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Sabor a Edad Media

Le goût du Moyen Age

CHRISTIAN AMALVI

Plon, París

316 págs.

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No, no es ese «sabor a Edad Media» que creíamos poder esperar del título francés de este libro francés (reiteración deliberada) el que hemos obtenido tras su lectura. Ya desde sus primeras páginas cobramos conciencia de que no se trataba de esa deseada descripción sensitiva y «homeopática» de «el alma de la Edad Media»: la comprensión y descripción del sentido de un modo de vida, el de la cultura occidental evolucionado a lo largo de todo un milenio.

Le goût du Moyen Age de Christian Amalvi no es el sabor a, ni el sabor de la Edad Media, sino el gusto por la misma: o mejor, el interés histórico experimentado hacia el contenido de esa época, cuya satisfacción produjo entre sus perseguidores de algo más de siglo y medio, según el momento y el sujeto, un goût positivo, pero también un paralelo y prolongado dégoût. E

l libro es, pues, la historia de esa experimentación, desde su valoración negativa (Dark Ages, heredada del racionalismo dieciochesco), hasta la sublimación romántica de su Grande clairté. El hilo de un discurso dialéctico que podríamos reasumir en la apreciación de Teodoro Lessing: «¿Noche de la Edad Media? Sea. Pero noche esplendorosa de estrellas».

«MISE EN SCÈNE»

Partiendo, en efecto, del dégoût de Voltaire hacia las «tinieblas medievales», continuado por la condena revolucionaria de las «reliquias feudales» del Antiguo Régimen, la publicística histórica de Michelet, Chateaubriand, Thierry, inicia la «resurrección» de la Edad Media. Las catedrales (Tours, Bourges, Chartres) serán protagonistas de una secuencia novelística (Balzac, G. Sand, J. K. Huysmans) iniciada por Victor Hugo (Nôtre Dame de París). Y aunque masificado (y espesado) este último género por los forzados folletinistas de la pluma (Paul Féval, Michel Zévaco, Eugenio Sué), dignificados por Alejandro Dumas, el talento de los grandes creadores –escritores e historiadores– del siglo XIX acabará mostrándose capaz, sobre la estela de Walter Scott, «no sólo de describir e interpretar la Edad Media, sino de comprender al hombre medieval en todas sus situaciones (subrayado de Amalvi, pág. 35).

No obstante, los anteriores excesos y deformaciones harán exclamar, ya en 1835, «à bout de souffle», a Teófilo Gautier:

«¡Todavía la Edad Media, siempre la Edad Media! ¿Quién me librará de esta Edad Media que no es la Edad Media? Edad Media de cartón y de cerámica que no tiene de la Edad Media más que el nombre… No habéis visto de la Edad Media más que la corteza, no habéis intuido el alma de la Edad Media. La sangre no circula bajo la piel de que habéis revestido vuestros fantasmas; no hay corazón tras vuestros coseletes de hierro… Pues bien, ¡abajo la Edad Media tal como nos la han hecho sus falsificadores!»

Algo semejante podría exclamarse ante la inflación de la actual novelística medieval, si bien el autor del libro que comentamos salva en ella dos títulos respaldados por el refrendo universal.

Uno es La chambre des dames, inicial de una saga de Jeanne Bourin, cuyas ediciones han alcanzado millones de ejemplares y del que su autora dice no ser «una novela histórica», sino «una novela en la Historia»: «Si la intriga es imaginaria, el cuadro histórico en sí no lo es. Una documentación rigurosa confiere al menor detalle una autenticidad que Regine Pernoud, la gran medievalista francesa, se ha complacido confirmar en su prefacio».

La otra obra es El nombre de la rosa, cuyo talante, «a medio camino entre Rabelais y Conan Doyle» induce a Christian Amalvi a establecer una especial filiación Michelet-Victor Hugo-Umberto Eco en la que la comprehensión del mundo sub especie bibliothecae de Borges tiene su implicación, y cuya estructura acusa, según Le Goff, el dominio de todos los saberes requeridos por los métodos de la «Nouvelle Histoire» (págs. 66-67).

La exposición de este discurso histórico es prolongada hasta la mención, ciertamente escueta, de la producción cinematográfica, la televisiva y aun de la «bande dessinée», con especial hincapié dentro de la segunda especie, de la famosa serie Le temps des cathédrales de Georges Duby, cuya trascendencia es, sin duda, ejemplo para las perspectivas del género.

Dos partes sustanciales siguen a la hasta aquí expuesta mise en scène del tratamiento historiográfico del medievalismo francés a lo largo del tiempo: una, la diversa apreciación de las personalidades extraordinarias (figures de proue); otra, la de los «lugares de memoria» de sus hechos. (Huelga entender que las fechas señeras de unas y otros se hallan determinadas por ambas coordenadas.)

ACTORES Y LUGARES

La doble condición archivístico-docente del autor del libro (conservador de la Biblioteca Nacional de París, profesor de la Universidad Paul-Valéry de Montpellier) le ha inducido a aplicar en primer lugar un método selectivo-estadístico para determinar quiénes pueden ser considerados protagonistas de la Edad Media gala.

