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Pasión por el Estado

EL ESTADO SOCIAL. Antecedentes, origen, desarrollo y declive

Ignacio Sotelo

Trotta/Fundación Alfonso Martín Escudero, Madrid

432 pp.

22 €

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 Poca originalidad encierra a estas alturas del siglo XXI la tesis de la crisis del Estado social. Con ella arranca el libro de Ignacio Sotelo, quien, no obstante, construye una explicación de este fenómeno diferente de la que puede encontrarse en los análisis sociológicos y de economía política hoy día más influyentes sobre esta cuestión. La principal particularidad de la explicación radica en la distinción conceptual que establece Sotelo entre Estado social y Estado del bienestar. La suerte del primero, ligada a la del Estado (nacional) democrático de derecho, es incierta; el segundo, en cambio, ya es historia. En efecto, el Estado del bienestar fue, según Sotelo, una manifestación específica o «una versión remozada» (p. 202) del Estado social que apenas duró unas décadas (en rigor, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la primera crisis del petróleo de 1973), antes de desplomarse de la mano de la «socialdemocracia clásica», que con anterioridad ya había renunciado a su proyecto de realizar la justicia social y transformar el orden capitalista. 

 
Esta inusual distinción entre Estado social y Estado del bienestar es, de hecho, clave para entender el argumento central que desarrolla Sotelo. El Estado social es algo así como un epifenómeno del Estado moderno, surgido en la Europa del siglo XVI y plasmado, primero, en monarquías absolutas y, más adelante, en regímenes constitucionales y parlamentarios. Esa forma de organización política que nace con la Modernidad y despliega un poder arrebatado a la sociedad para garantizar la seguridad y los derechos de propiedad de sus miembros, racionaliza y representa la ética y la moral comunitaria (Sittlichkeit), como postula Hegel, autor al que Sotelo presta especial atención. Lo realza incluso entre los pensadores políticos clásicos como aquel «que diseña el Estado social en sus rasgos fundamentales» (p. 72), afirmación que probablemente sorprenderá a cualquier conocedor de la extensa bibliografía sobre los Estados del bienestar y las políticas sociales publicada en las últimas décadas. 
 
Trazados en la primera parte del libro los antecedentes filosófico-políticos del Estado social, la segunda se centra en su evolución ideológica e institucional a lo largo del siglo XX. En cierto modo, cabría afirmar que ese «diseño» hegeliano se desvirtuó a la hora de su aplicación institucional; porque, al final, fue el deseo de la burguesía conservadora de protegerse frente a la pujante clase obrera lo que impulsó la intervención estatal en la provisión de prestaciones y servicios sociales. Más específicamente, desde las entrañas del Estado nacional y bajo gobiernos autoritarios, el Estado social fue alumbrado en el último tercio del siglo xix para conciliar la sociedad burguesa y el capitalismo. 
 
La República de Weimar, cuya Constitución de 1919 concibe Sotelo como primera manifestación de la versión socialdemócrata del Estado del bienestar, representó una oportunidad para recobrar aquel sentido virtuoso del Estado social. Pero la oportunidad se perdió. La «economía social de mercado» proclamada en la Ley Fundamental de 1949 y la legislación social asociada al fecundo «capitalismo renano» solo enturbia una realidad para Sotelo indiscutible: Alemania no logró más que poner en pie un «Estado de bienestar fallido» (p. 259), resultado que responde, entre otros factores, a la decisiva influencia de Estados Unidos en la política de la recién nacida República Federal bajo los gobiernos del cristianodemócrata Konrad Adenauer, y a la estrategia del Partido Socialdemócrata (SPD), que en Bad Godesberg (1959) apostó por abandonar su identidad de clase obrera en aras de aumentar su fortuna electoral y conseguir finalmente ejercer el poder ejecutivo federal. Parece, por tanto, que para Sotelo el pleno empleo y la amplia y generosa política social son solo condiciones suficientes para el desarrollo del Estado del bienestar si se dan bajo gobiernos socialdemócratas. Con otras palabras, el Estado del bienestar es de factura socialdemócrata, o no es. 
 
