita para hallar el resultado.

Claro que a lo peor esto no son más que chinchorrerías ante un libro que se lee con agrado y que en su segunda parte entra en un territorio de considerable ambición, nada menos que el de la culpabilidad de los ciudadanos alemanes ante el holocausto. Y seré de nuevo cauto a la hora de seguir adelante para no revelar datos que puedan perjudicar a posibles lectores. Anotaré, sí, que las interrogantes que se plantean van mucho más allá de lo que concierne a los dos protagonistas: «¿Qué era la justicia? –se dice, por ejemplo–. ¿Lo que decían los libros o lo que se imponía y aplicaba en la vida real? ¿O más bien, lo que independientemente de los libros, obligaba a cumplir el ordenamiento de la época?». Interrogantes que sumadas a alguna anterior constituyen las hebras de un nudo casi como el gordiano puesto que basta para deshacerlo el tajo de una sola afirmación que Schlink pone en labios de un profesor de Derecho: «Fíjense en los acusados –dice–. No encontrarán ninguno que crea de verdad que en aquella época le estaba permitido asesinar». Palabras estas que, a pesar de que la ambigüedad sea sustancia de lo novelesco, sintetizan con precisión toda esa polémica tan en boga últimamente sobre el pueblo alemán y el holocausto a raíz del libro de Goldhagen Los alemanes corrientes y elHolocausto.

Aunque, a decir verdad, las cosas ni se prometían así de simples ni resultan tan claras siempre y uno acaba con la sensación o –por qué no– la sospecha de que algo fundamental se le ha sustraído al libro, como si la voluntad de su autor no hubiera podido escapar a ese imperativo de lo políticamente correcto que es la forma dominante que ha tomado el Leviatán en nuestros días, o acaso, y sin ponerse tan tremendos, esa especie de Código Hays Universal que convierte nuestro mundo en un estudio hollywoodense de los años cincuenta. Pero El lector es, a pesar de todo, y esto creo no haberlo dicho todavía, una original historia de amor, cuya culminación tiene lugar por vía platónica a través de los relatos de algunos maestros de la literatura que uno de los amantes recoge con su voz en cintas magnetofónicas que hace llegar periódicamente al otro, enclaustrado en una cárcel.

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Ficha técnica

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