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El escritor y la muerte

EL DON DE LA VIDA

Fernando Vallejo

Alfaguara, Madrid

162 pp.

17 €

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Fernando Vallejo tiene una merecida fama de provocador que constatan por igual amigos y detractores, aunque unos con aquiescencia y otros con reluctancia. Carlos Monsiváis ha dicho que el autor de La virgen de los sicarios suelta sus improperios, insultos y reprobaciones con afabilidad; incluso, me atrevería yo a añadir, con aburrimiento. No deja títere con cabeza, y en su descabezamiento ni su propia madre se libra de su azote verbal; las únicas figuras que salva de la quema son una abuela y una perra, ambas ya fallecidas. Ni siquiera él mismo, que se declara muerto, merece ningún crédito. A Fernando Vallejo le gustan las frases tautológicas, por ejemplo: «Todo es todo, nada es nada, nunca es nunca, siempre es siempre y el espacio y el tiempo son quimeras». O bien los disparates: «El hombre no tiene derecho a montarse en un caballo. ¿Quién se lo dio? ¿Por qué ha de cargar este noble animal con un bípedo puerco?». Estas frases están sacadas de El don de la vida, pero podrían encontrarse en cualquier otro libro suyo. Se trata, por lo que se ve, de una retahíla de generalidades dignas de una rabieta de penitente, mal que le pese a quien es hoy, gracias a la publicación de La puta de Babilonia en 2007, el más furibundo acusador, en lengua castellana, que tiene la Iglesia de Roma.

Fernando Vallejo pertenece, pues, a ese tipo de escritores a cuyos libros se antepone la estridencia de su nombre, de la que no hay manera de librarse. En este rango cabe incluir, por el lado luctuoso, a Thomas Bernhard, y por el escatológico, a Camilo José Cela, escritores con rúbrica, por decirlo así, muy repetitivos, de los que no cabe esperar ninguna sorpresa. Figuras que, combinando ficción y testimonio, se convierten en una materia literaria que infatigablemente consigna que el mundo empieza y acaba en ellos mismos. Esto produce, al menos en quien suscribe, la impresión de ver, en cada nuevo libro, el mismo cuadro con nuevo marco. Impresión que se acentúa palmariamente en El don de la vida, donde el autor apenas se toma la molestia de disfrazar su yo, o de aminorar, por algún sitio, la coquetería funeraria de su figura.

La novela es un diálogo entre el propio escritor y alguien cuyo cometido más insigne acaso sea personificar el viento o el olvido. Lo cierto es que este interlocutor, compañero de banco de un parque, conoce muy bien la obra de Fernando Vallejo, y a veces le recrimina «esas opiniones drásticas suyas», pero actúa, por conveniencia del autor –en fin de cuentas es una creación suya–, a modo de frontón para que los veredictos –no son otra cosa– que lanza el novelista vuelvan a sus manos. Una buena añagaza de autobombo, sorprendente en quien no deja de afirmar que todo es una «mentira nauseabunda». ¿Y no lo serán también sus abominaciones y descréditos? El abuso de enunciados denigrantes, a los que tan adicto es el escritor, es aquí excesivo, hasta el punto de que termina por hartar. A Einstein lo tacha de «marihuano» (dudoso calificativo en boca de un transgresor profesional); a Borges de «huevón»; de Stephen Hawking dice que está «más perdido en sus cálculos abstrusos que el hijo de Lindbergh en manos de sus secuestradores»; García Lorca «se pasó la vida cagando octosílabos asonantados, sonsonetudos»; las azafatas de Air France son «arpías» y les falta la sonrisa de la Gioconda; «Schönberg era de un cacorrismo más feo que Ingrid Betancourt». Y estos no son rivales declarados, sólo gente que molesta a su imaginación; a los que verdaderamente aborrece los zahiere con muchísima más grosería y rotundidad. Pero ¿adónde conduce tanto desafecto? Dejarse llevar por diatribas maniáticas puede parecer saludable, pero soltadas a porrillo resultan más bien pueriles. Preguntado por su antagonista acerca de lo que está escribiendo ahora, Fernando Vallejo contesta: «Un libro pornográfico que es un catálogo de injurias». Esto se expone en la página 140, y no hay duda de que se trata del libro que estamos leyendo.

Con tanta reprimenda y vilipendio, El don de la vida –el título es una ironía nada sutil– desactiva su propósito de proceder como una impugnación contra la muerte y se reduce a una pataleta contra todo. Aun así, alcanza altas cotas de eso que, con expresión inexacta, llamamos «veracidad», gracias a la falta de artificio del estilo, que no se diferencia del uso coloquial, y al sentimiento de desolación que impregna la mayoría de sus páginas. El libro, de este modo, se indulta a sí mismo por el lado menos literario, y por lo mismo cabe cuestionar si merece ser visto como un texto de cualidad suficiente para consentirlo o reprobarlo, o simplemente debe ser leído como una deposición privada. «Y ahora que ando en inventario general por cierre del negocio, paso a hacer la lista de mis grandes amores», dice Fernando Vallejo; y tras nombrar a cuatro perras y a su abuela, escribe: «Pero puesto que de ella [la abuela] proviene la condenada mujer de cuya perversa vagina salí para entrar en el horror de la vida, he decidido quitarla de mis afectos». ¿A quién, en su sano juicio, le importan estos tics que deforman el gesto, tan parecidos a ciertos trastornos neurológicos?

Cabe ver, en el gusto de Fernando Vallejo por alborotar la platea, no un programa de denuncia de la hipocresía general, sino una falta de control de la obscenidad. En fin de cuentas, a estas alturas, el lector ya sólo puede esperar más de lo mismo. El libro es un recorrido por la memoria para denigrar a cualquier ser humano que asome por ahí. Y con tanta regurgitación, no se sabe bien a qué apunta el escritor, que además adelgaza miserablemente el idioma a la jerga tabernaria, para lo que resultaría más eficaz frecuentar ciertos locales que leer este libro.

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Ficha técnica

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