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La salud del gasto sanitario

ECONOMICS OF HEALTH CARE FINANCING. THE VISIBLE HAND

Cam Donaldson, Karen Gerard, y otros

Houndmills, Palgrave Macmillan

EL FUTURO DE LA SANIDAD EN ESPAÑA

VV. AA.

Círculo de la Sanidad, Madrid

CRITICAL CONDITION: HOW HEALTH CARE IN AMERICA BECAME BIG BUSINESS AND BAD MEDICINE

Donald L. Barlett, James B. Steele

Doubleday, Nueva York

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El gasto sanitario se ha convertido en España, y en muchos otros países, en un pozo sin fondo y en un formidable quebradero de cabeza para los responsables políticos. La población mantiene expectativas crecientes acerca de la disponibilidad futura de una gama cada vez más amplia de servicios sanitarios y se resiste a las llamadas a la moderación del gasto y el control de la prestación de dichos servicios que los expertos y las instancias públicas hacen constantemente, pero cuando se pregunta a los ciudadanos si están dispuestos a pagar más impuestos para sostener el sistema, su entusiasmo en la respuesta afirmativa es bastante menor que el que muestran cuando reclaman al sector público que los preste en condiciones cada vez mejores. En los países desarrollados, el sector sanitario ocupa importantísimas parcelas económicas y sociales. La OCDE estima que, en su ámbito, el gasto sanitario total (público y privado) asciende al 8,7% del PIB y que este porcentaje no deja de aumentar. Dentro de este variado grupo de países, entre los que se encuentran los más desarrollados, pero también muchos del este de Europa y otros bastante menos desarrollados como México o Turquía, se dan grandes variaciones, pero el caso seguramente más sorprendente es el de Estados Unidos, donde el gasto sanitario total en porcentaje del PIB llegaba en 2003 al 15%, del cual el 44,4% era gasto público, el gasto por persona ascendía a 5.635 dólares y la esperanza de vida de su población al nacer se cifraba en 77,2 años. Por el contrario, en España, en ese mismo año, los anteriores indicadores eran del 7,7% del PIB para el gasto sanitario total, del cual el 71% era público, el gasto por persona se cifraba en 1.835 dólares (ajustados por poder adquisitivo) y la esperanza de vida al nacer de la población era de 80,5 años (véase cuadro adjunto).

Tales contrastes se observan una y otra vez entre los países, siendo muy persistentes en el tiempo, y, más allá de la naturaleza pública o privada del sistema sanitario alrededor del cual giran estas cifras de gasto, tienen que ver con la organización del sistema en cada país y los mecanismos para la eficiencia con que se prestan los servicios, la gama de los mismos, la intensificación tecnológica, etc.

La complejidad de un sistema de salud a la escala que adquiere en un país cualquiera es considerable y, a diferencia de lo que sucede con los sistemas educativos o de pensiones –mucho más comprensibles en su funcionamiento, aunque igualmente sujetos a acalorados debates en todos los países–, el sistema sanitario se presenta ante el ciudadano con una inmediatez a menudo muy pesante, pues es necesitado perentoriamente, y en medio de un gran desconocimiento de las reglas básicas que regulan su oferta, su demanda y el encaje eficiente de ambas. La atención sanitaria es un derecho constitucional en muchos países, pero es muy cara por requerir instalaciones y equipos sofisticados y personal muy cualificado. Al mismo tiempo, la ausencia de un mercado propiamente dicho para la oferta y demanda de servicios sanitarios es una característica que ha de tenerse en cuenta en este campo, lo que hace que la dicotomía entre eficiencia y equidad sea especialmente aguda.

En este contexto, la financiación del gasto sanitario se convierte en un ejercicio de extraordinaria complejidad, pues de las fórmulas empleadas (hay muchas) dependerán los incentivos de todos los agentes involucrados –desde los profesionales sanitarios hasta los pacientes, pasando por los suministradores de equipos, materiales y medicamentos– para utilizar correctamente el sistema y no para aprovecharse de él.

