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Las cuentas del cuento

Los cuentos que cuentan

J. A. MASOLIVER RÓDENAS, FERNANDO VALLS

Anagrama, Barcelona, 1998

364 págs.

Incandescencia

ÁLVARO DEL AMO

Anagrama, Barcelona, 1998

221 págs.

La gran novela de Barcelona

SERGI PÀMIES

Anagrama, Barcelona, 1998

122 págs.

Cuentos

ELENA SANTIAGO

Junta de Castilla y León, Salamanca, 1998

305 págs.

Relatos sin fronteras

ANTONIO PEREIRA

Junta de Castilla y León, Salamanca, 1998

305 págs.

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Durante el siglo XX , el cuento, no sólo como forma narrativa sino también como denominación, ha soportado una fluctuación de sentimientos encontrados y extremos que van desde el respeto y el miedo, pasando por el desprecio, la indiferencia y el olvido, hasta el afecto y la veneración.

Tras la guerra civil, por ejemplo, el cuento perdió ante la novela el protagonismo que había tenido en los años precedentes a 1936. Las razones fueron, según Joaquín Millán Jiménez, por una parte el empacho de cuentos en los lectores, que en la anteguerra habían tenido fácil acceso a varias colecciones, y por otra, la nula comercialidad del género en la inmediata posguerra Joaquín Millán Jiménez, «El cuento literario español en los años 40», en Las Nuevas Letras, n.º 8, 1988, pág. 83.. Aún más, si, como escribió Juan Benet, casi todas las novelas españolas fueron entonces caballos de Troya Juan Benet, En ciernes, Madrid, Taurus, 1976, pág. 101. , con un arma dentro para halagar a la sociedad burguesa o para denunciar sus monstruosas deformaciones (mixtificaciones a las que se presta mal el arte literario), los cuentos no tuvieron ni siquiera esa oportunidad y permanecieron, salvo escasas excepciones, en el reducto de la prensa diaria.

Sin embargo, en la década siguiente de 1950, un nutrido grupo de jóvenes narradores, de excelentes novelistas en su mayor parte, reivindicó el cuento como género emblemático de su literatura. Uno de sus más afortunados creadores, Medardo Fraile, explica: «El cuento floreció entre las cenizas –¡y de qué forma!– por los años cincuenta, y el hecho de que haya españoles que quizá debieran saberlo y no lo sepan, o lo sepan a medias, no significa gran cosa, porque eso ocurre con casi todo lo que pasa aquí » Medardo Fraile, «¿El resurgir del cuento?», en Ínsula, n. os 512-513, agosto-septiembre 1989, pág. 10..

Con la llegada de la renovación narrativa, de 1962 a 1975, el cuento volvió a sumergirse en el olvido o la denostación. La renovación se aplicó sin objeciones a la novela, mientras el cuento, desplazado de los intereses intelectuales, sobrevivió a duras penas gracias a la constancia de algunos escritores. Hasta tal punto se le despojó de su identidad que incluso su nombre fue sustituido por el eufemístico relato. Y si en momentos de máxima experimentación se dijo de la novela que había muerto –el tiempo por fortuna demostraría lo contrario–, del cuento no pudo decirse nada, ya que en la mayoría de los casos fueron textos discursivos que, sin peripecias ni personajes, no contaban nada.

A partir de 1980, sin embargo, el cuento volvió a cobrar una fuerza sorprendente, casi tan significativa en intensidad como la del medio siglo. La recuperación narrativa que acabó con el paréntesis experimentalista, fundamentada en una reimplantación de los elementos tradicionales (trama, argumento y personajes), descubrió una nueva promoción de novelistas y de narradores con tal entusiasmo y dedicación expresa al cuento que despertó en los editores y los lectores una atención impensable hacia el género. Estos escritores (Merino, Pombo, Luis Mateo Díez, Millás, Marías, Vila-Matas, Fernández Cubas, Aparicio, Martínez de Pisón, entre otros) se encuentran ahora en una envidiable madurez cuentística.

Poco tenían que ver sus propuestas, sin embargo, con las intenciones de los años cincuenta. El cuento que en el medio siglo se tomó como testimonio de la realidad nacional y del individuo en sociedad, es decir, como un trabajo de carácter ético y de finalidad moral, se transformó en la década de 1980 en una literatura más plural, abierta a todas las realidades imaginarias y a una enorme libertad ideológica y estética. Sobre esta última recuperación se ha querido prolongar en nuestros días la presunta buena salud del cuento.

