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El octavo jinete

The economics of climate change. The Stern Review

Nicholas Stern

Cambridge University Press, Cambridge

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Las principales ciudades europeas apagaron el pasado 1 de febrero durante cinco minutos algunos de sus monumentos más famosos –la Puerta de Alcalá, la Giralda, la Sagrada Familia, el Coliseo de Roma o la Torre Eiffel– para llamar la atención hacia los efectos climáticos, cada día más visibles y preocupantes: subida de las temperaturas medias, deshielo creciente en el Ártico, pérdida de volumen de los glaciares y de nieve en las montañas, y subida en el nivel del mar, entre otros. Parece que cada vez somos más conscientes de que la actividad humana es responsable de dichos cambios y, muy probablemente, de las nefastas consecuencias que auguran para el futuro, hasta tal extremo que no sólo políticos retirados, sino hasta el mismísimo presidente de Estados Unidos –el país que desdeñosamente no firmó el Compromiso de Kioto por el cual más de un centenar de gobiernos se comprometieron a adoptar medidas para limitar sus emisiones de gases contaminantes, y que es responsable del 27% de las emisiones de dióxido de carbono– dedicó unos párrafos en su último mensaje de la nación a anunciar sus buenas intenciones al respecto.
Que la Torre Eiffel se apagara era algo más que un gesto simbólico, porque en aquellos días se presentaba en París el último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC en las siglas inglesas). El anterior, elaborado en 2001, había anunciado la posibilidad de un cambio climático debido a la actividad humana, cuya consecuencia, el calentamiento del planeta en una escala jamás conocida desde los albores de la humanidad –concretamente, vaticinaba que dicho cambio duraría siglos y cifró el aumento previsible de las temperaturas medias en esta centuria entre 1,4 y 5,8 grados centígrados–, podría originar consecuencias catastróficas para las actuales generaciones pero, sobre todo, para las venideras. Hoy, seis años después, el nuevo informe es tajante al afirmar que entre la comunidad científica nadie cuestiona ya la existencia del cambio climático y que las únicas divergencias se refieren a la magnitud, modalidades y momento de adoptar las medidas para evitar el desastre.

Adelantándose en cierto modo a las conclusiones de los expertos reunidos por las Naciones Unidas, en julio de 2005 el ministro de Hacienda encargó un informe al consejero del Gobierno británico para los aspectos económicos del cambio climático y el desarrollo, y director de la oficina económica del Gobierno, sir Nicholas Stern, quien en poco más de un año elaboró un documento –en adelante El Informe– que estudia el impacto del cambio climático sobre el desarrollo de los países pobres y ricos; las cuestiones económicas relacionadas con la reducción de las emisiones en general y la estabilización de las emisiones de efecto invernadero en la atmósfera; los aspectos políticos tanto de los programas de reducción como de adaptación; y los obstáculos para conseguir un acuerdo internacional duradero y efectivo en ese sentido. El Informe se presentó en forma resumida a finales de octubre de 2005 y ha aparecido publicado en febrero de este año. Consta de seis partes que se ocupan, respectivamente, del cambio climático, los impactos del mismo sobre el crecimiento y el desarrollo, la economía de la estabilización [de la emisión de gases], las decisiones políticas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, la forma de adaptarse a los inevitables impactos del cambio climático en los países –pobres y ricos– y, por último, del diseño de un marco eficaz para emprender una acción colectiva en respuesta al cambio climático. Además, los meses transcurridos entre la presentación oficial y la publicación fueron aprovechados para recibir y estudiar los numerosos comentarios recibidos por el equipo de Stern, que se ofrecen en un muy útil post scriptum. Sus seiscientas setenta y una páginas constituyen, de la primera a la última, una lectura fascinante que conviene tener a mano cuando se hable del cambio climático y de sus consecuencias económicas. Ahora bien, el lector no debe esperar que esta modesta reseña ahonde en el análisis de las complejas cuestiones científicas que avalan las conclusiones económicas y las recomendaciones políticas. Será en estas últimas en las que se centrarán exclusivamente estas líneas.