La financiación del gasto sanitario se convierte en un ejercicio de extraordinaria complejidad

La necesidad de difundir entre la opinión pública más inquieta la complejidad de las cuestiones que rodean a la prestación de los cuidados de salud y su financiación es lo que ha llevado al profesor Cam Donaldson, de la Universidad de Newcastle upon Tyne, y a sus colegas a actualizar una exitosa obra sobre «la economía de la financiación de la salud» de principios de los años noventa. En la segunda edición, de 2004, los autores abordan una amplia gama de cuestiones. Parten de una defensa bien articulada de que el funcionamiento del «mercado» sanitario requiere una mano bien visible, pues a diferencia del principio que rige en los mercados ordinarios de bienes y servicios, en el de la salud se producen «fallos de mercado» debidos a la existencia de información incompleta o asimétrica entre pacientes y doctores, miopía de pacientes que valoran poco su salud futura, insuficiencia de recursos para adquirir la «cantidad» adecuada de salud, etc. Pero, una vez traspasados los límites de la teoría, que explican con claridad, se adentran en la inmensa y variada zona de la práctica internacional en la materia.Tomando en consideración desde la forma que adopta en cada país la organización del sistema sanitario hasta las fórmulas empleadas para la financiación de la prestación de los servicios, todas las grandes regiones del mundo son analizadas con suficiente detalle a partir de cada uno de los principales países que las componen. Los autores prestan especial atención a los cambios que se han dado en la década posterior a la primera edición del libro y detectan grandes tendencias, además de un considerable interés entre los académicos por el estudio de la sanidad desde un punto de vista económico. La prestación de servicios de salud tiene en el abuso del sistema por parte de usuarios, prestadores de servicios y suministradores uno de sus principales lastres, que se ve exacerbado por la intervención del sector público, ya que no existe un mercado propiamente dicho que suministre cuidados de salud y asigne los recursos de manera óptima. Así, en casi todos los países se han introducido reformas que simulan el mercado fomentando la elección de prestadores por parte de los usuarios y la competencia entre los primeros. Igualmente, la participación de los propios asegurados en el pago de los servicios ha venido ampliándose, no sin dificultades, en numerosos países en los últimos años. No hay que confundir el «copago» con el ticket moderador. El primero, cualquiera que sea la fórmula empleada, trata de que el usuario participe de manera sustantiva en la financiación del coste total del servicio que se le presta, con objeto de disminuir correspondientemente la carga del sistema público, mientras que el ticket trata de hacer consciente al usuario de la necesidad de limitar el uso de los servicios sanitarios a lo necesario, disuadiéndole de un uso superfluo, y carece de afán recaudatorio. Obviamente, el copago es un instrumento mucho más potente para limitar el uso, pero también suscita una reacción mayor entre los defensores de los sistemas públicos de salud. Muchas reformas quedan en la agenda para conseguir domeñar el crecimiento galopante del gasto sanitario, que aumenta sistemáticamente por encima del PIB en casi todos los países, entre avances más o menos significativos de la provisión privada en el conjunto, pero dichas reformas pasarán ineludiblemente por la intensificación de las fórmulas de «cuasi-mercado» (competencia entre prestadores y suministradores y elección del usuario) y participación en el coste de los servicios por parte del usuario.

