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El desconsuelo

MEDITACIONES EN EL DESIERTO, 1946-1953

Gaziel

Destino, Barcelona

267 pp.

19 €

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Madrid, hacia 1950.Agustí Calvet, conocido periodísticamente como Gaziel, gerente de la editorial Plus Ultra, come en el restaurante Lhardy.Lo acompañan Joan Ventosa –lugarteniente de Cambó–, Felipe F. Armesto (Augusto Assía), Julio Cambay César Cort, presidente de la editorial.«Nos han servido, queriendo hacernos una gracia, un cocido francamente malo», anota. Durante la comida, Gaziel presenta a Ventosa a Cort, constata que Assía «ha dado un extraño giro franquista y antiliberal» y que Camba, tal vez contrariado por la presencia de Ventosa y el mal condumio, «ha hablado poco y no ha dicho ninguna de esas graciosas boutades que acostumbra». Si en algo coinciden, es que los valores de Occidente están, como el menú, bajo mínimos. Escribe: «Europa se parece extrañamente a esta mesa de Lhardy. Muy pronto ya no será más que un nombre, un recuerdo; y el liberalismo de los comensales, la pesadumbre de unos cuantos hombres caducos, viejos, que han perdido toda posibilidad de defender sus ideales pretéritos –ya tienen bastante con defenderse a sí mismos, en medio de un mundo que no deja de consumirse de forma tan temible como incalculable–».

Como Pla, Camba o Assía, Gaziel vivió el fracaso de la República. Director de La Vanguardia hasta 1936, Agustí Calvet (Sant Feliu de Guíxols,1887-Barcelona, 1964) es un hijo de la burguesía ampurdanesa que no ahorra críticas hacia esa clase incapaz de cimentar un dique civil ante los embates extremistas. Abomina de una derecha que no fue sinceramente republicana. Cuando el régimen del 14de abril devino en caos, la derecha buscó a los militares para que le sacaran las castañas del fuego; y las sacaron, «pero fue, naturalmente, para comérselas ellos». La tragedia de las dos Españas sume a Gaziel, liberal europeísta, en un desconsuelo del que no se recuperará nunca. En vísperas del6 de octubre de 1934, cuando Companys está a punto de romper la legalidad constitucional con su bravata secesionista, Gaziel ya proclamaba su desencanto: «¿Y esto es democracia?¡Qué va a ser! Democracia es lo de Inglaterra, donde hay gobiernos enteramente laboristas, sin que a los conservadores se les ocurra combatir al régimen que lo consiente; y luego, tras un cambio en la conciencia pública, hay gobiernos conservadores, sin que a los derrotados laboristas se les ocurra armar una revolución». Y llegó la revolución en Asturias y Cataluña. Y el asesinato de Calvo Sotelo. Y la sublevación militar.

En 1936, añade Gaziel, «cuando estalló en nuestro hogar el bárbaro conflicto entre el fascismo y el marxismo, nosotros, la gente liberal, no pudimos estar ni de un lado ni del otro. Y por eso fuimos rabiosamente perseguidos por uno y por otro. Yo–pongamos por caso– he sido un hombre al que ambos bandos quisieron igualmente asesinar». En aquel Madrid de posguerra y cocidos autárquicos, Gaziel pergeñó entre 1946y 1953 sus Meditaciones en el desierto, uno de los dietarios más amargos de la Tercera España, la que salió mal parada de la Guerra Civil.

