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Un caso serio

EL JUEGO DEL ÁNGEL

Carlos Ruiz Zafón

Planeta, Barcelona

600 pp.

24,50 €

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En la casa de la literatura hay muchas mansiones, y en principio nada impide que la calidad y la popularidad convivan bajo el mismo techo. Pero la convivencia es más difícil en la práctica. Carlos Ruiz Zafón es, hoy por hoy, «el escritor más exitoso de España», el más traducido y un «fenómeno de ventas» a nivel mundial. Al mismo tiempo, quizá por lo inusitado del caso, sigue habiendo bastante confusión en cuanto a los términos en que se le define literariamente. Su novela anterior, La sombra del viento, vendió diez millones de ejemplares y, trivialmente, no salió indemne de lo que Henry James llamó «la dura condena de la popularidad». Tildado de best seller, Zafón perdió credibilidad literaria. Pero su reacción ha sido tan ofuscada, tan poco razonada en cuanto a la idea de valor, como la de sus detractores. En vez de discutir las evaluaciones ajenas con tranquilidad –y el autor tiene diez millones de razones para estar tranquilo–, montó una ofensiva propagandística y sumamente simplista a favor de la novela popular. En entrevistas con motivo del lanzamiento de El juego del ángel, Zafón no sólo ha condenado la condena de lo popular; ha invertido los términos para probar que el valor de la literatura reside en su popularidad.

La actitud no favorece el diálogo. Hay que tomar las declaraciones con pinzas, pero Zafón parece hablar con sinceridad de sus intenciones y modelos. Entrevistado por La Vanguardia, caracteriza su nueva novela como, en parte, «la historia del narrador puro que escribe para vivir o sobrevivir, como los grandes de la literatura, desde Balzac a Dickens o Victor Hugo. Soldados de la pluma, sin más pretensiones ni pose que la de contar buenas historias mejor que nadie. Es un homenaje al escritor profesional, al oficio y a la integridad de la literatura a través de un narrador humilde y sin tonterías». En una charla con La Nación, de Buenos Aires, el tono se suelta: «Para mí la imagen del escritor heroico es la del novelista del siglo xix. Los autores de los grandes clásicos de la novela, Dostoievski, Tolstói, Dickens, escribían novelas por entregas […] y tenían que pelear por su audiencia […] para mí eso se contrapone al establishment fastuoso, reaccionario y snob que pretende pontificar». Detrás del sentido común medio campechano, hay una dicotomía ideológica de intereses tan creados como los de cualquier elitista. De un lado, el «oficio y la integridad»; del otro, las «tonterías», lo «fastuoso», lo «reaccionario». Pero si Zafón quiere echar por la puerta el juicio de valor estético (lo «que pretende pontificar»), en las dos declaraciones se le cuela por la ventana: «los grandes de la literatura»; «los autores de los grandes clásicos». Y esto encierra, además, una petición de principio: la grandeza de los autores está en su popularidad; la del género popular, en sus autores.

Cuando llegamos a El juego del ángel, encontramos una reivindicación dogmática de la literatura popular, incluso una reivindicación paranoica de esa literatura, como si Zafón abriera el paraguas antes de que llovieran las críticas: «Un intelectual es alguien que no se distingue precisamente por su intelecto –dice un personaje–. Se atribuye a sí mismo ese calificativo para compensar la impotencia natural que intuye en sus capacidades». Los intelectuales, naturalmente, son arteros; la literatura es íntegra. Aunque el personaje no se erige en portavoz del autor, la observación es sospechosa en vista de otras similares. Por ejemplo, el narrador dice: «En el arte comercial, y todo arte que merezca ese nombre es comercial tarde o temprano, la estupidez está casi siempre en la mirada del observador» (el observador es, se entiende, el intelectual que emite un juicio de valor). El coletazo final condensa la gratuidad pendenciera de la oración; pero más preocupante es la observación anterior, que Zafón desliza como si fuera obvia: «y todo arte que merezca ese nombre es comercial tarde o temprano». ¿Cuántas excepciones admitiría esta supuesta regla?