Los escritores actuales de cuentos, sobre todo los más jóvenes, no pierden la ocasión de exponer, cuando llega el caso, la teoría aprendida en Poe, Quiroga o Cortázar, para demostrar que conocen al menos la opinión de los maestros, aunque luego no lleven sus principios a la práctica: unos hablan de la intensidad del cuento, de su mordiente, de su máxima expresividad, de su alta presión en la distancia corta; otros piensan que en el cuento no hay lugar para elementos superfluos y accesorios, ni espacio para las zonas muertas, o que una línea de más arruina el cuento; éste exige para el cuento la dificultad y el rigor constructivo, así como la síntesis total y la máxima elipsis; aquél dice que la falta de sorpresa mata al cuento; tal acude a conocidas comparaciones (la fotografía o el poema, una aventura amorosa fugaz) para diferenciar al cuento de la novela; cuál reclama para el cuento una luz peculiar y una atmósfera de misterio; los más, en fin, conciben el cuento como la forma narrativa más inflexible para exigir la perfección al escritor, y reclaman la sugestión y la sugerencia, pues opinan que en un buen cuento se dice más de lo que se expresa y se oculta e intuye más de lo que se dice, sobre todo si tiene una trama y un desenlace abiertos.

Por otra parte, suelen insistir los escritores de cuentos, exageraciones aparte, en que el cuento es el género de moda, el más destacado en este fin de siglo, ya que su fragmentariedad encaja bien con la sensibilidad contemporánea (fragmentada y fogueada de igual modo por la percepción de elementos aislados), y el que mejor refleja, interna y externamente, nuestro tiempo y nuestros problemas. Y no faltan quienes, escritores o editores, ponen su broche de medio pelo al repetir que el cuento es la forma literaria que mejor se amolda al ritmo cotidiano de la vida actual, pues su brevedad favorece la lectura en los escasos márgenes de tiempo que permiten las prisas diarias.

Ahora bien, si el cuento ha resurgido de sus cenizas dos veces en tan corto espacio de tiempo, en las décadas de 1950 y de 1980, ¿es posible una nueva floración en la de 1990? A tenor de los libros publicados en los últimos meses y del eco que han tenido en los suplementos literarios y algunas revistas, parece oportuno pensar que así ha sido, o que, por el contrario, se trata de otra campaña comercial más, planificada por las grandes editoriales. A pesar de ello, existen a veces brechas muy profundas entre las poéticas de los jóvenes narradores y los cuentos escritos. Porque no es suficiente defender la intensidad o la expresividad, la concisión o la supresión de elementos superfluos, para lograr la perfección a través de la sugerencia, el misterio y la sorpresa, si luego, quien lo proclama se ajusta a un modelo de cuento, el más frecuente hoy día entre los jóvenes, que en vez de sugerir emociones o abismos, explicita anécdotas y retrata tipos, y en vez de crear realidades imaginarias y sugestivas, reproduce simiesca y miméticamente circunstancias muy cercanas al lector, al igual que hace su hermana la novela.

Poco queda entonces, en esta situación, de la admitida comparación entre el cuento y la poesía. Al poema y al cuento les sucede lo que a las palabras, que adquieren su valor sustancial en su capacidad simbólica y no en sus significados referenciales. Si algo distingue a la literatura del lenguaje cotidiano, aparte su finalidad estética, es la sugerencia simbólica, que no está sujeta al significado denotativo o referencial. Un buen cuento, como un buen poema desvela sentidos impensados tras sus significados aparentes, e insta al lector a descubrirlos. Un mal cuento sólo expresa lo que significan sus palabras, que normalmente es muy poco, es decir, argumento y peripecia, y el lector circula por él sin esfuerzo, sin implicarse en absoluto y sin poner nada de su parte.

¿Cómo será posible un resurgir comercial del cuento, un género de gran dificultad y concisión que se presenta sotto voce y requiere en el receptor una actitud de intensa complicidad reflexiva, en unos años en que todos –escritores, editores y críticos– han planificado y apoyado un tipo de novela fácil y frívola, de gran difusión, sólo apta para lectores cómodos y pasivos? Cuesta mucho creerlo. Poco a poco el lector medio de hoy ha sido educado en esa sola dirección y ha ido aceptando con agrado novelas de lectura digestiva, de estructura sencilla, de transparente argumento y de personajes muy actuales en los que poder reconocerse, con el único objetivo del entretenimiento o el autoconsuelo. Ha ido rechazando, en cambio, aquellas novelas complejas, sugerentes o desazonadoras, que apuestan por el riesgo y la renovación.