El caso de la sanidad en Estados Unidos es especialmente retador. Un aspecto que los datos globales anteriormente comentados no reflejan es el grado de cobertura de la población. Mientras que en los países europeos occidentales los sistemas de salud públicos cubren a toda la población, son universales, en Estados Unidos, por ejemplo, se estima que unos 44 millones de personas carecen de seguro sanitario público o privado. A partir de este dato, los periodistas de la revista Time Donald L. Barlett y James B. Steele, doblemente galardonados con el premio Pulitzer en 1975 y 1989 por sus trabajos publicados en esos años en el The Philadelphia Inquirer sobre el injusto y manipulado funcionamiento de determinadas áreas del sistema fiscal estadounidense, elaboran un cuidadoso argumento que sustancia la impresión que uno obtiene cuando observa los indicadores internacionales de la OCDE: los estadounidenses gastan el 15% del PIB, es decir, unos 1,7 billones de dólares cada año en cuidados de salud, pero 44 millones de ciudadanos carecen de seguro público o privado. Como es sabido, el programa federal Medicaid cubre con deficiencias a los pobres y se financia con impuestos generales, aunque participan también los Estados con sus propios impuestos, mientras que el programa Medicare, también federal, cubre bastante ampliamente a los mayores de sesenta y cinco años, los pacientes de diálisis y los discapacitados, y se financia con cotizaciones sociales, primas de seguro y pagos directos de los usuarios a los médicos y hospitales. Los trabajadores por cuenta ajena tienen seguros médicos ofrecidos por sus empresas, aunque sometidos a crecientes problemas financieros, que están llevando a las empresas a recortar la cobertura o pasar parte del coste a los empleados, mientras que los trabajadores por cuenta propia, el grueso de los no asegurados, dependen de su buena suerte o de la calidad de sus genes para no arruinarse por las facturas médicas, pues suelen obviar la contratación de seguros médicos. Cuando un estadounidense, ajeno a los sistemas anteriormente descritos, suscribe una póliza personal de salud, se encuentra sometido a una discriminación de precios que penaliza especialmente a quienes tienen menor capacidad financiera, pues los proveedores y las compañías de seguros buscan ante todo asegurarse el pago de los servicios que puedan prestar a ese cliente. Ello crea un círculo vicioso que encarece los servicios médicos y aumenta el riesgo de impago (o de no aseguramiento) entre los más débiles en el plano económico.

El libro de Barlett y Steele tiene un subtítulo que no lleva a engaño precisamente: «Cómo la sanidad en América ha llegado a ser un gran negocio y una mala medicina».Y, viendo los indicadores, ciertamente, uno se pregunta: qui prodest? En efecto, gastando, como se decía, el 15% del PIB, es decir, 5.635 dólares por habitante (en 2003), de los cuales el sector público cubre 2.502 dólares (el 44,4%), los estadounidenses disfrutan de una esperanza de vida al nacer de más de 77,2 años, mientras que la esperanza de vida en España es de 80,5 años y el gasto sanitario por persona es de 1.835 dólares, lo que equivale al 7,7% del PIB, con una aportación del sector público de 1.306 dólares (el 71,2%). El sistema estadounidense de salud, si es que puede llamársele así, se organiza en subsistemas que al final excluyen a un porcentaje significativo de la población activa de una cobertura satisfactoria a un coste razonable. Pero, además, presenta los más variopintos extremos: desde una medicina puntera, que es la mejor del mundo, pero que disfrutan el 2 o 3% de los estadounidenses, y unos cuantos extranjeros, hasta la proliferación de garage sales para recaudar fondos para una operación del hijo de un tendero autónomo que no puede permitirse el desembolso. Este último caso, más frecuente de lo que podría parecer, es el que abre la elocuente historia que nos relatan Barlett y Steele. Lo bueno del libro es que no está escrito por especialistas, sino por buenos periodistas que están acostumbrados a poner el dedo en la llaga de las contradicciones que tiene el sistema estadounidense. Mientras los dos últimos presidentes del país reiteraban en sus discursos que su medicina era la mejor del mundo, la OMS situaba al sistema sanitario estadounidense –que obviamente, en su conjunto, no es la brillante medicina en la que debían de estar pensando los presidentes– muy por debajo de los principales países desarrollados, en el lugar 37 del ranking de 2002, entre Costa Rica y Eslovenia. El sistema español, por cierto, figura sistemáticamente entre los mejores del mundo.