Zafón invoca a Dickens, Balzac y Tolstói, escritores que han gozado de gran popularidad y a la vez son incuestionables «grandes escritores»; pero El juego del ángel se emparienta con una tradición menos exaltada por la historia literaria: el melodrama. «Los misterios de Barcelona mestizaba sin rubor desde Dumas hasta Stoker pasando por Sue y Féval», dice el narrador sobre la serie de novelas de a peseta que escribe. La mezcla es sin duda familiar para los lectores de La sombra del viento, una novela donde hay asesinatos, incesto, mansiones abandonadas, secretos, amores malogrados, venganzas y hasta un incendiario enmascarado que, como dicta el cliché del género, tiene en realidad «un gran corazón». El juego del ángel mueve mecanismos similares, pero el ruido de la maquinaria es incluso más estridente, pues apenas si hay prosa novelística que lo amortigüe. Zafón ha sido guionista de cine, y aquí las escenas son breves y someras, como en esos guiones que introducen un personaje, lo hacen hablar y pasan rápido a otra cosa. Los diálogos son, por el mismo motivo, el fuerte de Zafón. Pero el resto del tiempo, David Martín, su narrador y protagonista, va de un lado a otro como una especie de Jason Bourne colmado de anfetaminas, en una trama que no sólo se propone burlar las leyes de lo plausible, sino además el tiempo interno de una conciencia reconocible como humana. Dickens –ni qué hablar Balzac o Tolstói– dramatiza el tiempo a escala humana; Grandes esperanzas, un libro al que El juego del ángel alude con asiduidad, es una novela sobre la espera cuya prosa asume el desafío de hacer tiempo, de darle aire a sus personajes. El tempo favorito de Zafón parecería ser, en cambio, el fast-forward.

En un sentido, uno se lo agradece, porque si Zafón hubiera agregado lentas deliberaciones a los epiciclos aventureros de David Martín, el libro sería interminable. La trama es, una vez más, heredera directa del melodrama (y aquí debemos incluir su encarnación más reciente, el blockbuster de Hollywood): intrínsicamente sencilla y circunstancialmente complicada. La versión sencilla sería que David Martín, un escritor de talento pero de escasa repercusión crítica, hace un pacto con el diablo (el ángel del título) para prolongar su vida y la de la mujer que ama. Y sin duda, para ser justos con el autor, hace falta mucha imaginación para pasar de ese esquema a la sucesión vertiginosa de intrigas y episodios rocambolescos. Pero la calidad de cualquier imaginación se mide también por las restricciones que impone: los inventores del tenis intuyeron con genialidad que hacía falta una red. En la novela de Zafón todo es posible. Y quizá lo sería si uno hiciera un pacto con el diablo; pero eso no vuelve el pacto literariamente interesante.

Al jugar tan liberalmente con las reglas de un arte prefabricado, existe además el riesgo de caer en el pastiche, y esto es algo a lo que no escapa la prosa «deslumbrante» de Zafón. En realidad, su escritura oscila entre la insipidez de lo correcto o «bien redactado» y un registro sazonado por los lugares comunes de varios géneros. Cristina, el gran amor de Martín, es «una criatura de piel pálida y labios a pincel» (género romántico), mientras que los labios de Chloé, una prostituta con quien él pasa una noche de novela, «estaban pintados de lo que parecía sangre fresca» (mismo motivo, pero pasando al género gótico). O tomemos una oración que «crea ambiente»: «La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su silueta se confundía con la de los panteones recortados sobre un horizonte apuñalado por centenares de chimeneas y fábricas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata y negro sobre Barcelona». Más allá de la incoherencia (los puñales son de repente agujas de tejer), es notorio cómo toda la frase está subida de tono: «bosque de ángeles», «centenares de chimeneas», «perpetuo crepúsculo», «escarlata»; el remate melodramático llega, por supuesto, con «Barcelona». Pruébese a reemplazar esa ciudad con, digamos, Birmingham, y se verá que la oración busca sacarle jugo incluso a las asociaciones en tecnicolor de la industria turística.

A Zafón, las más de las veces, el pastiche lo pierde. Uno de los capítulos de El juego del ángel empieza: «Años después, al leer la crónica de unos exploradores británicos adentrándose en las tinieblas de un milenario sepulcro egipcio con laberintos y maldiciones incluidos, habría de rememorar aquella primera visita a la casa de la torre de la calle Flassaders». Esto se parece, o quizás es un homenaje, a la primera oración de Cien años de soledad: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…». Pero mientras que la primera es un floreo sintáctico que sólo constata una similitud («la casa es como una cripta»), la segunda es una gran oración. Hay un misterio irreductible, una intriga biográfica, en el hecho de que el personaje de García Márquez recuerde el hielo al enfrentarse a la muerte; y ese «había de», confinado al pretérito y a la obligación de recordar, es deliciosamente inesperado (Zafón usa «habría de», sintácticamente impecable y artísticamente insulso). Es en detalles como éstos donde reconocemos a un gran novelista. Y aunque la idea de valor es siempre fluctuante, la excelencia instituye sus propias reglas. Zafón no necesita, para pasar a las ligas mayores, aliarse con predecesores ilustres ni tradiciones bien acreditadas. Necesita escribir una oración como la de García Márquez. Y después otras mil.

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Ficha técnica

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