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El perfil ideológico del expresionismo abstracto

The Philosophy and Politics of Abstract Expressionism

NANCY JACHEC

Cambridge University Press, Cambridge

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«Por décima vez, la Whitney Annual nos brinda la oportunidad de ver qué competentemente y, sin embargo, qué mal pinta, dibuja y esculpe la mayoría de nuestros artistas aceptados», escribía el crítico estadounidense Clement Greenberg acerca de la muestra anual de arte contemporáneo americano presentada por el Whitney Museum of American Art en 1943 The Nation, 2 de enero de 1943, reimpreso en The Collected Essays and Criticism, vol. I. Chicago, The University of Chicago Press, 1986, pág. 133. . Según él, claro que había buenos artistas en Estados Unidos, pero estaban notablemente ausentes de la selección realizada por el museo. Poco tiempo después, Greenberg daría nombres propios para el que debía ser el digno futuro de la pintura norteamericana: Robert Motherwell, William Baziotes, Jackson Pollock y unos cuantos másThe Nation, 11 de noviembre de 1944, reimpreso en TCEC, vol. I, pág. 241. . Efectivamente, para los años cincuenta ningún entendido en el circuito internacional del arte discutiría que ese conjunto de creadores o, más bien, el movimiento que representaban, el expresionismo abstracto, era la vanguardia del arte moderno. Ahora bien, si el respaldo de los museos estadounidenses más destacados iba para los artistas que, como dice Greenberg, pintaban, dibujaban y esculpían tan mal, ¿cómo fue posible que el expresionismo abstracto tomara el testigo del arte moderno?