Todo era desconsuelo para el periodista catalán. Con la revolución hubo de huir a París, y a su retorno los vencedores le quisieron aplicar un consejo de guerra. En la década de1940 mantiene relación con Cambó; trabaja en la editorial Plus Ultra y planea con Luis Montiel, el empresario de Ahora y propietario de Sucesores de Rivadeneyra, un nuevo diario, La Hora…, pero todo quedará en proyecto. En 1946, Gaziel constata que el franquismo sigue ahí; que el comunismo se ha quedado con media Europa; que la burguesía contemporiza con la corrupción del régimen y se enriquece; que intelectuales como Ortega, Azorín, Marañón o Pérez de Ayala transigen; que Cataluña ha sido incapaz de materializar civilizadamente su encaje peninsular; que, en definitiva, la Guerra Civil, la guerra mundial, la bomba atómica y la guerra fría han acabado con la civilización de la Belle Époque, ese período que va de 1870 a1914 y que Zweig denominó El mundo de ayer. Fue en 1914 cuando Gaziel firmó sus primeras crónicas sobre la guerra europea y se desveló como periodista ejemplar. Y ese mundo inspirará en 1953 sus memorias. Las titula Tots els camins duen a Roma (Todos los caminos conducen a Roma) y subtitula «Historia de un destino». El destino de aquel sabio periodista era el desconhort (en catalán, «desconsuelo»). Así bautizó Gaziel en la Semana Santa de 1944 su conferencia para unos Juegos Florales clandestinos. Es muy autocrítico, sin concesiones sentimentales. Critica el nacionalismo de Prat de la Riba: una «exasperación falsa de la teoría romántica de las nacionalidades». Nacionalmente hablando, Cataluña «ha sido y es un organismo imperfecto y rudimentario y débil». Como bien apunta el profesor Manuel Llanas en su ineludible tesis (Gaziel: vida, periodisme i literatura, Barcelona, Publicacions Abadía de Montserrat, 1998), Agustí Calvet era partidario de desterrar de la historiografía catalana la pesada carga del romanticismo decimonónico. Admirador, como Pla, de Vicens Vives, aspiró a una historia de Catalunya «que se dejara para siempre de contar lo que podría haber sido y no fue, para decirnos lo que ha sido y lo que es, para ver si así podríamos llegar, por fin, a ver claramente lo que puede ser».

En sus Meditaciones en el desierto, Gaziel ve la España franquista como algo ajeno, donde va a ser difícil reintegrarse; lamenta el papel acomodaticio de algunos intelectuales de referencia y abomina de los versos «áridamente sonoros» del Don Juan de Zorrilla. En aquel Madrid de racionamiento y saludos nacionalsindicalistas, el exiliado interior reitera cual «mantra» los pecados capitales que desde el siglo XIX abortaron el proyecto liberal. Ni las élites intelectuales ni la burguesía dieron la talla. Sus palabras contra Ortega son muy duras. En la España del nacionalcatolicismo, el filósofo podría, como Fichte, erigirse en conciencia de la nación; pero, a juicio de Gaziel, su actuación es teatral y retórica: «Prefiere no comprometerse ni arriesgarse, ir vegetando, y hacer como si hiciera algo». Sus Meditaciones son puro desconsuelo. Desconsuelo: viejos colegas como el periodista Josep M. Massip, director de La Humanitat  –el diario de Companys–, diputado por ERC, firmando como corresponsal de ABC; desconsuelo: Ramón Gómez de la Serna proclamando su adhesión al caudillo…

Con sesenta y cinco años, Gaziel hace balance, mientras relee en francés las Mémoires d’Outre-tombe de Chateaubriand. El vizconde le parece «un gran escritor que, de forma revolucionaria, pugna por hacer revivir instituciones reaccionarias y difuntas[…]. Quienes le entendían literariamente iban en dirección contraria a la suya. Y quienes estaban con él ideológicamente no le entendían». Algo similar le sucede a Gaziel. Su crónica es una historia que acaba mal, narrada por un sabio incomprendido que añora una sociedad ya difunta. España es para él «una familia pobre, numerosa y mal avenida, con más carácter primario en sus diversos componentes que espíritu colectivo». En el plano internacional, nadie ha estado a la altura: ni Inglaterra ni Estados Unidos. Churchill «tuvo en sus manos la posibilidad de restaurar la democracia en España y prefirió salvar a Franco». En 1951, Truman entabla negociaciones con el Gobierno español. Franco ya es un peón anticomunista en la guerra fría. Tampoco ve posible que la restauración de Don Juan llegue a consumarse. Gaziel lo describe todo con la lucidez solitaria de la Tercera España. Su dietario expresa la prosa del desconsuelo.

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Ficha técnica

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