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El crítico como artista

Siete precursores. Escritores del siglo XX

MARCEL REICH-RANICKI

Galaxia Gutenberg-Ci?rculo de Lectores, Barcelona

Trad. de Jose? Luis Gil Aristu

306 pa?gs.

18 €

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La autobiografía de Reich-Ranicki (Polonia, 1920) ya puso de manifiesto que su escritura estaba más cerca de la creación que del análisis académico. Su prosa está muy lejos de cualquier alarde estilístico, pero sus dotes para evocar y recrear, su precisión y limpieza, su capacidad de penetración psicológica, su habilidad para combinar el dato histórico, la anécdota y el comentario crítico, evidencian que el impulso creador es un elemento más de su producción textual. Mi vida (2001) ofrecía una emotiva descripción de sus años como estudiante, cuando el descubrimiento de la literatura alemana despertó una vocación donde nunca se planteó el propósito de escribir creación, sino crítica, estudios minuciosos pero libres de áridos tecnicismos que sepultaran sus escritos en el nicho de la literatura científica, universitaria. Esa intención se mantendrá durante los años posteriores, facilitando su promoción como figura mediática. Colaborador de Die Zeit y responsable de la sección de letras del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Reich-Ranicki dirigió El cuarteto literario entre 1988 y 2001, célebre programa televisivo de crítica literaria de la ZDF. Desde ese espacio, consolidó carreras, cuestionó dudosos prestigios y cosechó una buena colección de enemistades. Vargas Llosa no ocultó su admiración por sus memorias, pero reconoció que el personaje le resultaba particularmente antipático. Su tendencia a referir las miserias de los autores reflejaba una morbosa complacencia hacia el escarnio que no está ausente en Siete precursores (2003), una recopilación de ensayos donde convive el estudio de los textos con el retrato psicológico.

Reich-Ranicki se ocupa de la literatura alemana de la primera mitad del siglo XX , señalando las afinidades entre un grupo de escritores (Schnitzler, Thomas Mann, Döblin, Musil, Kafka, Tucholsky y Brecht) que renuevan la novela, incorporando al género introspección, lirismo, autocrítica, parodia y elementos ensayísticos. No se trata de creadores ligeros (a excepción de Tucholsky, donde la vulgaridad se transforma en literatura, gracias a una poética de la desmesura y la inmediatez), sino de novelistas con pretensiones de totalidad, cuyo objetivo es retratar el alma de una ciudad, de una época o de un continente. Los ensayos dedicados a Schnitzler impugnan la imagen de frivolidad que durante mucho tiempo se asoció a un precursor de experimentos narrativos consolidados por la posteridad. Schnitzler se anticipa a Ford Madox Ford, Joyce y Faulkner en el empleo del monólogo interior, pero esa intuición no es lo que determina el valor de su obra, sino su vocación de actuar como cronista de una decadencia. Sus novelas muestran un sincero desinterés hacia la política, pero no hacia la desintegración del mundo burgués, una clase social que sirvió de matriz a la identidad europea.

Los seis ensayos dedicados a Thomas Mann constituyen lo mejor del libro. El análisis de El elegido –novela tardía y menospreciada– es particularmente agudo. La historia de un amor incestuoso adquiere rasgos de meditación ética y estética que cuestionan su carácter supuestamente menor. Hay un pálpito religioso en el relato, pero se trata de una religiosidad sin Dios. El trágico destino de los protagonistas sólo encuentra la absolución en la trascendencia del arte, que disuelve todo odio y necedad. Mann manifiesta un rechazo incondicional hacia la intolerancia de las iglesias en materia sexual. La homosexualidad, el onanismo o el incesto son formas de amor (amor a uno mismo, a los otros, a los iguales) que no toleran la censura moral. Nos hemos acostumbrado a que las versiones atípicas del amor no logren separarse del drama, pero Mann reivindica la ligereza, la alegría de amar. Por eso, se aleja de esa deriva hacia el ensayo que caracteriza a sus novelas mayores, donde la narración abdica a favor del pensamiento. Dado que el amor es tan incomprensible como la gracia, sólo la poesía podrá acceder a su misterio.