Tomando como base informativa el Catálogo de Historia de Francia del Departamento de Impresos de la Biblioteca Nacional parisina, y atendiendo a la cifra de biografías registradas entre 1790 y 1990, la selección numérica resultante es la siguiente: sobre Juana de Arco, 780; de San Luis, 325; de Carlomagno, 170; Luis XI, 140; Felipe el Hermoso (naturalmente, de Francia), 80; Clodoveo-Clotilde, 70; Philippe-Auguste, 55; Carlos V (también, claro está, de Francia), 40.

Unas y otras figuras consideradas, por otra parte, bien como «glorias» (ya incontestadas, ya controvertidas), bien como «réprobas».

Es la dualidad o discrepancia en la valoración de unas y otras la que desgraciadamente muestra y demuestra la permanente existencia de historiadores bleus (que entre nosotros habrían sido rojos, marxistas o materialistas) y blancs (equivalentes a nuestros conservadores o derechistas). De ahí la pluralidad de imágenes con que sucesivamente aparecen tratados Carlomagno (el coloso de los pies de barro de Voltaire; pero el emperador de la barba florida de Napoleón); Luis X (elevado a los altares por la historia tradicional de Francia; fanático colonialista para su izquierda laica); y no digamos La Pucelle d'Orléans, presa ferozmente disputada por católicos y legitimistas de un lado («servidora heroica de la nación francesa, combatiente a ultranza ad maiorem Dei gloriam») y por la extrème gauche historiográfica por otro: ya militarista y «bondieusarde», «otage des nationalistes et des clericaux, l'idole du sabre et du goupillon»; ya –en el mejor de los casos– heroína liberadora obrerista de las fábricas.

(Y es curioso el inciso establecido por el autor, a propósito de la prolongación de esta última diatriba hasta la Francia escindida de 1940-1945 –Pétain, «nueva Juana de Arco»; Juana de Arco paradigma de la Resistencia– y aun hasta nuestros días –Le Pen y el antirracismo–. Es curioso, decimos, el ejemplo de actualización con que Amalvi nos obsequia, a propósito del fenómeno de «medievalización» heroica del general de Gaulle como Le «connétable» de France:

«Una especie de monumento gótico –describía en 1940 su figura un seguidor de la Francia Libre desde Inglaterra–. Fue un personaje gótico el que yo descubrí, marchando a grandes zancadas hasta las tropas formadas… De pie, las piernas ligeramente separadas, tenía la majestad de una catedral gótica. La solidez de un pilar gótico. Con gestos lentos y torpes que dibujaban ojivas góticas, arcos, vitrales, frontones góticos. Su voz misma, profunda, parecía retumbar bajo las bóvedas como un coro al fondo de una nave gótica» (pág. 141).

Superador del feudalismo de los partidos políticos, nuevo Godofredo de Bouillon, gran maestre de los templarios, rey republicano…, él mismo pudo exclamar en un momento dado: «Yo, hace mil años que estoy en contra de…».

No es exagerado pues que, concluyendo este inciso, Christian Amalvi pueda escribir que las Memorias de guerra del general sean algo así como La Chanson de Roland escrita por el propio Roldán.

«LES LIEUX DE MEMOIRE»

Los lugares memorables son otros tantos «sujetos» a estudiar de la Francia medieval.

Por ello, ante nuestros ojos se va desvelando el tránsito desde la ignorancia o rechazo de los valores, precisamente «góticos» de su historia –las catedrales, «macizos monumentos de tristeza y mal gusto», muchas de ellas víctimas de la Revolución–, hasta «la resurrección sensible (anótese nuestro subrayado) de aquel pasado».

Este doble choque con la Edad Media produce una permanente batalla historiográfica, degradada en político-ideológica y manifestada hasta en aspectos tan pintorescos como el baile urbanístico de estatuas –Carlomagno, Juana, San Bernardo–, montadas y desmontadas, ubicadas en lugares honrosos o suburbanos de las ciudades según el talante de la autoridad municipal vigente, a ritmo de la alternancia electoral-nominal del callejero. Fenómeno, por cierto, del que alguna experiencia poseemos en España.

Es precisamente en estas páginas (149150) donde hallamos, aunque de modo sólo tangencial, ese toque de sensibilidad, en la acepción más física de la palabra, que nos atrajo a buscar en este libro el sentido con que creíamos interpretar su título. En ellas se menciona el impulso romántico de «tocar materialmente las viejas piedras de las catedrales, los puentes, las iglesias, los castillos»; se nos transmite «el parfum de Moyen Age» experimentado al entrar en una pequeña capilla rural, «maravillado el corazón arqueológico del visitante»; o, concretamente en Chinon, encontramos «le nom d'une belle couleur moyenâgesque de la rue de la Lamproye…». Nos falta sólo escuchar el eco de un canto gregoriano para completar el gôut o sabor a Edad Media perseguido. Pero éste se nos brinda un poco más adelante (pág. 158) con la evocación por Michelet del incendio de la catedral de Estrasburgo en 1870: una imagen de la que el historiador decimonónico «a fait du monument blessé un symbole vivant du Moyen Age tout entier, dont il entend soudain battre le coeur sous son ecorce de pierre».