El punto de partida de Stern y sus colaboradores es que la evidencia científica permite asegurar que el clima en nuestro planeta ha cambiado como consecuencia del incremento de los gases de efecto invernadero (en adelante, GEI) generados por la actividad humana. En 2006, el calentamiento equivalía a unos cuatrocientos treinta partes por millón (ppm) de dióxido de carbono (430 CO2e en términos científicos)En El Informe, como en otros documentos similares, el efecto radiactivo total de los gases invernadero se expresa en términos equivalentes de la concentración, en partes por millón, del dióxido de carbono y engloba los seis gases invernadero incluidos en el Protocolo de Kioto.. Lo más aterrador es que anualmente crece alre­dedor de 2,3 ppm y es el más elevado en los últimos seiscientos cincuenta mil años. Sin remontarnos tan lejos, al comienzo de la Revolución Industrial, la cifra equivalente era de 280 ppm CO2e. Una de las consecuencias es que, durante los últimos treinta años, las temperaturas han crecido a un ritmo medio de 0,2 grados centígrados por década y hoy padecemos una temperatura media en el planeta que es la más cálida, o casi, de las experimentadas en el actual período interglacial iniciado hace doce mil años. Los especialistas disponen hoy en día de modelos muy fiables para estimar el rango probable de calentamiento derivado de un determinado nivel de GEI en la atmósfera. El Informe describe en el gráfico de su página 10 cómo la actividad humana (la producción de energía, el transporte, la industria y las edificaciones son responsables del 57% de los gases emitidos en tanto que la agricultura, la deforestación y otros cambios en el uso de la tierra originan el 41% de las emisiones; para más detalles, véanse las páginas 196-199 del texto) provoca una concentración creciente de GEI que altera el equilibrio climático y se traduce en la elevación de las temperaturas atmosférica y marina con consecuencias de carácter físico en el clima: calentamiento medio en la superficie de la tierra, elevación de los niveles del agua, variaciones en la pluviosidad y en su estacionalidad y deshielo. El resultado final es la aparición de impactos físicos y biológicos en la vida de los humanos.

La conexión entre la concentración de GEI y las temperaturas quedó demostrada ya en el siglo xix y permite a los científicos calcular el rango probable de calentamiento para un nivel dado de gases vertidos en la atmósfera. Por lo tanto, la sensibilidad de las temperaturas medias en la superficie terrestre a los citados niveles de gases constituye el criterio de comparación respecto al calentamiento que cabe esperar si los niveles de dióxido de carbono se duplican respecto a los del período preindustrial, esto es, si llegan a las 550 ppm CO2e. Dicho criterio, conocido co­mo «sensibilidad climática», se traduce en una cifra clave para comparar los efectos económicos del cambio climático, de tal forma que comparando las predicciones de distintos modelos se ha llegado a la conclusión según la cual el rango actualmente más probable de la sensibilidad climática se sitúa entre 1,5 y 4,5 grados centígrados. A título de ejemplo, si los niveles de GEI se estabilizaran en los valores actuales (430 ppm CO2e), las temperaturas medias se elevarían entre 1 y 3 grados por encima del nivel anterior a la Revolución Industrial. Ahora bien, como el propio cambio climático puede provocar incrementos adicionales de dichos gases, aumentando a su vez las temperaturas, resulta probable que se produzca un ascenso adicional de éstas del orden de 1 a 2 grados hasta el año 2100.

En resumen, las proyecciones científicas recogidas por Stern y sus colegas aseguran que, en caso de continuar las emisiones a los ritmos actuales, los niveles de GEI se aproximarían en el año 2050 a las 550 ppm CO2e, lo cual ocasionaría un calentamiento del planeta del orden de los 2 a los 5 grados (subidas de entre 2 y 3 grados significarían que la Tierra padecería un calentamiento desconocido desde mediados del Pleistoceno, ¡hace tres millones de años!). Pero, es más, en el caso de que las emisiones de gases siguiesen aumentando como consecuencia, por ejemplo, de cambios en la utilización de la tierra, consumo de energía e incrementos en la población, podrían alcanzarse en 2050 niveles situados entre las 550 y las 700 ppm CO2e y de 650 a 1.200 ppm CO2e en 2100. Con niveles de 1.000 ppm CO2e, el calentamiento del planeta ascendería entre 3 y 10 grados, sin tener en cuenta efectos, más que probables, de retroalimentación. El lector me excusará si no me detengo a comentar aquí las consecuencias a gran escala y los impactos por regiones que ello provocaría, pues están bien resumidos en las páginas 16 a 21 y analizados más extensamente en los capítulos 3 a 5 de El Informe.