Los restantes ensayos sobre Thomas Mann no son despreciables, pero carecen de la profundidad del anterior. Reich-Ranicki comenta sus diarios, sin escamotear las dosis de tedio y vanidad que se desprenden de sus páginas. Los escritores son egocéntricos hasta el ridículo. Mann considera que todos sus actos son esenciales para la posteridad. Por eso, anota sus incidencias escatológicas, sus dificultades para evacuar sus intestinos o sus problemas digestivos. Ese narcisismo también se manifiesta en su interminable lamento ante la indiferencia de sus compatriotas. Incapaces de valorar su obra, no comprenden que la lengua alemana nunca voló tan alto desde Goethe. ReichRanicki afirma que, a pesar de su desorden y prolijidad, sus diarios nos ayudan a encontrarnos con nosotros mismos, pero no disimula su decepción ante el Doktor Faustus , una novela malograda por haber situado en su centro «una música (Schönberg, Berg) que no amaba y que, en el fondo, ni siquiera apreciaba» (pág. 63). Reich-Ranicki muestra dotes de novelista al recrear las nada implícitas fantasías homosexuales de Thomas Mann, fascinado a sus setenta y cinco años por un camarero adolescente. La idea de dormir con él no le molesta, pero ese anhelo nunca se consuma. Mann intuye que el amor, con sus dosis de erotismo y desesperación, es algo más que una experiencia emocional y física. Al igual que en Miguel Ángel, el amor actúa como raíz del impulso creador. La acción de crear surge de ese mismo fondo donde palpitan las tensiones de la adolescencia: la sensibilidad exacerbada, la pasión por la música, el instinto metafísico, el erotismo impregnado de trascendencia. «El yo –escribe Thomas Mann a su hermano Heinrich– nunca abandona la pubertad». En los ensayos sobre Döblin, la prosa de Reich-Ranicki muestra sus calidades literarias, pero también incurre en ese chismorreo que a veces malogra sus análisis. Pese a esto, fulgura su intuición de gran crítico al señalar la proximidad entre el artista y los marginados. La literatura crece al margen y es algo más que expresión. Algo se dice en el artista cuando habla. El escéptico Döblin escribe: «Creemos hablar, pero somos hablados, o creemos escribir, pero somos escritos». La sinceridad de Reich-Ranicki con Doktor Faustus se repite con El hombre sinatributos , «un monumento protegido» sobre el que hay unanimidad crítica, pero no análisis riguroso. La veneración casi religiosa que arropa a la novela ha impedido señalar lo evidente: la prolijidad innecesaria, la acumulación desordenada de páginas, la ausencia de un criterio de poda o depuración, la postergación de lo narrativo en beneficio de un ensayismo que a veces incurre en lo banal o esotérico, el preciosismo de un estilo que bordea la cursilería. El diagnóstico de Reich-Ranicki es implacable: Musil «no estuvo a la altura de su talento» (pág. 203). Si El hombre sin atributos fracasa, El estudiante Törless revela una aguda inteligencia para mostrar la connivencia entre la educación autoritaria y los gobiernos totalitarios, el principio de autoridad y la perversión del sadismo.

La evocación de la correspondencia entre Kafka y Milena Jesenská representa otro de los momentos culminantes del libro. De nuevo con perspicacia de novelista, Reich-Ranicki reconstruye una relación basada en el intercambio epistolar, donde prevalece la idea de que dos páginas escritas tienen más valor que dos horas de vida. Kafka apura la copa de la autoinculpación y monologa interminablemente, rehuyendo el contacto físico. La disposición de Milena no se corresponde con la de un alma estragada que poetiza sobre el otro desde la distancia. Kafka reconoce su necesidad de amar y ser amado, pero no oculta su miedo. La escritura permite mantener la comunicación, sin adquirir ningún compromiso. La actividad sexual de Milena contrasta con la de un hombre abrumado por la impotencia ante la vida y que no se considera capaz de mantener una relación normal con una mujer. «Es imposible –escribe– llevar una vida humana a mi lado».

Los ensayos sobre Tucholsky y Brecht redundan en esas miserias que suelen proliferar entre escritores y artistas. Inestable, egoísta, infiel, Tucholsky se defendió de la depresión refugiándose en una mentecatez perfectamente consciente. Su prosa no es la de un creador, sino la de un periodista, un agitador que desprecia el fascismo, pero que desconoce los sentimientos de empatía. Vanidoso, grafómano compulsivo, incapaz de abordar proyectos ambiciosos, exhibió un humor dudoso y una perfecta indiferencia hacia las cuestiones de estilo. Nunca depuró sus textos, nunca se preocupó de discriminar entre lo anecdótico y lo esencial. Enemistado con Karl Kraus, su influencia en la prensa alemana resultó decisiva. ReichRanicki reconoce su deuda: «Fue uno de los nuestros» (pág. 254). Brecht no era un majadero, pero desconocía los escrúpulos y pontificaba de una forma insufrible. Aficionado a las meretrices, la experiencia de la sumisión satura sus obras, mostrando una aguda comprensión de los aspectos más destructivos del amor y el sexo. Preocupado por la posteridad, su militancia política no poseía tanta intensidad como su convicción de estar escribiendo algunas de las páginas más memorables de la literatura alemana. ReichRanicki considera que su obra se ha debilitado con la caída del comunismo, evidenciando su excesivo apego a la lucha política. La inspiración pedagógica de su teatro escamotea sus logros escénicos, poniendo de manifiesto una intolerancia incompatible con la libertad de la creación artística. La faceta más perdurable de Brecht hay que buscarla en la lírica, esa poesía que no rehúye lo obsceno y grosero. La procacidad no excluye la misoginia, pero apenas logra ocultar un miedo patológico al amor, con toda su carga de riesgo e incertidumbre. Siempre nos quedará la sospecha de una inmadurez disfrazada de donjuanismo.

Siete precursores es un libro fascinante. No hay un planteamiento sistemático ni una teoría crítica que unifique los ensayos. Prevalece la dispersión y un evidente desequilibrio. Si las páginas dedicadas a Thomas Mann o Kafka revelan perspicacia y rigor, las que se ocupan de Tucholsky o Brecht nos parecen insuficientes. Eso sí, nadie puede negar esa capacidad de acercar las obras al gran público que caracteriza a los divulgadores con la destreza de combinar amenidad y exigencia. El tedio está excluido y el entusiasmo resulta contagioso. Reich-Ranicki habla de otros, pero su personalidad no deja de circular por el texto. Es una voz impertinente, chismosa y, en ocasiones, pueril, pero que de repente alza el vuelo y despliega una visión privilegiada sobre algunas de las novelas esenciales de la literatura alemana de principios del siglo XX . Su forma de abordar el hecho literario corrobora que la crítica puede ser un género tan creativo como la ficción. Irreverente, agudo, burlón, Reich-Ranicki se ha convertido, con su prosa ágil y transparente, en una referencia ineludible, trascendiendo la efímera existencia de la reseña periodística. Sus escritos son escritos perdurables.

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