Hasta finales de la década de los sesenta, debido, por una parte, a la hegemonía de la crítica de Greenberg y Harold Rosenberg y, por otra, gracias a la narración del arte del siglo XX tan eficazmente defendida y difundida por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, casi nadie dudaba de que el auge del expresionismo abstracto había sido una consecuencia lógica de la evolución del arte moderno. Siguiendo a Greenberg, era natural que el expresionismo abstracto fuera la estación final del arte moderno, ya que capturaba su esencia. Si, como sostenía este crítico, lo que había caracterizado al arte moderno era el abandono de la ilusión figurativa en favor de la indagación sobre la singularidad material del arte (en el caso de la pintura, la investigación sobre la materialidad del óleo y el lienzo), el expresionismo abstracto ensalzaba de modo ejemplar esos elementos como exclusivos componentes de sus obras. Con el expresionismo abstracto, es decir, con la primacía corpórea de la pintura, concluía la historia del arte moderno. Esta ordenación histórica estructurada formalmente no comenzó a cuestionarse seriamente hasta la década de los setenta, con la aparición de algunas voces que impugnaban lo que consideraban un momento en la Historia del arte abordado superficial y homogéneamente por críticos e historiadores. Esas voces llamaban la atención sobre el contexto social y político en el que había surgido el arte abstracto y, sobre todo, subrayaban el interés que puso el gobierno estadounidense durante la guerra fría en promover (con fines políticos) ese movimiento pictóricoCabe destacar «Abstract Expressionism: The Politics of Apolitical Painting», de Cecile y David Schapiro; «Abstract Expressionism, Weapon of the Cold War», de Eva Cockcroft; y «American Painting during the Cold War», de Max Kozloff. Estos y otros ensayos relevantes para esta cuestión están recopilados en Francis Francina, Pollock and After: The Critical Debate. Nueva York, Harper & Row, 1985. . En su batalla ideológica con la Unión Soviética, a Estados Unidos le interesaba ocupar la vanguardia de la producción artística mundial con un arte inédito, caracterizado por una fuerte impronta individual y cuyas obras carecían de un mensaje claramente inteligible (frente a las implicaciones sociales del arte dominante en la década de los treinta y las proclamas izquierdistas de la vanguardia vigente, el surrealismo). Las revelaciones hechas en los artículos citados (vid. nota 3) ofrecían algunas claves para entender el repentino e imparable auge del expresionismo abstracto. Esa línea de indagación abierta entonces llega hasta nuestros días, aportándose cada vez más pruebas del apoyo financiero e institucional prestado al expresionismo abstracto, como indica la reciente publicación de La CIA y la guerra fría cultural, de Frances Stonor Saunders (Debate, 2001)Aunque publicado ya hace un par de años en Inglaterra: Who Paid the Piper? The CIA and the Cultural Cold War. Londres, Granta Books, 1999. . A este respecto, el trabajo clásico (reseñado en este mismo número), y que con más fuerza difundió la tesis «revisionista», fue De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno, de Serge Guilbaut (Mondadori, Madrid, 1990)How New York Stole the Idea of ModernArt. Chicago, Chicago University Press, 1983. Deben citarse también dos textos menos conocidos pero también importantes: Christopher Lasch, «The Cultural Cold War: A Short History of the Congress for Cultural Freedom» en The Agony of the American Left. Nueva York, Random House, 1968; y Michael Leja, Reframing Abstract Expressionism: Subjectivity and Painting in the 1940s. New Haven, Yale University Press, 1993. . Este estudio se proponía ampliar el enfoque sobre el expresionismo abstracto para incluir factores políticos, económicos y culturales que revelan aspectos insospechados en el auge y el afianzamiento de la primera vanguardia artística producida en Estados Unidos. La tesis central de Guilbaut es que «el éxito sin precedentes de la vanguardia norteamericana a nivel nacional e internacional no se debió sólo a consideraciones estéticas y estilísticas […] sino también, y aún más, a la resonancia ideológica del movimiento» (pág. 14). Aunque este autor propone tres circunstancias que definen el perfil ideológico del expresionismo abstracto, las cuales explicarían su éxito, la más compleja y disputada es el abandono del marxismo por parte de la clase intelectual antiestalinista de Nueva York a partir de 1939 (y su posterior despolitización). Después de los juicios de Moscú de 1936-1938, de las consiguientes purgas, y del pacto entre Hitler y Stalin de 1939, una parte considerable de la izquierda estadounidense y europea abandonó desengañada el Partido Comunista y se vio obligada a reconsiderar los términos en los que estaba definido el proyecto socialista de Marx. La vanguardia artística no se libró de esta catarsis y, así, la vinculación del surrealismo con el proyecto comunista también provocó, en muchos casos, su crisis. De este modo, para Guilbaut, la rebelión de los artistas estadounidenses surge como frustración y desencanto con las ideas marxistas y acaba confluyendo con la postura política dominante, el liberalismo, y representando «los valores de la mayoría pero de una forma que sólo era capaz de entender una minoría» (pág. 15). Esos valores eran los de la preponderante ideología liberal, compartida por los expresionistas abstractos y el gobierno estadounidense electo en 1948 y definidos, mantiene Guilbaut, por el historiador Arthur M. Schlesinger Jr. en The Vital Center: The Politics of Freedom (1949). Este libro presentaba una tercera vía, entre el comunismo y el fascismo, que se caracterizaba ante todo por la reivindicación de la libertad individual frente al compromiso de clase, dejando así lugar para las disidencias de una vanguardia artística individualista. Dado este solapamiento ideológico, el gobierno estadounidense se preocupó por catapultar al expresionismo abstracto a la cima del arte moderno mediante la United States Information Agency (USIA; fundada en 1953 para promocionar la imagen cultural de Estados Unidos en el extranjero) y el International Council (IC; creado el mismo año que la USIA por Nelson Rockefeller, presidente del MoMA y asesor del presidente Eisenhower, con el objetivo de difundir el arte moderno en el extranjero de la mano del museo neoyorquino). La finalidad de esta estrategia era ganarse a la élite cultural europea para la causa estadounidense y de divulgar, frente al soviético, los logros de su modelo de vida. Se trataba de un ambicioso plan Marshall cultural, como lo han denominado algunos autores.