Son tres básicamente los enfoques –incluso de actitudes cabría calificarlos– que, mejor o peor argumentados, pueden observarse respecto al cambio climático y sus consecuencias económicas. El primero rechaza de plano esa posibilidad, y, para quien esto escribe, se personifica en un buen amigo, arquitecto muy cualificado, quien me ha asegurado que, papel en mano y con una calculadora, puede demostrarme cuán equivocados están los cálculos relativos a la subida del nivel del mar resultado del deshielo de grandes masas polares. El segundo acepta los riesgos derivados del cambio climático pero, confiando en el poder de la futura tecnología, prefiere esperar antes de adoptar medidas que atenúen las actuales causas de dicho cambio. Aun cuando resulta aparentemente sensata, esa óptica entraña riesgos considerables, como bien señala Stern, ya que, en el supuesto de que la base científica actualmente disponible se revelase errónea, habríamos invertido un porcentaje de nuestro PIB en reducir emisiones de CO2e, pero ese gasto sería útil para combatir problemas afines. Ahora bien, si no invertimos y las predicciones científicas son acertadas, los daños causados resultarán irreparables. Por último, hay quienes admiten plenamente las predicciones científicas, pero prefieren asignar un valor muy bajo al futuro y dan prioridad al consumo a corto plazo o, lo que es lo mismo, conceden una importancia menor a los efectos que pueden padecer las generaciones venideras. En todo caso, el modelo manejado en El Informe rechaza esas tres opciones de forma categórica cuando afirma que, de no tomar medidas, los costes totales del cambio climático equivaldrán a una pérdida mínima anual del 5% del PIB mundial, que aumentaría hasta el 20% si se toman en cuenta un conjunto más amplio de riesgos e impactos, aunque estos cálculos son discutidos por algunos expertos.

A la hora de elaborar el modelo que responda a la pregunta relativa a los costes económicos del cambio climático, Stern subraya, con razón, tres rasgos básicos: a) el cambio climático es una externalidad universal tanto en sus causas como en sus consecuencias, e implica desigualdades considerables derivadas de la dificultad de valorar el bienestar social de países con niveles de desarrollo y riqueza muy diferentes; b) los efectos de GEI ya emitidos dejarán sentir sus consecuencias durante mucho tiempo, por lo cual nos enfrentamos ante un problema intergeneracional de difícil enfoque ético; c) por último, tanto los riesgos como las incertidumbres respecto a los costes y beneficios derivados de las políticas adoptadas ahora y en el futuro son considerables, lo cual obliga a formular un esquema analítico que tenga explícitamente en cuenta el riesgo y la incertidumbre.

Calcular los impactos económicos del cambio climático es difícil y precisa análisis cuantitativos de un abanico muy amplio de cuestiones ambientales, económicas y sociales para los cuales los llamados modelos integrados de evaluación (Integrated Assessment Models, o IAM) proporcionan resultados muy útiles para adoptar decisiones de carácter político. El Informe destaca tres modelosRobert Mendelsohn, Wendy Morrison, Michael E. Schlesinger y Natalia G. Andronova, «Country-Specific Market Impacts of Climate Change», en Climate Change, vol. 45, núms. 3-4 (junio de 2000), pp. 553-569; William D. Nordhaus y Joseph Boyer, Warming the World: the Economics of the Greenhouse Effect, Cambridge, MIT Press, 2000 (disponible gratuitamente en la página web del Departamento de Economía de la Universidad de Yale), y Richard S. J. Tol, «Estimates of the Damage Costs of Climate Change. Part II: Dynamic Estimates», en Environmental and Resource Economics, vol. 21, núm. 2 (febrero de 2002), pp. 135-160. cuyos resultados no son fáciles de comparar, pues, para empezar, existen discrepancias sobre si niveles bajos de calentamiento universal tendrían efectos generales negativos o positivos, pero sí existe un punto en el cual todos están de acuerdo: a saber, que los efectos de un calentamiento superior a los 2 o 3 grados reduci­rían el bienestar en nuestro planeta, con el agravante de que los países pobres experimentarían pérdidas incluso en el caso de un calentamiento suave. En caso de superarse esos niveles, el cambio climático provocará pérdidas en los niveles de consumo respecto a cuya importancia los modelos ofrecen estimaciones situadas entre una proporción reducida y el 10% del PIB mundial.

El trabajo de Stern es muy cauteloso respecto a los resultados previos relativos a los efectos económicos del cambio climático. Esas precauciones respecto a los modelos de evaluación se centran en tres puntos: no incorporan posibles impactos cuyos efectos son relevantes; tampoco se han introducido en ellos eventualidades tales como inundaciones, tormentas y sequías, que pueden originar efectos económicos duraderos; para concluir, se echa en falta la cuantificación de factores sociopolíticos generadores de inestabilidad, tales como las mi­graciones masivas o el desplazamiento de las inversiones de zonas geográficas muy afectadas por el cambio climático a otras en las cuales sus consecuencias sean más benignas.

