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De la vida corriente

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Cuando alguien escribe con el desenfado de Pla o de Baroja se cree con el derecho a decir cuanto se le pasa por la cabeza, de una manera que a menudo roza la impertinencia. Le parece que ese «tono Baroja» o ese «tono Pla», de holgado desenfado y naturalidad militante, le da derecho a adoptar uno parecido, tomándose a menudo unas confianzas abusivas e injustificadas. En cambio, si el escritor es petulantuelo, enfático o peraltado, el crítico, el lector, el profesor, engola la voz, la ahueca y aflauta, y discursea con unas bonitas pedanterías propias del momento. A veces ni siquiera es preciso que se trate de un escritor de estas características. Se habla, por ejemplo, de Camus. ¿Es mejor escritor Camus que Baroja, nos incumbe más, ilumina mejor nuestro camino, de dondequiera que vengamos? Y sin embargo, cada vez que se habla de Camus, escritor que por otra parte compartimos con agrado, el crítico, el pedantuelo, el lector resabiado, parece ponerse en trance ante lo que considera gravedad y trascendencia, y no tardará en salir a relucir las palabras moralidad y compromiso, como si todo eso fuese una cosa triste. Y es el pedantuelo precisamente el que nos dirá: Camus y Pla no son comparables. Pero lo cierto es que todos los escritores lo son, o no son nada. Si Cervantes soporta la comparación de Shakespeare, ¿por qué Pla no habría de soportar la de Baroja, y éste la de Cervantes, arrostrando diferencias y menguas? ¿No es trascendente acaso Pla, no lo es Baroja? ¿No lo son por haber sido españoles? ¿No fueron escritores comprometidos con la realidad?

Frente a algunos escritores nos situamos a cierta distancia, respetando protocolos, jerarquías, estatutos. Con otros, sin embargo, que creemos más próximos, vemos que se toman libertades, familiaridades, confianzas a veces improcedentes, que desdibujan su bondad, toda su trascendencia, como si nos dieran a entender que, conforme al tono, hay unos escritores de rango superior y otros del inferior. Durante mucho tiempo se ha tenido a Pla, sin duda, por uno de éstos, por un escritor de tono menor, como lo que podría ser un silbato en relación a una orquesta sinfónica.

I

Nadie hubiera dicho hace unos años que a Pla se le iba a conmemorar el centenario de su nacimiento, porque si ha habido un escritor que naciera sin centenario, sin fastos ni coronas, sin academias, sin medallas, sin premios ni manuales de literatura, sin nada que no fueran las desnudas espardeñas, ese ha sido Pla.

Pero Pla les gusta ya incluso hasta a los catalanes, y los que escriben como don Pedro Mourlane Michelena, gran estilista de inmarcesibles prosas, se declaran sus herederos.

La figura de Pla corre el peligro, sobre todo desde la publicación de la biografía que sobre el escritor ha perpetrado recientemente Cristina Badosa, de quedar en un pobre hombre que tuvo la suerte de casarse con Adi Enberg, mucho más alta que Pla, más fina y con ojos bastante más azules. La misma naturaleza del personaje, con aristas vivas por todas partes, favorece sin duda esa proclividad al anecdotario y la chismografía (Badosa, por ejemplo, nos pone al corriente de que Pla, cuando no podía satisfacer sus impulsos sexuales con mujerzuelas de baja estofa, después de cometer el error de abandonar a Adi, recurría al onanismo, hecho éste de una gran trascendencia para el mundo en general y para la literatura catalana en particular). Su misoginia, su suciedad, sus borracheras, su tacañería, sus ideas peculiares sobre casi todo, desde la confección de una mermelada hasta la ubicación de una central nuclear en medio del Ampurdán, pueden contribuir peligrosamente a que nos olvidemos de que Pla, si hoy lo estudiamos, lo biografiamos y celebramos en su centenario, es porque es el escritor más inteligente y dotado, sutil y entretenido de toda la literatura catalana, remontándonos a Adán y Eva, que eran, como se sabe gracias a unos estudios financiados por la Generalidad Catalana, del Bajo Llobregat.

Pla escribió en catalán y en castellano. Los catalanes prefieren que digamos que escribió en castellano y no en español, quizás para olvidar que Pla, y tantos escritores catalanes, durante los años que siguieron a la guerra civil escribieron en español. Sea; a nadie le duelen ya esas prendas.