Fallido (como el de Alemania) o logrados (como los de Suecia y Reino Unido), los Estados del bienestar comenzaron a desmontarse a mediados de los años setenta como consecuencia de la combinación de factores externos e internos. Entre los primeros, Sotelo destaca la internacionalización de la economía y el desarrollo tecnológico, principales motivos del debilitamiento del empleo abundante, seguro y asegurado. Con todo, parece atribuir tanto o más poder explicativo del eclipse de los Estados del bienestar al factor interno: en concreto, a las relaciones dialécticas entre la clase trabajadora y el capital, cuyos propietarios, «si querían perdurar como clase, tenían que frenar el pleno empleo» (p. 276) por el poder que este confería al movimiento obrero y a los sindicatos. En clave interpretativa marxista, Sotelo considera que las grandes empresas y sus representantes, con su capacidad de influencia en el Estado –favorecida tanto por los partidos conservadores como por los (en gran medida adocenados) partidos socialdemócratas– han impulsado la desregulación económica y la aplicación masiva y universal de las nuevas tecnologías, fenómenos constitutivos de la globalización. 
 
La globalización no es, por tanto, el verdugo del Estado del bienestar, sino más bien la circunstancia de su desmontaje. Este último obedece más bien a los intereses del capital, que persigue su emancipación del Estado en pos de una absoluta libertad de acción. A diferencia de otros autores ideológicamente próximos a él, Sotelo no carga las tintas contra la globalización; es más, reconoce abiertamente las ventajas que la internacionalización económica reporta para aumentar el crecimiento, «sin el que no cabe una política social convincente» (p. 318). No deja de resultar curioso que, entre las escasísimas referencias que en todo su libro hace a España, una la dedique a la liberalización económica de 1959 como ejemplo del provecho que la apertura al exterior trae consigo: el crecimiento de los recursos del Estado para desarrollar su acción benefactora. Más que un globofóbico, Sotelo es un estadofílico. Al margen parece quedar aquí la cuestión sobre el régimen político que adopta el Estado que se beneficia y refuerza con estas políticas. 
 
Disuelto el Estado del bienestar como realidad y proyecto por la fuerza del destino capitalista, queda, pues, el Estado social, que, aunque tambaleante y debilitado, seguirá existiendo mientras subsista el Estado. Y ello no solo porque la ciudadanía democrática se opondrá a su desaparición, sino, sobre todo, porque, por mor de la paz interna y la estabilidad social, «los poderosos» no pueden renunciar completamente a él. En particular, los tres pilares básicos del Estado social –las prestaciones por desempleo, los servicios sanitarios y las pensiones– se mantendrán, según Sotelo, de una u otra forma: mejor, si las innovaciones técnicas abaratan los costes energéticos y permiten incrementar la productividad de quienes trabajen y subsidien, a través de impuestos, a quienes no lo hagan (la conformidad de los primeros con este arreglo parece darse por supuesto) y si la política social logra desburocratizarse y aumentar su eficiencia; y peor, si tales progresos no se dan en suficiente medida, si el poder sindical merma y si se permite la participación creciente del sector privado en la prestación de servicios sociales. 
 
Diríase que a Sotelo le parece más probable el segundo escenario. Pero el suyo no es un pesimismo cataclísmico que busque atemorizar a los lectores ni radicalizar sus posiciones en este complejo debate sobre el futuro del Estado social. Sotelo siempre deja algún margen a los efectos beneficiosos de intenciones y decisiones éticamente objetables: al fin y al cabo, el Estado social, esa gran institución política digna de protección contra las corrientes de pensamiento y acción global dominantes, fue en su origen «una invención de los conservadores, apoyados por las iglesias, que combatió siempre la izquierda revolucionaria y que la socialdemocracia al principio miró con desconfianza» (p. 407). 
 
Los anclajes del Estado social en la historia contemporánea europea y en la democracia representativa son fuertes, como acertadamente argumenta Sotelo. Sólidos son también, por cierto, sus anclajes socioculturales, a los que en el libro se presta muy escasa atención. Lo que acabe resultando de esta forma de Estado, tan contingente como otras que la han precedido, será probablemente más el producto de reformas incrementales, que busquen equilibrios entre las exigencias de los mercados y las preferencias sociales y culturales de las sociedades democráticas, que de los grandes designios de unas élites poderosas y desbocadas o del inevitable desarrollo universal del capitalismo.
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