La prestación de servicios de salud tiene en el abuso del sistema
por parte de usuarios, prestadores de servicios y suministradores
uno de sus principales lastres

El sistema sanitario estadounidense está tocado seriamente por sus tres flancos más vulnerables: la equidad, los costes y la calidad. Es discriminatorio, caro y malo, en términos generales, y produce catastróficos efectos, primero sobre la población, a la que no cubre ni cuida adecuadamente, y después sobre la economía. Una parte significativa de la población –no necesariamente los pobres– carece de seguro médico, o sólo accede a él después de afrontar primas desproporcionadas para su situación económica. Las empresas se encuentran lastradas por apreciables costes extrasalariales que deben absorber con sus propios beneficios, a pesar de que estos costes son deducibles del impuesto de sociedades, mientras que los trabajadores que alternen entre el trabajo por cuenta ajena y como autónomos, un caso frecuente en este país, cuentan con muy diferentes grados de cobertura sanitaria a lo largo de su carrera. Estimaciones diversas, por otra parte, sitúan entre cincuenta mil y cien mil las cifras anuales de muertes debidas a errores médicos. En la sanidad estadounidense se practica, como en ningún otro sistema de salud, lo que Alan K. Maynard, de la Universidad de York, denomina «medicina de libro de cocina», en la que priman los protocolos establecidos estadísticamente, es decir, no basados en la evidencia directa del paciente real, sino de un paciente-tipo, y que son impuestos a los médicos por los aseguradores y proveedores de servicios de salud.

El exceso de costes que aqueja a la sanidad estadounidense se debe en buena medida a la regulación pública y a la burocracia de ella derivada, que las compañías de seguros y los proveedores de «cuidados gestionados» (managed care: HMO [Health Maintenance Organizations] y PPO [Preferred Provider Organizations]) imponen a médicos y usuarios. Burocracia ligada, además de al cumplimiento de la prolija legislación, a la necesidad de cubrirse frente al descomunal coste que el sistema judicial estadounidense impone, por su parte, a los agentes sanitarios en caso de «mala práctica» (malpractice). Después de cierto éxito en la contención de costes a mediados de los noventa, gracias precisamente a la introducción de las HMO y PPO, el gasto sanitario ha crecido a tasas de dos dígitos desde finales de los noventa. Según Michael Porter, de la Universidad de Harvard, todos los agentes del sistema, y son muchos, compiten para trasladarse unos a otros los elevados costes que genera la enrevesada legislación sanitaria estadounidense, con los consiguientes costes de transacción que ello añade, en vez de competir para ofrecer calidad y buen precio a los pacientes.

Ello divide valor, en vez de crearlo. Se ha estimado que el exceso de coste que la regulación impone al sistema sanitario estadounidense, pues prácticamente cada transacción en la cadena del servicio sanitario está sometida a algún tipo de requisito legal, es de 169.000 millones de dólares por año, el 1,5% del PIB del país y uno de cada diez dólares gastados en sanidad. Otro 3,5% del PIB, hasta completar uno de cada tres dólares gastados en la sanidad en Estados Unidos, se debe a la pugna entre agentes aseguradores y proveedores para pasarse entre sí los costes que impone el sistema, el uso excesivo de los servicios, la cobertura de la mala práctica, etc. En el fondo de estos excesos se encuentra un mecanismo presente en la mayoría de los sistemas de salud existentes: la separación que existe para el usuario entre el servicio recibido y su pago (el problema del «pagador tercero» o third-party payer). Pero mientras que cualquier sistema sanitario europeo lleva a un exceso de costes más contenido, en Estados Unidos, los incentivos perversos generados por la peculiar organización de su sistema sanitario (el mencionado cost-shifting) llevan a un aumento mucho mayor del gasto sanitario.