The Philosophy and Politics of Abstract Expressionism se localiza en esta línea «revisionista» abierta a partir de los años setenta, con la importante salvedad de que representa un contraataque a la postura de Guilbaut y de aquellos que defienden una connivencia ideológica entre el expresionismo abstracto y el gobierno estadounidense de finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. Su autora, Nancy Jachec, no niega que el gobierno se preocupara por afianzar en la escena artística al expresionismo abstracto. Disiente, no obstante, de cuáles fueron los motivos y cuándo se produjo ese apoyo, lo que, si fuera correcto, debería poner en cuestión el núcleo duro del revisionismo. La tesis central defendida por Jachec, y a la que dedica tres de los cuatro capítulos de su libro, es que el gobierno de Estados Unidos apoyó al expresionismo abstracto no por sus afinidades con los valores estadounidenses sino debido a su carácter radical, que supuestamente había de seducir a la población europea occidental, tenida por el Departamento de Estado como proclive al socialismo. Esto presupone que la postura liberal del gobierno de Estados Unidos y la del expresionismo abstracto no era la misma. Es decir, pace Guilbaut, nunca hubo una definición monolítica del liberalismo que pudiera servir de puente entre el ideario político del gobierno y el expresionismo abstracto. La postura expresada en The Vital Center sería así una de las muchas opciones con las que se quería responder al descrédito en el que el estalinismo había sumido al proyecto socialista. Para probar esto, Jachec trae a colación algunos aspectos del debate mantenido en las publicaciones de izquierda neoyorquinas de la época (centrándose especialmente en la revista Partisan Review, aunque también en Politics y Commentary). La autora señala que en las consideraciones de la izquierda norteamericana respecto a la dirección que debía tomar el socialismo tuvieron un gran peso las diferentes posturas intelectuales del exilio alemán en Estados Unidos (Mark Horkheimer, Theodor W. Adorno y Hannah Arendt, entre otros) y, sobre todo, las opiniones de los existencialistas franceses JeanPaul Sartre, Maurice Merleau-Ponty y Albert Camus (vid. cap. 2, «Existentialism in the United States»). Con esto Jachec quiere subrayar que la discusión que condujo a la hegemonía política del liberalismo era ideológicamente dispar y, de hecho, dio pie a diferentes versiones del liberalismo. Un axioma compartido, no obstante, por la izquierda era la reivindicación del individuo y sus libertades frente al compromiso de clase (pág. 8; vid. cap. 1, «The Discrediting of Collectivist Ideology»). En este debate, lo que caracteriza a cierta izquierda, la más cercana a las luminarias del expresionismo abstracto Motherwell, Rothko y Pollock, es que pasa de abogar por el activismo político a ejercer la crítica cultural (pág. 8; vid. cap. 3, «The New Radicalism and the Counter-Enlightenment»). Para Jachec, esto se traduce, esencialmente, en encumbrar al artista como nuevo agente social, pero un agente culturalmente crítico y no implicado en la desprestigiada política de partidos (pág. 11). Para esta «izquierda cultural», son los artistas, y su libérrima subjetividad, y no la clase trabajadora, los depositarios de los valores progresistas. Esta parece ser la convicción de Greenberg, que transita con total naturalidad del trotskismo a la crítica culturalPor su parte, Harold Rosenberg, otro personaje clave en la articulación teórica del expresionismo abstracto (que él denominaba «action painting»), jamás dejó de considerarse socialista. Richard Rorty, en el capítulo «A Cultural Left» en Achieving our Country: Leftist Thought in Twentieth Century America (Cambridge, Harvard University Press, 1998) hace un interesante retrato del paulatino desapego entre la izquierda estadounidense y las preocupaciones concretas de la clase trabajadora en el que subraya cómo aquélla pasó a refugiarse en la crítica cultural y, en la actualidad, en el mundo académico. .