Todo ello parece haberse tenido presente en El Informe, cuyo modelo permite simular repetidas veces idéntico escenario básico, eligiendo en cada simulación un conjunto de parámetros de cuantificación incierta (se trata, unos, de impactos que se califican «de mercado» –esto es, relacionados con la agricultura, la energía o las zonas costeras–, y otros «no de mercado» –que tienen que ver con el medio ambiente, la mortalidad humana o la aparición de choques climáticos catastróficos)– y seleccionados aleatoriamente entre rangos predeterminados de valores posibles. De esta forma, el modelo genera resultados acordes con una distribución de probabilidades en lugar de una única estimación. Pero, como da la impresión de que los redactores del trabajo anduvieron con pies de plomo, sus resultados se presentan envueltos en varias capas de advertencias y cautelas, de las cuales me atrevo a destacar las siguientes:

– La estimación básica –entendida como la que se ajusta al tercer Informe IPCC de las Naciones Unidas– cifra el calentamiento medio en el año 2010 en 3,9 grados centígrados respecto al existente al comienzo de la Revolución Industrial, con un 90% de confianza para el intervalo 2,4-5,8 grados.
– Se calculan también las consecuencias de un escenario calificado como de «clima elevado» por suponer que las temperaturas pueden elevarse aún más debido a retroalimentaciones en el sistema climático; en concreto se tienen presentes dos efectos: aumento en las fugas de metano y debilitamiento en los sistemas espontá­neos de absorción de carbono. En tal caso, el intervalo de confianza del cambio se amplia a un rango de 2,6 a 6,5 grados.

Las secuelas económicas dependen de si las estimaciones se limitan a incluir únicamente las consecuencias de un cambio gradual del clima sobre los sectores calificados como «de mercado» o, por el contrario, incorporan también el riesgo de impactos climáticos catastróficos derivados de temperaturas más altas. Pues bien, las estimaciones preliminares de las pérdidas medias en el PIB por cabeza en el año 2200 oscilan entre el 5,3 y el 13,8%, dependiendo de los efectos de retroalimentación climática y de qué impactos «no de mercado» se tomen en consideración.

Refinando esas premisas, el modelo finalmente utilizado por Stern y sus colaboradores, denominado PAGE 2002 IAM, incorpora los siguientes supuestos: a) se calcula el bienestar social general como la suma de utilidades sociales del consumo de todos los habitantes de la Tierra; b) para evaluar los riesgos y bienestar futuros, se incorpora el supuesto de utilidad marginal decreciente, es decir, un euro o un dólar tienen más valor para una persona pobre que para una rica (recuérdese este punto por lo que se indicará más adelante); c) el crecimiento del consumo futuro varía de forma sistemática en lugar de hacerlo a una tasa única; d) en el proceso de valoración de la utilidad esperada, el modelo utiliza una tasa temporal (o tasa de descuento) para ponderar la utilidad del consumo para cada uno de los escenarios futuros (un detalle que tampoco debe olvidarse).

Con este planteamiento, en el supuesto de no adoptarse medidas ahora (la situación business as usual o BAU), en cuyo caso se alcanzarían niveles de 550 ppm CO2e en 2035 y aumentarían anualmente a partir de esa fecha a razón de 4,5 ppm, el coste del cambio climático en los dos siglos venideros equivaldría a una pérdida definitiva de al menos el 5% anual del consumo universal por cabeza. Pero si el modelo incorporase los impactos «no de mercado» y los efectos de retroalimentación natural, el coste total medio se elevaría al 14,4%. Por el contrario, si se decidiese estabilizar el nivel de las emisiones totales en 550 ppm CO2e en el año 2050, aquéllas deberían alcanzar un máximo en los próximos diez-veinte años y disminuir después a razón del 1 al 3% anualmente. Dependiendo de la trayectoria descendente exacta, las emisiones totales deberían ser en la fecha citada un 25% inferiores a los niveles actuales, esto es, 30-35 GtC CO2 (gigatoneladas de dióxido de carbono). El coste total de ese esfuerzo se cifraría, aproximadamente, en un 1% del PIB mundial y todo ello con un rango de confianza de ± 3%. Se trata de un coste nada desdeñable, pues equivale a 350 millardos de dólares a tipos de cambio de mercado, o cerca de 600 millardos de la misma moneda en términos de paridad de poder de compra. Hablamos, sin embargo, de costes perfectamente asumibles, ya que equivalen a una subida general y permanente de un 1% en el nivel del índice de precios, lo que nos muestra, como subraya Stern, que el mundo no está abocado a elegir entre luchar contra el cambio climático o fomentar el crecimiento y el desarrollo.