Frente al extremo estadounidense de sobrecostes en medio de un sistema de financiación dominado por el mercado, los sistemas europeos, financiados en buena medida con impuestos y cotizaciones sociales, se las ven y se las desean para introducir eficiencia y evitar también el exceso de consumo sanitario en sus respectivos esquemas, originado por el mecanismo del «pagador tercero». El «debate transatlántico» sobre la reforma de la sanidad se centra a menudo, en Europa, en la muy necesaria ganancia de eficiencia que una orientación de mercado aportaría a los sistemas públicos de salud que se practican en el viejo continente, pero no repara en que el «ejemplo» estadounidense es más bien un espejismo, como elocuentemente argumentan Barlett y Steele y muchos otros críticos del sistema, críticos no precisamente calificables de «antimercado». No cabe duda de que las ganancias de eficiencia que proporcionan los mecanismos de mercado, correctamente aplicados, vendrían muy bien al sistema sanitario, pero la vía estadounidense no parece ser la más adecuada.

El Sistema Nacional de Salud español, muy representativo de lo que se practica a este lado del Atlántico, figura de manera prominente, como se ha comentado, en los rankings de la OMS, entre los sistemas francés e italiano, junto a los casos algo especiales de Andorra, San Marino y Malta. En 2003, su gasto per cápita ascendía a 1.835 dólares ajustados por paridad de poder adquisitivo, es decir, una tercera parte del gasto per cápita estadounidense. De hecho, en Estados Unidos, el gasto público per cápita en salud supera en 1.196 dólares el gasto público en España, aunque corresponde a un porcentaje menor sobre el gasto agregado por habitante. En efecto, el gasto público en salud en Estados Unidos representa el 44,4% del gasto sanitario total, frente al 71,2 en el caso español. Aun así, la esperanza de vida al nacer en España es más de tres años superior a la de los Estados Unidos.

Según la OCDE, el gasto sanitario total en proporción al PIB apenas ha aumentado desde 1995 en España, cuando ascendía al 7,6%

Una característica del SNS español es que desde 2002 se encuentra gestionado íntegramente por las comunidades autónomas, mientras que el Ministerio de Sanidad vela por la coordinación del conjunto. Los sistemas autonómicos determinan el gasto sanitario en sus respectivos ámbitos, decidiendo desde las remuneraciones de los empleados del sistema hasta los protocolos a aplicar a los pacientes o las inversiones a realizar, lo que los hace enteramente responsables del gasto finalmente realizado, especialmente en ausencia de un estándar de servicios sanitarios comunes a todas las autonomías todavía por definir. Al mismo tiempo, financian dichos gastos mediante los ingresos fiscales generales que obtienen por sus propios tributos y por los tributos cedidos por el Estado, lo que implica que el crecimiento de los ingresos dependerá del crecimiento de los tipos impositivos, los porcentajes de cesión y las propias bases imponibles. Este mecanismo, como es bien sabido por el interminable debate de la financiación autonómica, no rinde lo mismo en cada comunidad autónoma, mientras que en todas ellas los ciudadanos tienen similares necesidades (y aspiraciones) en materia de salud, lo que desemboca en la necesidad de que el gobierno central transfiera recursos adicionales, dentro de ciertos límites, a las regiones deficitarias y a la acumulación de «deuda sanitaria» (véase infra). Piénsese en la muy diferente recaudación per cápita por IRPF que llega a Extremadura o a la Comunidad de Madrid, en ambos casos el 33% de lo recaudado en cada una, dado que la renta per cápita extremeña es la mitad de la madrileña (65% y 129%, respectivamente, de la media de la UE 25 en 2004). Algunos gobiernos regionales han establecido recargos, sobre otros impuestos, asignados a la financiación de la sanidad, como el «céntimo sanitario» sobre la gasolina en la Comunidad de Madrid, pero todas carecen, como carecía el INSALUD, de recaudación finalista para financiar su gasto sanitario. Otras, como Valencia y la Comunidad de Madrid, han llevado a cabo experiencias exitosas (Hospital de Alcira, desde 1998) o formulado planes para introducir la gestión privada en los hospitales mediante mecanismos como el «peaje en la sombra». Ello consiste en que una empresa privada, a través de una concesión a treinta o más años, diseña, construye, financia y explota un hospital (o una carretera) ateniéndose a las condiciones de admisión de pacientes, gama de servicios y calidad de los mismos estipuladas por la administración pública que, a su vez, paga a la empresa concesionaria una cantidad por paciente cada año, manteniendo la propiedad y responsabilidad última del proyecto.

