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El habla del dolor

TRISTEZA DE LO FINITO

Juan Pedro Aparicio

Menoscuarto, Palencia

138 pp.

13 euros

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Tristeza de lo finito supone el retorno de Juan Pedro Aparicio (León, 1941) a la novela, después de un sexenio en el que cultivó el ensayo, el articulismo periodístico, el relato corto con La vida en blanco (2005) y el volumen de microrrelatos La mitad del diablo (2006). En esos dos títulos, desarrollaba lo que ha bautizado como «literatura cuántica», según la cual si el cuento, en palabras del escritor leonés, «es aquella narración que empieza pronto y termina enseguida, el relato cuántico ha de empezar por tanto antes y terminar también antes». Podría afirmarse que esos ejercicios de concisión han abonado la eficacia expresiva de esta Tristeza de lo finito, un título que anticipa la concepción del límite: en este caso, la de nuestras vidas y nuestra memoria.

Tres ingredientes nutren la novela: el luto ante la muerte de una madre; el desasosiego ante la finitud del tiempo vivido y, sobre todo, de la posibilidad de recordarlo; y, por último, el perfil de una feminidad azotada por las convenciones sociales en la España del siglo XX.

En el primer apartado, el más referencial, Aparicio describe el lastimoso proceso que lleva de un ictus cerebral a la muerte. Una mujer en la cama de un hospital, imposibilitada para la comu­nicación y atada a una sonda, es el cuadro que nadie querría reproducir en su agonía. La postración de ese cuerpo, «con el brazo torcido como si te lo hubieran forzado en un potro de tortura, la pierna levantada como de alambre», la aborda el narrador protagonista utilizando la segunda persona del singular, ese «tú» que en la poética nos recuerda a Cernuda y que constituye una interpelación retórica que subraya el estilo del alegato, la impotencia ante la caducidad de la salud y la vida.

Tras ese período cuasi vegetal, acaece el cese orgánico y eso que entendemos por muerte. O, mejor dicho, primera muerte. El cadáver de esa mujer leonesa es incinerado, pero su memoria va a permanecer en su hijo, Adrián, narrador postrero de su historia. Si él no recuerda la existencia de la madre, como advierte la primera línea de la novela, «no se sabrá de ti». Y llegamos al concepto de «finitud». El recuerdo que conlleva el duelo retrasará la segunda, terrible y definitiva muerte: el olvido. En Tristeza de lo finito, Adrián mantiene incólume una figura, un gesto, un habla, la memoria de una época. Su dolor es la manifestación de una vida, «un dolor que no quiero evitar, ni alejar de mí, pues mientras me acompaña tú vives todavía, y vivirás en mí hasta que yo siga tu misma suerte…». Alternando las etapas de la muerte, la incineración, la misa corpore insepulto con instantes vividos de la madre muerta, el narrador establece un tono elegíaco, una oración fúnebre, un canto de muerte que huye en todo momento de la exaltación y se mantiene en la contención adjetiva. Y es precisamente esa contención lo que aquilata el leitmotiv de esta narración: la tristeza y la finitud.

La segunda frase con que se abre la novela esboza la circunstancia de la personalidad evocada. La condición femenina, en una historia que ha sido escrita poniendo siempre el acento en el factor masculino: «Has muerto como has vivido. No por tu voluntad sino por tu naturaleza, pues naciste mujer y fuiste madre sin que nadie te señalara el camino». La guerra española, la indefensión civil frente un marido arbitrario, el combate por la supervivencia atada a una máquina de coser, el cine de los domingos acompañada del hijo para no ir sola y padecer el temible «que dirán», el color gris de la subalterna que sostiene a la familia… Patios de luces donde las coplas de posguerra se conjugan con riñas conyugales. Ecos ásperos que vulneran intimidades, «de modo que a las voces de él, tú respondías con mutismo, lo que era un combustible muy eficaz para aumentar precisamente lo que querías evitar. Si no había eco él haría también de eco y, así, sus voces se multiplicaban y crecían». Cesaban las canciones y el silencio tras la bronca daba paso a la vergüenza.

El fragmento demuestra que Aparicio no se queda varado en la trampa de la melancolía, ni postula la vindicación feminista al uso y abuso. Se remonta a una guerra con milicianas malas, algo que es de agradecer en estos tiempos de memoria histórica e interpretación maniquea. En pocas líneas, el autor condensa lo que fue la tragedia española y cómo toda una generación quedó atrapada en un envite: someterse a las arbitrariedades de cada bando en combate. Como le va a suceder años más tarde con su vida matrimonial, la madre de Adrián no va a tener ninguna posibilidad de elegir. Soporta la severidad paterna y, considerada por revolucionarios y saqueadores como la hija del amo, es tildada de fascista. No existe una memoria única y Aparicio lo deja bien claro en esos pasajes de su novela. La experiencia traumática de sentir la inquina de aquellos que se identificaban con los parias de la tierra, los humillados y ofendidos marcará el carácter de aquella mujer y una forma determinada de recordar: «Por eso, cuando primero con la revolución que suprimió el dinero, y luego la guerra civil y las consiguientes requisas, la solidaridad natural que sentías hacia los demás, esa compasión que guiaba tu corazón, empezó a emboscarse tras la herida que en ti producía, lo que te parecía agresión intolerable».

El homenaje a la sacrificada situación de la mujer bajo el franquismo, Aparicio lo expresa con el habla leonesa que dibuja la personalidad de la madre. No es casualidad. Nos encontramos ante un nombre carismático de la literatura leonesa, asociado a escritores como José María Merino y Luis Mateo Díez. A este último le une la voluntad de crear un espacio narrativo con un paisaje lingüístico propio. Aunque eso no significa cultivar el folclorismo, o arrostrar los efectos perniciosos de un realismo mágico llevado al extremo. En esta novela los límites de ese mundo los marca el verbo de la madre que se fue. Una toponimia pone en marcha el recuento del tiempo perdido. Lot, Lángara, La Sola, Lezama, Nortumbría… Una toponimia más cercana al mito que a la historia. La dicción de Lángara es la seña de identidad de una mujer que pasa por diversos escenarios a lo largo de su vida. Al recordarla, su hijo vuelve a luchar contra el olvido; recupera las palabras de unas formas de vida: aquellos modismos aherrojados por la estandarización de costumbres y la urbanización laboral. Una persona, un mundo, se consume –o se consuma literariamente– en un crematorio. De las cenizas de un lenguaje en extinción quedan frases aisladas como briznas al viento; su significado depende de un contexto que cada vez menos gente podrá descifrar.

Los paisajes, para bien o para mal, se han transformado radicalmente. La ciudad donde la madre nació –Lángara– «ya no es ese valle de ascuas y cenizas» que dificultaba su respiración y condenaba a los mineros a la silicosis y la muerte prematura, «ahora el cierre de fábricas y minas ha llenado las ca­lles de jubilados, ha limpiado el aire y ha liberado los cielos». Pese al aliento manriqueño que preside su relato, Aparicio soslaya la nostalgia de que cualquier tiempo pasado fue mejor. También la Tristeza de lo finito es una forma de respirar, aunque sea por la herida: el dolor también puede transpirar vida. Cuando cese ese respirar, esa última memoria doliente del hijo, llegará la Muerte. Mayúscula y definitiva, como esta novela tañida por la lección moral. 

 

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Ficha técnica

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