Una segunda crítica que Jachec lanza contra la tesis revisionista, a la que dedica el último capítulo y el epílogo de su libro, es que el apoyo del gobierno de Estados Unidos al expresionismo abstracto no tiene lugar hasta finales de la década de los cincuenta. En De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno se señala que el USIC (sic) y el Museo de Arte Moderno de Nueva York comenzaron a promocionar el arte moderno en 1947, durante la presidencia de Harry Truman (pág. 16). Esta observación la apoya Guilbaut en dos textos que quedan desfasados por la información aportada por JachecChristopher Lasch, The Cultural Cold War:A Short History of the Congress for Cultural Freedom (vid. nota 5), y Jason Epstein, «The CIA & the Intellectuals», The New York Review of Books, 20 de abril de 1967, págs. 16-21. Por lo que respecta a la reciente contribución de Stonor Saunders (vid. nota 4), esta autora repara especialmente en las estrategias desarrolladas por la USIA y otras agencias a lo largo de la década de los cincuenta. . La autora defiende que, en términos estrictos, la USIA y el IC sólo apoyaron abierta, exclusiva e internacionalmente el expresionismo abstracto en 1957-1958, con las exposiciones The New American Painting y Jackson Pollock 19121956. Aún más, el MoMA no privilegió en Estados Unidos los trabajos de Pollock y compañía frente a otros estilos hasta ese mismo año (pág. 159). Si su éxito en Europa no tiene lugar hasta finales de los años cincuenta, el reconocimiento previo en Estados Unidos no vino de la mano del MoMA, sino de una serie de galerías privadas (pág. 160). En una imperdonable omisión, Jachec no menciona a una de las principales profetas del arte abstracto en la década de los cuarenta, Peggy GuggenheimMenciona la autora a Betty Parsons y Samuel Kootz Galleries y a Sydney Janis Gallery pero no, incomprensiblemente, a Peggy Guggenheim y su Gallery of This Time, una de las principales valedoras del movimiento. Guggenheim era valedora y promotora: en 1945, bajo el significativo título de «A Problem for Critics», presentaba las obras de, entre otros, Jackson Pollock, Mark Rothko, Arshile Gorky y Adolph Gottlieb, dando a entender que ese era el nuevo arte al que la crítica debía prestar atención. . Por lo que respecta a la USIA, esta agencia sólo se preocupó de promocionar las bellas artes consistentemente a partir de 1962, con la administración de John F. Kennedy (pág. 163).

De los dos argumentos presentados en The Philosophy and Politics of Abstract Expressionism, al que dedica más atención la autora es a la compleja disputa en torno al liberalismo, donde supuestamente deben confluir ideológicamente el expresionismo abstracto y la izquierda cultural y, a su vez, distanciarse de la línea oficial del gobierno estadounidense. Jachec tiene razón al subrayar la pluralidad de posiciones que siguió a la descomposición de la izquierda socialista norteamericana de los años treinta y lo complejo del proceso de formación del nuevo pensamiento liberal. Sin embargo, todo el acierto de Jachec se reduce a subrayar esa complejidad. La autora aborda este asunto con la audaz intención de trazar claras distinciones ideológicas entre la izquierda, el expresionismo abstracto y el gobierno estadounidense, pero no sale indemne de uno de los temas más complejos de la historia reciente de Estados Unidos: la guerra fría y el papel de la izquierda en ese período. Las polémicas al respecto son encendidas. Si, por un lado, la transformación de parte de la izquierda socialista en un movimiento de crítica cultural afianzó la reivindicación de las libertades individuales, por otra, su desinterés por la política favoreció sin lugar a dudas la persecución de supuestos comunistas liderada por el Comité Parlamentario de Actividades Antiamericanas y un liberalismo socialmente endeble como el propugnado por el presidente Truman. Para muchos, poco tiene de progresista y radical esta conversión cultural, como da por supuesto JachecSobre este particular hay abundante literatura de variado pelaje ideológico: Terry Cooney, The Rise of the New York Intellectuals. Partisan Review and its Circle 1934-1945. Nueva York, Harper & Row, 1985; Alan Wald, The New York Intellectuals: The Rise and Decline of the Anti-stalinist Left from the 1930s to the 1980s. North Carolina, University of North Carolina Press, 1987; Hilton Kramer, The Twilight of the Intellectuals. Culture and Politics in the Era of the Cold War. Chicago, Ivan R. Dee, 1999. . Desde 1995 se ha avivado sobremanera esta discusión a raíz de la publicación por parte de la CIA y la National Security Agency de los denominados Venona Files, el registro de las comunicaciones interceptadas por estas agencias entre Moscú y sus informantes estadounidenses en el período 1939-1957. Esta documentación parece confirmar la colaboración de periodistas, políticos e intelectuales izquierdistas con la KGB durante la guerra fría. Para algunos, esto prueba que la caza de brujas del senador Joseph McCarthy estaba fundada; para otros sólo corrobora que cierta izquierda carecía de integridad moral al entregarse al estalinismo o al desentenderse de lo que estaba pasando en la arena política. Esta controversia muestra que, cuando menos, es arduo desligar el arte y la crítica cultural de la época de la lucha política e ideológica que permea toda la guerra fría. Para complicarle aún más las cosas a Jachec, Partisan Review fue financiada por la CIA (desde 1948) en la lucha cultural contra la Unión Soviética, como lo fueron intelectuales de su entorno como Irving Kristol, Sidney Hook, Daniel Bell, Dwight MacDonald, Hannah Arendt y Mary McCarthyVid. Stonor Saunders, La CIA y la guerrafría cultural. . Las referencias que pretenden sustentar su argumento están en el ojo del huracán de esta enconada polémica. Jachec se adentra así en una convulsa etapa que los historiadores aún no dan por cerrada, lo que en absoluto favorece su intento de distinguir la posición de la izquierda cultural y el expresionismo abstracto de la del gobierno estadounidense. Por si esto no bastara, la autora hace un retrato prácticamente anecdótico de la relación entre la izquierda cultural y el expresionismo abstracto: en absoluto es concluyente al trazar los posibles vínculos teóricos entre artistas como Motherwell y Rothko, las supuestas «mentes» del movimiento, con la izquierda intelectual. En los escritos de aquéllos se usan conceptos compartidos con los teóricos de la izquierda, e incluso llegan a publicar en las mismas revistas que ellos, pero nada de esto engarza en la narración de Jachec para probar conexiones sustanciales entre ambos. Como colofón, la autora hace una inconexa subdivisión de los capítulos 1-3 del libro, lo que convierte su exposición en una exasperante reiteración privada de un desarrollo coherente y convincente.

