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Egipto es un edificio (a punto de colapsar)

El edificio Yacobián

Alaa Al-Aswany

Maeva, Madrid

Trad. de Álvaro Abella

216 pp.

17 €

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Situar primordialmente en un edificio urbano el de­sarrollo de una ficción ha sido uno de los motivos preferidos por novelistas modernos de tendencia realista o costumbrista. Ejemplos no faltan en las literaturas europeas o americanas y tampoco en la árabe, en la que –y por no salirnos del ámbito egipcio al que pertenece Al-Aswany– podríamos citar a Naguib Mahfuz, verdadero maestro en la invención de micromundos espaciales, y a otro escritor mucho menos conocido, llamado Saad Elkhadem, autor de una pequeña y explosiva novela, titulada justamente con las palabras que encabezan este artículo. Valga ello como reconocimiento de su exacta correspondencia con la realidad y como pequeño homenaje a su autor, fallecido no hace mucho.

Uno de los aciertos de la novela de Al-Aswany es el de haber situado su trama en una zona urbana de El Cairo muy poco representada en la literatura egipcia, a la que ha sabido ligar bien con las vidas, acciones y constitución psicológica de sus habitantes. Todos ellos viven en el Yacobián, un edificio de imponente factura, que existe en realidad, situado en la calle Sulaimán Pacha, una de las principales arterias de la zona.

El lugar más relevante es el Wast al-Balad (el centro de la ciudad, el downtown de las guías turísticas en inglés), última etapa de la expansión arquitectónica comenzada en tiempos de los jedives, a finales del XIX, y que dio como resultado la creación de un barrio moderno de claro es­tilo europeo –entre francés e italianoSi bien el primer modelo fue el de Haussmann, los arquitectos que trabajaron en la ciudad desde comienzos del si­glo XX fueron en su mayor parte italianos. Véa­se Myntti, Cynthia: Paris along the Nile. Architecture in Cairo from the belle époque, El Cairo, The American University in Cairo Press, 1999. El volumen incluye doscientas fotografías de edificios, puertas, rejas y detalles decorativos exteriores.–, levantado para ser habitado por los extranjeros residentes en El Cairo y por la próspera élite europeizada local que vivía en buen acomodo con la monarquía egipcia del momento. Allí sobresalían cafés, aún abiertos, como el Groppi o el À l’Americaine, cines como el Metro, el Saint James o el Radio, o edificaciones como el Yacobián, además de bancos, palacetes u oficinas comerciales que todavía hoy hablan al visitante del esplendor de aquel Cairo ancien-régime. Hasta comienzos de los años sesenta, el barrio conservó su carácter netamente europeo, y en los setenta, cuando la nueva élite económica se trasladó a nuevos barrios –más funcionales, sí, pero mucho más feos– su decadencia resultaba ya más que evidente.

El Yacobián debe su nombre al apellido del millonario armenio Hagop Yacobián, quien en 1934 mandó construir un edificio de diez pisos de estilo neoclásico, en el que abundaban columnas, escaleras y pasillos de mármol y donde los balcones estaban adornados con cabezas griegas esculpidas en piedra. En la azotea vivían los porteros y allí llegaron a levantarse cincuenta pequeños trasteros para uso de los inquilinos del inmueble. Sí, todo rezumaba un aire afrancesado al que puso fin la revolución de los Oficiales Libres. Los extranjeros se vieron forzados a emigrar (Yacobián a Suiza), y la aristocracia local, sin perder del todo su fortuna y sus privilegios, tuvo que acomodarse, bien a su pesar, a los revolucionarios tiempos y ceder protagonismo a los nuevos amos del país: los militares.

Éstos llegaron enseguida al Yacobián y sus criados fueron aposentados en los trasteros de la azotea. Y luego vino Sadat, y luego Mubarak… La decadencia del país se acentuaba, la economía empeoraba día a día y El Cairo se convertía en una urbe contaminada, caótica, donde malvivían millones de personas, muchas de las cuales supieron desarrollar una sorprendente habilidad para encontrar lo que más faltaba, es decir, vivienda. Si los menos escrupulosos se fueron a vivir entre los muertos, superpoblando de vivos los enormes cementerios de la ciudad, los más afortunados –es un decir– ocuparon todo el espacio libre que les brindaban las azoteas cairotas, configurando así un submundo –nunca peor empleado un prefijo– proletario y tan desesperanzado que sólo en lo situado sobre sus cabezas hallaron algunos cierto alivio y cierta posibilidad de reac­ción. Algo que enseguida se revelaría como peligroso y explosivo.