Según la OCDE, el gasto sanitario total en proporción al PIB apenas ha aumentado desde 1995 en España, cuando ascendía al 7,6%. Asimismo, el gasto sanitario público se ha mantenido en el 5,5% del PIB hasta 2003, con ligeras oscilaciones. Pero la más reciente, y mejor, información elaborada por el Grupo de Trabajo para el Análisis del Gasto Sanitario, creado en la Conferencia de Presidentes de octubre de 2004, hecha pública en el informe de junio de 2005, establece que desde 1999 el gasto sanitario viene creciendo por encima del PIB: al 11,3% en 2003, mientras el PIB crecía al 7,1%, es decir, cuatro puntos porcentuales más, con un ratio sobre el PIB en este año del 5,72%. El informe detecta, por tanto, una reciente aceleración respecto a los datos de la década precedente que, aunque coincide con la transferencia de competencias a las comunidades autónomas en 2002, no puede atribuirse por entero a este proceso, aunque tampoco puede desvincularse completamente del mismo. Así, según el informe del grupo de expertos, han sido los precios de los servicios prestados y las prestaciones reales por persona los factores que más han influido en la aceleración del gasto y las divergencias observadas recientemente en las diferentes comunidades autónomas.

Esta aceleración del gasto, junto a las limitaciones que los recursos transferidos mantienen para su crecimiento, ha hecho que aparezca con todo tipo de acompañamiento mediático el problema del «déficit sanitario» de las comunidades autónomas. Un problema que antes de las transferencias sanitarias generalizadas de 2002 sólo se gestaba en las pocas regiones que las tenían, aunque nunca atrajo la atención que ahora despierta, seguramente porque tampoco se veía como un déficit propiamente dicho. En 1999, la deuda acumulada en las regiones con competencias sanitarias transferidas ascendía a 2.757,6 millones de euros, mientras que en 2003 dicha deuda había aumentado a 6.036,2 millones. A lo largo de este período, Cataluña,Andalucía y Valencia, por este orden, acumulan el grueso de la deuda (véase cuadro). Desde luego, el concepto mismo de déficit sanitario, cuando su financiación carece de recursos asignados, como las pensiones cuentan con la asignación de las cotizaciones sociales, es un tanto problemático. Puede hablarse de exceso de gasto, al ver que su ratio sobre el PIB, por ejemplo, se dispara, pero la noción de déficit se aplicaría mejor al conjunto de las cuentas de las administraciones autonómicas al compararse sus gastos y sus ingresos totales. Si el gasto sanitario aumenta en exceso, siempre habrá recursos para financiarlo disminuyendo otros gastos. Pero lo cierto es que actualmente existe un déficit sanitario y todas las miradas se han vuelto hacia el Estado para que resuelva el problema. El acuerdo del 10 de septiembre de 2005, en la Conferencia de Presidentes, implicó, en efecto, al Estado, que ha asegurado recursos adicionales para paliar una buena parte de la deuda acumulada, aunque poco se ha avanzado para evitar que ésta siga creciendo en el futuro.