Por lo que respecta a la cuestión de cuándo apoyan las agencias estadounidenses al expresionismo abstracto como arma propagandística durante la guerra fría, los argumentos de Jachec son novedosos, pero no fatales para el revisionismo. La parte mejor escrita y argumentada de este libro es el capítulo dedicado a esta cuestión, pero no está convenientemente desarrollado (son sólo 63 páginas de las 267 totales). A pesar de ello, la cuestión que plantea, que el abierto apoyo del gobierno estadounidense al arte abstracto se da sólo en la década de los cincuenta, no es baladí. Sin embargo, más que una crítica es un complemento de la tesis de Guilbaut. De algún modo, éste coincide con Jachec en que el apogeo de la campaña de propaganda se da en los años cincuenta, pero, a diferencia de ella, para él las bases para ese éxito estaban ya sentadas en la década precedente«Fue después de 1951 […] cuando la vanguardia norteamericana fue presentada con más fuerza a través de organizaciones en toda Europa» (Guilbaut, pág. 260).. En cualquier caso, el punto fuerte de Guilbaut no es que el apoyo gubernamental comience en la década de los cuarenta (aunque erróneamente así lo dé por supuesto citando a terceros). Su objetivo, muy bien logrado por otra parte, es mostrar cómo van limándose las posiciones de la izquierda y la del expresionismo abstracto hasta confluir ideológicamente (conscientemente o no) con una versión edulcorada del liberalismo (el defendido por Truman y su «Fair Deal» y condensado por Schlesinger Jr. en The Vital Center). Para Guilbaut, en 1949, el caldo de cultivo para el éxito internacional del expresionismo abstracto estaba ya listo; la difusión estatal ulterior la cuentan Stonor Saunders y Jachec.

Mi impresión es que para un tema de fondo crucial, el papel del Estado en la difusión interesada de un movimiento artístico, la contribución de Jachec no cambia nada. Una enseñanza de este caso de propaganda cultural es que hay unos factores ideológicos y políticos que desempeñan una función muy importante en el éxito de un tendencia artística, ya se trate del poder propagandístico de la USIA y el MoMA o de la persuasión crítica de Greenberg. Lo que el análisis de este suceso deja claro es que una historia del arte formal es una historia del arte incompleta, y que lo que la USIA y el IC hicieron por el expresionismo abstracto bien lo pueden hacer por el arte de hoy múltiples estrategias publicitarias. Esta no es una cuestión menor, ya que la propaganda del gobierno de Estados Unidos ha condicionado profundamente nuestra visión del arte nacido tras la segunda guerra mundial. Cómo y en qué medida, vemos que no es fácil ponerse de acuerdo.

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