Pla es autor, como es notorio, de una obra copiosa, regular, impitoyable. Pese a los numerosos volúmenes que la forman, podemos asegurar que como escritor Pla fue un hombre de inspiración modesta, en cuanto a temas se refiere. En cierto modo los temas fueron dos: el Ampurdán, por un lado, y la política, que abordó casi siempre en forma de artículo para periódico o revista. Esto tiene su importancia, como veremos. Cuando en España se podía hacer política, es decir, para Pla antes de 1936, las veleidades del escritor fueron de cierto nacionalismo cambosiano. Entró en la combinación y la conspiración, y creyó en cierto proyecto de una nación catalana, sin que su ideología pasase raramente por convicciones democráticas (al igual, por cierto, que nuestros escritores del novecientos, los Baroja, Maeztu y Unamuno: tan liberales como antidemócratas). La República primero y la guerra después (Pla siempre habló de la Revolución) cortaron de raíz las posibilidades políticas del proyecto, y Pla, desengañado en la misma proporción que amargado, pasó a ocuparse de la política internacional, los bolcheviques, los países balcánicos, los coroneles griegos, los capitanes portugueses, los peronistas argentinos, los tories, los laboristas, asuntos todos que le brindaban la oportunidad de zurcir teorías a menudo pintorescas, casi siempre tratadas con un muy peculiar humor.

II

El humor en Pla es fundamental. No se entendería su obra sin él. Ése, me parece a mí, es el primer gran escollo que habrá de librar la obra del escritor ampurdanés, habida cuenta que el estamento oficial que se apresta a festejárnoslo, político y académico, se caracteriza por una patética falta de sentido del humor. Dos siglos leyeron el Quijote como pequeña obra de humor, como la comedia de un loco, sin descubrir en sus páginas la formidable metáfora sobre los sueños, las quimeras y las insalvables tristezas de los hombres puros. El hombre maleado por la cultura, que por otra parte necesita también del humor como del aire para poder vivir, al igual que el resto de los mortales, da sin embargo, no sabemos por qué razón, mucha más importancia a los tonos solemnes y a la voz campanuda. El humor lo encuentra algo ligero, y lo ligero lo cree menor.

Quizá piense que Pla es un escritor menor. En El cuaderno gris, un diario de juventud retocado en la madurez, Pla hace referencia precisamente a eso, a lo menor y lo mayor, y cómo, nos dice, nos son a menudo más necesarios y convenientes unos cuantos escritores menores que todos los escritores grandes. Dejando de lado la cuestión improcedente de si Pla es menor o mayor, sabemos, sin embargo, que gracias a su humor Pla conseguirá que se le lea durante muchos años. Y de hecho, gracias a ese humor que lo ha mantenido vivo, jamás ha dejado de leérsele, pese a no haber tenido ni en Cataluña ni en España (antes Estado español) el apoyo decidido de nadie que no fuesen precisamente sus lectores, unos lectores un poco también como el propio Pla, de la misma manera que los lectores de Baroja se parecen siempre un poco a Baroja o los de Galdós a Galdós.

Los ampurdaneses dicen que el de Pla es el humor de la tierra. Eso debe de ser así, pero lo cierto es que ese humor, por escrito, sólo lo vemos en él. Es un humor muy barojiano, de distancia, de quien se sitúa frente a las cosas con incredulidad y escepticismo, pero dispuesto a creerlo todo, o, al menos, a dar constancia de ello. Las cosas de Pla las encontramos siempre en el mundo físico. Tituló su primer libro precisamente Coses vistes. Esa especie de tomismo de no creer sino en lo que ve, después de meter, a ser posible, los dedos en la llaga, le caracterizó toda la vida, la mayor parte de la cual la pasó, como es sabido, en el Bajo Ampurdán. ¿Por qué Pla se recluyó en el Ampurdán, después de haber viajado como reportero o corresponsal por toda Europa, hasta los mismos confines de la Rusia?

Habría que hablar de su complejidad personal. No podemos decir que Pla fuese un misántropo. Conoció a todo el mundo, le gustaba hablar con la gente, la retrató a menudo (algunos de sus Homenots o retratos son memorables), viajaba con frecuencia, recibía en su casa a todo el que le iba a ver, bebía con el primer desconocido que encontraba en una cantina. No. No era un misántropo. Pero su carrera de periodista y de político se frustró y le obligó a atrincherarse en sus artículos, en la vida rural y pueblerina, en su bien escogida biblioteca. Quizá por esa razón Pla conservara toda su vida ese rencor por la República y los republicanos, sin distinción.

III

El hecho de quedarse en el Ampurdán a la larga le favoreció. Es muy probable que Pla, metido de secretario de Cambó a perpetuidad, se hubiese perdido para la literatura. El hecho, en cambio, de tener que ganarse la vida escribiendo y el hecho de haber encontrado a quien le publicó lo que escribía, puso a salvo al escritor.