Esta estructura territorial del SNS español expone de manera más directa a los responsables del sistema ante los ciudadanos, lo cual es una ventaja nada despreciable, pero también ha mostrado bajo una nueva luz las comparaciones que cabe plantear respecto a los niveles de protección sanitaria de que disfrutan los residentes en las distintas regiones españolas. Naturalmente que son muchos los factores que intervienen en esas diferencias, pero uno de los más destacables es el nivel de servicios que cada sistema autonómico otorga a sus usuarios. Es precisamente la ausencia de un estándar de servicios común para todas las regiones, lo que dificulta extraer señales correctas de las comparaciones y difumina el significado del déficit sanitario observado en cada una de ellas. Así, por ejemplo, mientras que la Comunidad de Madrid tenía en 2003 un gasto sanitario público que representaba el 3,6% de su PIB, Extremadura llegaba al 7,9%. Las diferencias en gasto per cápita no son, sin embargo, tan acusadas, aunque reflejan una mezcla de causas, como la dispersión de la población o la diferente carta de servicios ofrecida en cada región, que hacen que presenten divergencias de cierta entidad. Ello indica el esfuerzo que están haciendo las comunidades autónomas con menos recursos para financiar su gasto sanitario con los recursos que ahora tienen a su alcance (véase cuadro).

El sistema sanitario público español se encuentra, pues, en una encrucijada, en la que dos de sus avenidas más relevantes tienen que ver con: 1) el mantenimiento de la cohesión global del sistema, cuando la descentralización ha expuesto de manera crítica la diferente situación que ha de afrontar cada pieza del puzzle, y 2) la necesidad de contener el ritmo de crecimiento del gasto sanitario, impulsado especialmente por el coste cada vez mayor de los servicios sanitarios (precios de los inputs, tecnología) y la extensión de las prestaciones reales por persona, más que por el aumento de las personas protegidas, que también se ha dado.

Nuestro sistema sanitario presenta un nivel de eficacia y eficiencia que no tiene nada que envidiar a los mejores del mundo

Respecto a la cohesión del sistema, mucho se habla de, aunque poco se hace sobre, la definición de los servicios sanitarios mínimos a que todos los españoles deberían tener acceso. Mal comienzo, en mi opinión, este de los «servicios mínimos». Me gusta más la idea de «estándar de servicios». ¿Por qué mínimos? No creo que hoy, en ningún hospital del SNS español, estén dándose servicios mínimos. Se ofrece, por supuesto, bastante más que servicios mínimos a la población, aunque las condiciones no sean siempre las óptimas. Pero la definición de un mismo estándar de servicios para todos resulta crítica para, por una parte, garantizar la cohesión social en nuestro país en un campo en el que, como en la educación, se juega la verdadera igualdad de oportunidades. Como la sanidad española está descentralizada por completo, algo habrá que hacer para que, bajo la coordinación de los responsables estatales del SNS, las comunidades autónomas puedan prestar este estándar a todos los ciudadanos sin sufrir problemas de suficiencia de recursos. Más allá de ese estándar de servicios, cada sistema autonómico de salud podrá, y hará muy bien, ampliar la carta de servicios para los ciudadanos de su ámbito territorial, siempre que estos mismos ciudadanos hagan frente al coste económico de los beneficios adicionales que reciben y el gobierno regional asuma el coste (o reciba el premio) político correspondiente. No debe verse en ello discriminación alguna. Respecto a la necesidad de contener el gasto sanitario, no hay otras vías que las ganancias de eficiencia en la gestión de la sanidad, el control de los precios de los factores de producción de la salud y los medicamentos, y la moderación en el uso de los servicios sanitarios por parte de la población.