Cuando en narrativa sólo vale el entretenimiento, es decir, el argumento y la peripecia, y no la emoción estética, no hay lugar para la sutileza y la sugestión, caracteres esenciales del cuento. Por mucho que sus valedores comerciales limiten el campo del cuento a sus aspectos más externos, a saber, su brevedad y fragmentariedad, para proclamarlo como el género más conveniente a nuestro tiempo, el lector medio sigue prefiriendo la fluidez intrascendente de los best-sellers con ochocientas páginas a la condensación abrupta del cuento. Aceptémoslo: o el cuento es como es, el grado máximo de la expresión narrativa cuya tensión se proyecta y abre hacia horizontes connotativos más amplios, o se convierte, subordinado a una acción tan realista como la vida misma y a unos personajes esquemáticos, en una estampa costumbrista. En el primer caso, para el lector actual, que huye de lo literario, el cuento, al ser literatura esencial como la poesía, seguirá siendo un género menor y minoritario; en el segundo caso, para el lector que busca reflejarse en lo que lee, será una forma de autocomplacencia y reconocimiento de su vivir cotidiano que no trasciende las circunstancias concretas.

No obstante, contemplado en toda su extensión por el volumen de las publicaciones, el cuento parece gozar de buen semblante y de buena cara en España. Lo escriben autores de todas las edades (algunos: Pereira, Merino, Millás, Rivas o Martínez de Pisón, con extraordinaria calidad); se mantienen fieles los premios, que contribuyen benéficamente a su difusión (uno de los últimos en llegar con buen pie es el Premio NH); surgen nuevas antologías y las editoriales se disputan el honor de su renovación (algunas: Alfaguara, con una magnífica colección de Cuentos completos; Plaza & Janés, con una interesante colección de relatos breves en bolsillo). Un caudal variopinto se extiende, pues, ante el gusto del lector; pero, como en todo, hay que saber nadar y guardar la ropa, pues nunca se parece la máscara a lo que se esconde tras ella, ni los cuentos mediocres dejan de ser tales por estar promocionados a la sombra de los mejores.

Veamos casos concretos. Siempre es necesario el libro o la antología de fondo: por ejemplo, Cien años de cuentos (1898-1998) de José María Merino Echamos en falta en esta completa antología del cuento español contemporáneo un cuento del propio José María Merino, uno de nuestros mejores narradores de este siglo. Su ausencia sólo puede justificarse por la elegancia y caballerosidad del autor., La memoria de los cuentos de Miguel Díez y Paz Díez-Taboada, un recorrido por los cuentos populares del mundo a lo largo de muchos siglos, o La oreja de lucifer y otros cuentos del demonio de Fernán Caballero, muy provechosos los tres para la enseñanza, además de las mencionadas colecciones de Alfaguara y Plaza & Janés. De igual modo, el libro que presenta a un excelente narrador actual poco conocido entre el gran público, como es el caso de Jorge Onetti con Siempre se puede ganar nunca, de Antonio Pereira con Relatos sin fronteras, de Elena Santiago con Cuentos o, aunque más irregular, de Álvaro del Amo con Incandescencia. No son necesarios ni oportunos, en cambio, los que repiten los esquemas frecuentes en las novelas costumbristas actuales (véase, entre otros muchos, La gran novela de Barcelona, libro de cuentos, pese al título, de Sergi Pàmies).

Las antologías colectivas, en fin, tan necesarias por su función clarificadora de tendencias como desiguales por su propia condición de cajón de sastre, tienen a veces la virtud de descubrir nuevos autores, pero otras el lastre de reiterar en sus propuestas los clichés y las deficiencias generales que afectan a la narrativa española actual. Puede verse, por ejemplo, en dos antologías recientes que intentan dar un panorama de los nuevos narradores españoles, Los cuentos que cuentan de Fernando Valls y Masoliver Ródenas, y de la narrativa breve escrita por mujeres, Vidas de mujer de Mercedes Monmany. Por encima de la buena voluntad de los preparadores de la edición y de su esfuerzo por clarificar el estado de la cuestión al presentar un gran mosaico de narraciones, lo cierto es que, al lado de cuentos estimables, se encuentran en la primera no pocos calcos de la realidad cotidiana y bastantes copias de la narrativa de género, y en la segunda un alto porcentaje representativo de cuentos que más arriba hemos señalado como literatura escrita para identificación y autoconsuelo de los lectores.

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