La vida en el Ampurdán era más barata que en Barcelona, más barata que en París o en Londres, donde vivió antes de la guerra. Sabemos que eso fue cosa determinante. De una manera infantil Pla creía sobre todo en la peseta. Creía en ella muy en serio, aunque seamos nosotros los que lo tomamos a broma. A los escritores humoristas les pasa eso, no se les termina de tomar en serio nunca. Y así fue como empezó a levantar su mapa sentimental de la tierra en la que decidió vivir como un Montaigne; sus gentes, sus comidas, sus pequeñas cuitas, sus peces, sus habas tiernas, los conflictos entre familias, historias de notarios (a Pla los notarios le gustaban muchísimo, como es de suponer), la pequeña comedia humana. La describió sin desmayo, a dos o tres artículos por semana, adoptando todos los puntos de vista. Su novela era la novela de su vida, de sus relaciones, de su entorno.

La obra iba saliendo. El humor a menudo venía de mano de la poesía, prima hermana suya, y Pla nos dejaba, aquí y allá, en cada página, una muy discreta esencia poética, un lirismo un poco zarrapastroso y prosaico, pero útil y práctico. El humor ponía a salvo su prosa, y la poesía ponía a salvo su humor. He ahí el secreto. Cada tema le llevaba unas cuartillas. Decíamos antes que el hecho de haber tenido que dar a su obra la forma de artículos, la ha marcado por completo. La intensidad es a veces grande, pero ha de darse de una manera concentrada. Cuenta, habla, se repite a veces, pero da igual, vuelve a las mismas cosas, como la primavera vuelve, sin complejos.

Mucha de esa obra la escribió en castellano. Luego él (y dicen que a veces otros) la tradujeron al catalán, catalán que a veces ha tenido que hacer el viaje de vuelta al castellano. Las obras completas se han publicado en catalán, no sabemos por qué, si mucha fue escrita en castellano. Ahora, nos aseguran, volverá a publicarse parte de ella en castellano.

En todos los libros de Pla, en todos, hay siempre algo. Un escritor como él está siempre entero, más o menos feliz, en cada una de las cuartillas que escribe, sea de la costa croata, sea de un viaje a Portugal, sea de una opinión sobre Maragall o cualquier señor de Barcelona, sea de un asunto culinario, sea de lo que sea. La personalidad en un escritor como él, es primordial, la garantía de todo lo demás. El estilo está siempre en segundo orden. Lo importante en él es el carácter que le da a las cosas, las cosas de Pla. Lo infinitamente pequeño, la huida del tiempo, el viaje en autobús, el humor honesto y vago, la calle estrecha, los paisajes rediticios (los únicos que le interesaron siempre, los que producían forraje y verduritas para comérselas con un poquito de aceite de oliva), en fin, todo eso que conocemos como su mundo, por el que podemos ir en perpetuo arrobamiento.

Pla sabía que el lector de revistas y periódicos es un ser apresurado, de manera que escribió siempre sabiendo que tenía que seducirlo en muy pocos segundos. El lector del periódico, de la revista, es un lector inconstante. De ahí que tuviera Pla que recurrir siempre a su lenguaje. Se ha dicho: Pla es un escritor claro, límpido, misterioso. Y sí. He ahí el secreto de sus adjetivos. Los adjetivos en Pla no son sino los anzuelos que mantienen al lector prendido de su prosa. Adjetivos elocuentes, inesperados, sorprendentes, definitivos, como los de Homero cuando tenía que definir por vez primera en la historia de la Humanidad las cóncavas naves aqueas.

Permaneció solo (es un decir) en un tiempo de cambalache, de pasteleo, de míseros apaños. Unas veces por gusto y otras por fuerza. Cuando pudo decir su verdad, la dijo, aunque no gustara. Creyó en esta vida (en la otra no creyó nunca, aunque por lo mismo dejó que lo enterraran los curas). Creyó en las cosas de este mundo, que eran las mismas que las suyas. Le costó, como a tantos, amar y ser amado. Era sentimental a su manera. Habló muy poco de sí mismo quien escribió más de veinte mil páginas. Por pudor o por desinterés. Mostró en su literatura una encastillada soberbia, pero no fue vanidoso, y le gustaba mezclarse con las gentes humildes de la comarca, del país, y pasearse, en el atardecer, por esas veredas ampurdanesas que se incendian en un silencioso escándalo. Creyó también sin confesarlo que la literatura podía hacer mejores a los hombres y sacarlos de los casinos, de las repúblicas, de las dictaduras, de las democracias, y ponerlos a pasear, como él mismo, por el atardecer.

Y ahí es donde un hombre como él, que no creía en nada, puede ser comparado, por ejemplo, con un Camus, que lo esperaba todo.

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Ficha técnica

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