Así pues, ¿qué futuro tiene la sanidad en España? Ardua cuestión a la que el tercero de los libros reseñados en este ensayo trata de responder. El Círculo de la Sanidad, organización creada recientemente por empresarios del sector e impulsora de la publicación, solicitó al ex ministro de Sanidad, Julián García Vargas, y a los consejeros de Sanidad de la Generalitat Valenciana y la Junta de Extremadura,Vicente Rambla y Guillermo Fernández Vara, sendos ensayos sobre, respectivamente, la financiación del gasto sanitario, la gestión sanitaria y las tecnologías de la salud. También se incluyen en el volumen un ensayo del catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, Amando de Miguel, sobre la cuestión del género en la sanidad y una amplia investigación realizada por un equipo dirigido por él sobre la situación de la sanidad y la salud en España, investigación basada en una detallada encuesta sometida a doscientos cincuenta entrevistados, entre los que se encontraban profesionales sanitarios, en su mayor parte empresarios del Círculo de la Sanidad y usuarios del sistema sanitario. El volumen integra, pues, materiales relativamente heterogéneos, pero de indudable interés y de los que se desprende una aseveración de la situación y las perspectivas de nuestro sistema sanitario que, en lo que se refiere a su situación actual, coincide con lo que se ha comentado anteriormente respecto a la calidad del sistema en su conjunto.Al mismo tiempo, las conclusiones del informe del Círculo de la Salud enfatizan las tendencias que caracterizarán, a juicio de los autores, el futuro de la sanidad española y la salud de los españoles. Estos dos aspectos, la sanidad (o su organización) y la salud (el estado de salud), son igualmente relevantes y la distinción es muy oportuna por parte de los autores del informe.

A la vez que nuestro sistema sanitario presenta un nivel de eficacia y eficiencia que no tiene nada que envidiar a los mejores del mundo, el crecimiento del gasto (público o privado), el envejecimiento de la población, el uso intensivo de las nuevas tecnologías o el recurso masivo, y de creciente exigencia, por parte de la población a la vertiente curativa en detrimento de la preventiva, tan poco privilegiada por los responsables del sistema, se presentan como potentes drivers del sistema en el futuro. Inevitablemente, los esfuerzos en materia de gestión sanitaria se revelan también como un driver que deberá acompañar a los anteriores para limitar sus efectos sobre los recursos disponibles.

Nótese que estas tendencias, en buena medida compartidas por otros países, se acoplan al fenómeno antes analizado, muy hispano-español, de la descentralización sanitaria, lo que salpimienta de manera diferencial la uniformidad de problemas por resolver que el panorama del gasto sanitario presenta en todos los países desarrollados. En nuestro caso, los problemas son algo más variados y, al mismo tiempo, están interconectados con las interminables discusiones sobre el encaje territorial, lo que no facilita precisamente su resolución.

***


En toda esta historia de la evolución del gasto sanitario no puede perderse de vista la otra cara de la moneda: la calidad de vida y la salud de los individuos, un bien supremo por el que los gobiernos se exponen al juicio de aquéllos, les apuran los bolsillos y a duras penas llegan a satisfacer sus crecientes aspiraciones. Siempre parece que se hace poco para su consecución. Pero ¿qué hacen los ciudadanos por su propia salud? Cuando nos preguntamos dónde encontrar los recursos para financiar la sanidad, en España, Estados Unidos o en cualquier otro país, desarrollado o no, siempre pensamos en impuestos… que paguen otros, a ser posible, y nos olvidamos con mucha frecuencia de un recurso muy importante, un cauce anchísimo y casi vacío: la responsabilidad individual y familiar para desarrollar hábitos de vida favorables a la salud evitando los comportamientos de riesgo, haciendo ejercicio, dejando de fumar y adoptando medidas preventivas. Se trata, en realidad, de convertir a cada individuo en su propio consejero de salud. Poco esfuerzo se requiere para ello, aunque sí mejor información, más responsabilidad y mejor consideración de nuestro propio futuro. Puede que, al ocuparnos de nuestra propia salud, la vida no sea tan excitante, antes que dejar aquélla al entero cuidado del complejo médico-hospitalario-farmacéutico. Pero, a cambio, será más larga. Claro que ello, diría un cínico, complicaría el problema de las pensiones. Éste, sin embargo, es otro problema.

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