… Ver, oír, oler, gustar y tocar la Edad Media. Poner todos los sentidos, además de sus sentimientos, al servicio de su comprensión, del hallazgo de su verdadero sentido. ¿No es este el fin último del medievalista, de aquel que orienta su vida intelectual a su conocimiento e interpretación, no arrodillado en actitud idólatra, pero sí sensibilizado ante ella?

USOS DE LA EDAD MEDIA

Estos últimos análisis nos conducen al examen de los usos –más bien utilizaciones– de la Historia medieval, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años de su consideración francesa, y, por extensión, general.

Utilizaciones ideológico-políticas, pero además religiosas, sociales, patrióticas, turístico-culturales y sólo finalmente… historiográficas: enumeración que nos indica hasta qué punto la Historia puede servir de instrumento de aplicación y, lo que es peor, de manipulación.

¡Qué desmoralizadoras las sucesivas –y a veces coetáneas– «revoluciones copernicanas» en la apreciación, germana o franca, de la figura o la obra de Carlomagno (Thierry o Fustel de Coulanges)! O la concepción laica y progresista por un lado de la arquitectura gótica, frente a la de la reacción católica, que hace de ella la prueba más tangible del genio del cristianismo. O, finalmente, el «hallazgo» de supuestos y repetidos paralelos entre el suceder medieval y las realidades actuales. Paralelos cuya valoración se hace indefectiblemente así: «à gauche, l'anathème; à droite, la nostalgie».

Marginamos la breve atención dedicada a «los usos turísticos y culturales», también actuales, en los que se vende Edad Media a visitantes nacionales o extranjeros, según cuyas procedencias varían las versiones al turista pagano. Mayor atractivo nos ofrecen, naturalmente, «los usos historiográficos» franceses aplicados durante siglo y medio a la noción «Edad Media». Justamente, desde la creación en 1821 de «l'École de Chartes», hasta el desarrollo de la «Nouvelle Histoire» de nuestros años sesenta, pasando, por supuesto, por «l'École des Annales».

A la primera etapa corresponde la institución de un verdadero «Cuerpo técnico» de historiadores, archiveros y docentes indisolublemente adheridos a las fuentes materiales (Paleografía, Numismática, Sigilografía), constructores de la Historia positivista: factual, política, institucional y militar; por peores nombres llamada también evenemencial, o Historia-batalla, Historia-reinado, Historia historizante… Cuyos principales sacerdotes fueron Gaston Paris, Fustel de Coulanges, Ernest Lavisse, Achille Luchaire, Ch. Victor Langlois, Gabriel Monod. (¿Cómo no se nombra a Henri Berr, creador de la Revue de Synthèse Historique y de la colección de l'Histoire de l'Humanitè?)

Contra este macizo edificio montaron en 1929 Lucien Fèbvre y Marc Bloch la revista Annales, cuyo título habría de convertirse en denominador de toda una corriente doctrinal y metodológica histórica cuyos principios fundamentales fueron: a) la interpretación de las fuentes, ya «inventadas» y depuradas por los profetas de la generación anterior; y b) la incorporación a la heurística de toda clase de materiales: sociales, económicos, culturales, antropológicos, etnológicos, psicológicos…, además de los clásicos «Ojos de la Historia» y las no menos clásicas «Ciencias Auxiliares».

El tránsito entre una y otra fase la describe Jacques Le Goff, renovador a su vez de dicha escuela, del modo siguiente: del dogma Langlois-Seignobos («La Historia se hace con documentos»), a la propia declaración «La Historia se hace con documentos e ideas, fuentes e imaginación».

Imaginación no sólo aportada por el historiador, artesano de su producción, sino yacente en la propia materia histórica, en «el imaginario» de las épocas y de las sociedades.

Este «imaginario» es uno de los elementos componentes de la Historia estructural, fruto de la Nouvelle Histoire de los años sesenta, en trance actual de ser superada, es decir, renovada, por una nueva «nouvelle vague» (valga la redundancia) del medievalismo francés.

Christian Amalvi nos ha conducido por el apasionante devenir de la Historia medieval, a lo largo de la que ésta considera su etapa «propiamente científica». La impresión que, sin embargo, nos deja la lectura de su obra, aparte la excelencia de su aportación, es un cierto sabor amargo al comprobar que hasta sus más esclarecidos maestros, aquellos que suscitaron universal respeto, estuvieron tan profunda e inevitablemente condicionados por sus respectivas estructuras mentales: afectivas, sociales, ideológicas. Por el hecho de que basta conocer el nombre del autor, su identidad más o menos definida, para, no ya deducir, sino saber el tratamiento o interpretación positiva o negativa que ha de dar a la materia objeto de su estudio.

¿Hasta qué punto nuestra propia producción como historiadores, elaborada con profunda voluntad de imparcialidad, de objetiva exposición de verdades convencidamente comprobadas, no estará inexorablemente afectada de personalismo?

He ahí, por otra parte, la miseria, no del historicismo, sino de la ciencia histórica en sí. Miseria que no llega a empañar, pero sí a atenuar, humanizándolo, el esplendor de su grandeza.

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