En este espacio, y en el momento crucial del desencadenamiento en 1990 de la «Tormenta del Desierto», operación militar contra Irak en la que Egipto se alineó oficialmente, aunque no popularmente, con la coa­lición liderada por Estados Unidos, sitúa Al-Aswany a sus personajes, dibujados, al igual que el barrio y el edificio, con mano firme y segura. Por allí desfilan hombres como Zaki Bey el Desouki (un sesentón, hijo de la antigua aristocracia, que dedica los restos de su fortuna y su mucho tiempo libre a perseguir y conseguir mujeres de toda edad y condición), o Hagg Ezzam (un vejestorio corrupto, cuyas buenas relaciones con el poder político le permitieron amasar un indecente –para los demás, no para él– capital monetario; acuciado por un desajustado apetito sexual se casa en secreto con una viuda alejandrina a la que mantiene encerrada en uno de los pisos del Yacobián), o Hatem Rachid (un culto periodista homosexual que busca a sus ocasionales amantes en los lugares de ambiente o entre jóvenes guapos heterosexuales atraídos por su dinero). Uno de estos, Abduh, con el que inicia una tortuosa relación, es además vecino suyo: vive con su mujer y su hijito en uno de los alojamientos de la azotea. Y de allí procede el resto de los personajes principales, centrados en la pareja de veinteañeros llamados Busayna y Taha, a cuyo incipiente noviazgo pone ella fin, decidida a encontrar para sí un futuro mejor que el que presagia la marcha del país y la abarrotada azotea del Yacobián.

El destino de Taha será bien distinto. Rechazado su ingreso en la policía por sus orígenes humildes, entrará en la universidad para, al poco, contactar con una agrupación de islamistas. Una vez adoctrinado y entrenado comenzarán sus acciones yihadistas contra el Estado. En una de ellas perderá la vida, aunque con la satisfacción última de saber que la víctima elegida era casualmente el policía que lo violó en prisión.
Con semejantes mimbres argumentales entremezclándose y dando paso a historias secundarias, la novela avanza con fluidez y su lectura resulta atrayente. Nada extraño que se haya convertido en un best seller y que haya sido traducida ya a más de diecisiete idiomas. No es ajeno a tal éxito en el mercado árabe la franqueza o la explicitud con la que en ella se trata el sexo, sea el matrimonial, el no matrimonial o el homosexual. Cierto es que el autor gusta de traspasar cierto convencionalismo ñoño al desvelar y describir con naturalidad, a veces, y crudeza, otras, la vida íntima de sus personajes, pero todo ello ni es en puridad nuevo en la novela árabe ni implica transgresión social o moral alguna. Aunque esporádicamente sigue habiendo problemas con novelas tildadas de pornográficas (en campañas siempre auspiciadas por los islamistas), hace tiempo que la narración del sexo en literatura ha dejado de ser el tabú que fuera antaño, puesto que la presión y la censura se reservan ahora casi en exclusiva para todo lo referido a la política y a la religión. El poder permite la audacia –nunca excesiva, se entiende– en asuntos de cama (que entretienen de maravilla a la gente) a cambio de no dejar pasar ni una en todo lo demás. ¿No nos recuerda algo a nuestros años finales del franquismo?

Sin embargo, la objeción más seria que cabe hacer a El edificio Yacobián es su progresivo deslizamiento hacia un melodramatismo efectista que termina por rebajar sustancialmente la calidad de la primera parte de la obra. No digo que varios de los sucesos referidos en la novela sean imposibles, sino que –siguiendo el dictum aristotélico– resultan en ella francamente inverosímiles. Así, por ejemplo, la sorpresiva muerte del hijo de Abduh mientras éste se encontraba en el apartamento con Hatem Rachid, o la entrevista que el corrupto Ezzam mantiene con el Gran Hombre (léase, el presidente de la República) para tratar de convencerlo de que rebaje algo su porcentaje de beneficio en una oscura operación financiera ilegal (hay cosas que, por mucha imaginación que se ponga, no pueden suceder ni en Egipto). O los ánimos que Taha recibe de su esposa –una entregada militante islamista también– cuando el joven consigue al fin participar en una acción terrorista, sin que el hecho de haber perdido aquélla a su anterior marido en un acto semejante le haga temer ni por un segundo la posibilidad de llegar a perder al actual. O la increíble casualidad, ya referida, de que el asesinado resulte ser el mismo policía que lo violó en prisión.

Pero la novela termina bien. La joven Busayna y Zaki Bey, el aristócrata venido a menos, se enamoran y se casan. No queda explicado del todo el proceso del enamoramiento, aunque, bien pensado, puede que haya que leer ese amor y ese compromiso en clave simbólica. ¿Estará diciéndonos Al-Aswany que es posible aún un vínculo sentimental entre el glorioso pasado cairota y su desesperanzado presente, un arreglo, tal vez provisional, tal vez duradero, protegido por la ajada gloria y los sólidos muros del Yacobián?

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Ficha técnica

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