Existe otra alternativa que se descarta por considerarla económicamente inaceptable: la estabilización de los gases en el nivel de 450 ppm CO2e. Su puesta en práctica requeriría, primero, que las emisiones alcanzasen su nivel máximo en 2010 y a partir de entonces se redujeran a un ritmo del 7% anual, lo cual supondría unas emisiones anuales inferiores en un 70% a las actuales, o alrededor de 13 GtC CO2e para el año 2050. Se trata de un escenario inviable, salvo en casos de políticas nacionales muy decididas –el caso de Francia y su apuesta por la energía nuclear, que permitió entre 1997 y 2000 reducir las emisiones en casi un 1% anual sin perjudicar su crecimiento económico– o de recesiones económicas muy pronunciadas, como la experimentada por la antigua Unión Soviética en la década de transición del sistema comunista al de mercado sui géneris hoy existente.

En todo caso, es necesario insistir en que ese 1% del PIB mundial necesario para estabilizar las emisiones de gases no implica que los costes vayan a estar repartidos equilibradamente entre los diferentes sectores económicos, ni que afecten por igual a todos los países. Los sectores más intensivos en el uso del carbono soportarán costes más altos, al igual que aquellos más dependientes de los recursos medioambientales, como es el caso de la agricultura o el turismo. A ello ha de añadirse otra advertencia: los costes de adaptación y sus efectos sobre la competitividad de los distintos países serán menores si todos ellos ponen en práctica políticas similares y renuncian a actuar de acuerdo con el esquema del gorrón, para lo cual El Informe recomienda vivamente (capítulo 22) que los precios del carbono se eleven hasta el nivel que reflejen los costes sociales inherentes a las emisiones de GEI originadas por las decisiones adoptadas cotidianamente por millones de empresas e individuos. Sólo así se comprenderán las ventajas de invertir en tecnologías reductoras de emisiones de carbono: concretamente, en los campos de generación de energía, procesos productivos y medios de transporte. Que esos objetivos sean aceptados por toda la comunidad internacional es tanto más urgente cuanto que la demanda de energía está creciendo rápidamente en los países en desarrollo. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en 2006 aproximadamente una cuarta parte de la humanidad no tenía acceso a fuente de energía alguna. Por lo tanto, esos países podrían negarse con toda razón a aceptar cualquier sacrificio si los países de­sarro­lla­dos no admiten su responsabilidad histórica y asumen al mismo tiempo el compromiso de ayudar financieramente a las naciones más débiles, suministrando la inversión precisa para reducir emisiones de GEI, y soportan al menos el 60% de las reducciones de los citados gases que, respecto al nivel de 1990, se emitan hasta el año 2050.

Para ello es preciso poner en marcha una estrategia basada en tres lí­neas básicas: impuestos internacionalmente armonizados sobre las emisiones, crea­ción de sistemas en que se negocien cuotas de emisión asignadas (sistema recogido en el Protocolo de Kioto y que funciona con éxito de­sigual en la Unión Europea, donde España es, por cierto, el máximo incumplidor) y establecimiento de regulaciones que penalicen la contaminación. Eso sí, los costes de retrasar las decisiones son el elemento clave para justificar un acuerdo urgente si pretenden estabilizarse las emisiones de CO2e en el nivel de 450 a 550 ppm.
El Informe ha tenido el don de la oportunidad, puesto que ha servido de prefacio al más reciente trabajo de los expertos reunidos por la ONU, al tiempo que ofrece un sólido apoyo a sus conclusiones. Pero, como toda obra seria, no se ha librado de las críticas que siempre soportan los análisis sobre cuestiones esencialmente polémicas. Esas críticas estaban recogidas en el post scriptum de El Informe y se centran –recuérdense las advertencias hechas más arriba– en dos cuestiones clave para enjuiciar el modelo utilizado con el fin de estimar los posibles costes que la comunidad internacional habría de soportar si decide evitar los probables desastres que acarreará una actitud pasiva. La primera de ellas proviene de la propia Inglaterra –concretamente de la Universidad de Cambridge– y su autor es el profesor sir Partha DasguptaSir Partha Dasgupta, «Commentary: The Stern Review’s Economics of Climate Change», en National Institute Economic Review, núm. 199 (enero de 2007), pp. 4-7. Véa­se también en http://www.econ.cam.ac.uk/faculty/dasgupta/STERN.pdf.. En su opinión, no debería permitirse una desigualdad interpersonal excesiva entre miembros de una misma generación y esto es lo que sucede con los valores elegidos para la variable eta en el modelo de Stern (véase para ello la discusión en el apartado «Desigualdad dentro de las generaciones», páginas 55 y 56 de El Informe, y el valor atribuido en el mismo a dicha variable). El segundo reparo de peso, que requiere una aclaración más extensa, ha sido formulado por el especialista norteamericano en estas cuestiones William D. Nordhaus, profesor de la Universidad de Yale y uno de los más conocidos expertos en el estudio de las consecuencias económicas de los gases de efectos invernaderoWilliam D. Nordhaus, «The Stern Review on the Economics of Climate Change», en http://nordhaus.econ.yale.edu/SternReviewD2.pdf.. En su opinión, el modelo de Stern se equivoca al valorar los ajustes entre el bienestar de las generaciones futuras y la presente, y propone una tasa social de descuento diferente de la utilizada en la variable delta en El Informe (páginas 50-54, y muy especialmente el recuadro 2A.1 en la página 53). ¿Qué se encierra en un punto aparentemente técnico, pero que, simultáneamente, plantea cuestiones éticas y políticas? Intentaré resumirlo. Nordhaus critica de entrada el planteamiento adoptado ahora por Stern, señalando que los anteriores modelos afirmaban generalmente que las políticas económicas eficientes para reducir el cambio climático reposaban en recortes modestos a corto plazo de las emisiones de gases para, a medio y largo plazo, imponer reducciones pronunciadas. La base de este enfoque es sencilla: como en las próximas décadas nuestras sociedades serán más ricas, resultará más eficiente desplazar entonces inversiones hacia programas que intensifiquen el ritmo de reducción de GEI. A continuación apunta a la tasa social de descuento utilizada por su colega inglés –que es muy baja, 0,1%– como el «mecanismo» que magnifica los impactos futuros y suministra fuerza lógica a las recomendaciones de reducir las emisiones, justificando los sacrificios que se imponen hoy para conseguir unos logros, más o menos ciertos, en el futuro. Por lo tanto, apunta Nordhaus, la tasa social de descuento es un factor que mide la importancia del bienestar de las generaciones futuras en relación con el que disfrutan las presentes.

Esta desavenencia hunde sus raíces en dos posturas diametralmente opuestas. Mientras que, para la mayoría de los economistas ingleses, «descontar» –esto es, reducir– el bienestar de las generaciones que nos sucedan es inadmisible, sus pares estadounidenses se preguntan por la razón de invertir hoy cantidades enormes para resolver un problema que dentro de cien o doscientos años puede revelarse como menorFrank P. Ramsey, economista y matemático de la Universidad de Cambridge, que murió a los veintiséis años, escribió un artículo titulado «A Mathematical Theory of Saving», publicado en el número 152 de The Economic Journal, en diciembre de 1928, época en la cual John Maynard Keynes era su director. En él se planteaba la pregunta de qué proporción de su renta debía ahorrar un país y formulaba una regla muy sencilla, conocida como la «regla Keynes-Ramsey» debido a que el primero ofreció una explicación simple y casi desprovista de aparato matemático. Esa formulación del problema ha servido como patrón para casi todos los estudios posteriores sobre el crecimiento económico óptimo y que, con algunos refinamientos, ha resultado ser un instrumento útil para analizar situaciones competitivas de equilibrio intertemporal en el caso de recursos agotables, tales como el petróleo o el gas. Es necesario destacar que, ya en ese mismo año, Ramsey afirmó que descontar utilidades venideras en comparación con otras más actuales es «éticamente indefendible y denota sencillamente falta de imaginación».. Ahora bien, lo peligroso de este fuego cruzado es que pueda suministrar munición teórica a los partidarios de no adoptar decisiones para combatir las consecuencias del cambio climático. Si esa actitud prevaleciese, constituiría una catástrofe de magnitud tal que no sería extraño ver cabalgando entre nuestros nietos a ese octavo jinete del moderno Apocalipsis que es el cambio climático anunciando el terrible «Hecho está».

 

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