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Editor y escritor Feliz

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De nuevo se nos ha echado encima la Navidad. Comienza otra vez el gran potlatch, la orgía de despilfarro con la que los occidentales la celebramos. Hace un año, por estas mismas fechas, estaba convencido de haber encontrado una solución individual para mis quebraderos de cabeza. Pregunté a cada miembro de mi familia cuánto pensaba gastarse en regalos para mí y, una vez conocida la cantidad, y comprobada que era muy semejante a la que yo también pensaba invertir en los presentes destinados a cada uno de ellos, les propuse quedarnos en tablas. Ellos se comprarían con su dinero lo que estimasen apropiado y yo haría lo propio con el mío. Con esa estratagema evitaríamos prisas, angustias y decepciones, además de tediosos canjes de obsequios no deseados. Y, sobre todo, ahorraríamos tiempo: puesto que ya no estaríamos obligados a obsequiarnos a nosotros mismos en una fecha precisa, la decisión de comprar podría posponerse hasta encontrar algo que verdaderamente fuera del agrado de cada cual. Mi propuesta no tuvo éxito: yo les argumentaba con lógica y ellos me respondían con sentimientos. Ir de compras, pasear por grandes almacenes, malls y zonas peatonales sin objetivo premeditado, dejándose tentar y participando del espectáculo de la abundancia asequible se ha convertido en la mayor actividad de ocio en la vida comunitaria de las sociedades ricas. Comprar de acuerdo con el principio del mero deseo, sin la presión agobiante de la necesidad, constituye la más interiorizada encarnación del concepto de libertad individual predominante en esta porción del mundo en el umbral del nuevo milenio. El flâneur baudelairiano celebrado por Walter Benjamin se ha hecho mainstream, librándose de la sospecha que lo aproximaba al vago, al improductivo. Eso, dentro de nuestras fortalezas; fuera, claro está, reside la miseria. Pero conviene no mirar hacia ese lado, no se nos vaya a estropear la fiesta. Desde el punto de vista cultural, que es el que ahora me importa, el consumo es una práctica simbólica que debe ser interpretada como tal. Comprar, consumir, construye identidad y también la cambia, por eso nos gratifica. Frente al display de objetos, el comprador se convierte en una especie de artista de la cultura popular: por eso consumir depende también de la destreza del sujeto para interpretar y disfrutar de los signos estéticos y los reclamos tentadores. Ir de compras no significa necesariamente entre nosotros ir a comprar, sino realizar una especie de excursión a un lugar al que se confieren características de territorio de exploración, de descubrimiento y de placer. Los anglófonos lo llaman the shopping experience. A Marx ni le interesaba ni le dio tiempo a analizar los rituales del consumo o las intrincadas técnicas de seducción que ya en su tiempo habían puesto en marcha los grandes almacenes, esas locomotoras privilegiadas del comercio moderno. Incluso para los economistas y teóricos marxistas el énfasis en la actividad consumidora implicaba hasta hace muy poco distracción ideológica del análisis del modo de producción, verdadero acicate para la lucha por la emancipación de los trabajadores. A pesar de algunas excepciones hoy revaluadas (Simmel, Veblen) por los teóricos de la derecha, el consumidor era la cenicienta de los intérpretes sociales. Los grandes almacenes, una creación de mediados del siglo XIX, fueron el epítome de la penúltima transformación del comercio. El llamado «almacén de novedades» culminaba una milenaria cadena evolutiva que conduce desde los mercados abiertos de las polis griegas a los complejos malls estadounidenses. La aparición de nuevos bienes, la puesta en marcha de métodos revolucionarios de distribución y promoción de las mercancías están en la base de esa forma «democrática» del consumo que fue fraguándose en el París de la Restauración y se consolidó en el del Segundo Imperio, cuando se liberalizaron las normas comerciales y Haussmann diseñó las grandes avenidas que permitieron que la ciudad dejara de ser una especie de aglomeración de barrios escasamente comunicados. El consumo de masas requería fácil acceso a sus templos. La mejor plasmación literaria de ese momento crucial la llevó a cabo Émile Zola en una novela apasionante de la que por fin existe buena traducción española: El paraíso de las damas (Alba Editorial). Publicada en 1883, la narración condensa en unos años una evolución –la de los magasins de nouveautés– que tuvo lugar a lo largo de medio siglo. Sus antecedentes literarios pueden rastrearse en al menos dos novelas de la Comedia humana de Balzac: La casa del gato que juega a la pelota (1829) e Historia de la grandeza y decadencia de César Birotteau (1837). Pero fue Zola el que mejor supo abordar, prestándole acentos épicos, el ascenso del gran almacén como santuario del nuevo comercio: «quiero hacer el poema de la actividad moderna», escribió a propósito de su libro. Zola estableció su almacén ficticio Au bonheur des dames a partir de dos conspicuos modelos reales: Au bon marché y Le magasin du Louvre, inaugurados, respectivamente, en 1852 y 1855. Sus cuadernos de notas reúnen prolijamente observaciones y datos técnicos que luego pondrá al servicio de su narración. Lo que le interesaba al escritor naturalista no era la anécdota –la relación entre la pobre dependienta y el director del almacén– sino precisamente el funcionamiento del monstruo, presentado alternativamente como templo o palacio de ensueño («catedral del comercio moderno, resistente y airosa, construida para todo un pueblo de compradores»), máquina perfecta (como la locomotora de La bestia humana) o ámbito de placer sexual femenino («en el Paraíso se sentían como en una cita galante, notaban en torno una caricia continua, una amorosa efusión que rendía incluso a las más honestas»). Leída ahora la novela de Zola funciona, además de como típica muestra de los presupuestos literarios del autor, como una auténtica apología del comercio moderno, ese que se levanta aplastando al viejo y provocando una estela de dramas individuales que tiran de la narración. A Zola le interesa cómo funciona esa máquina: desde las consecuencias de la introducción del precio fijo de las mercancías (una condición indispensable para las ventas masivas con márgenes reducidos) hasta su display seductor en el mostrador de ventas. La historia del comercio moderno es también la de los procedimientos de creación de esa aura en torno a los objetos que no sólo ha seducido a docenas, generaciones de consumidores cada vez más sofisticados, sino a todo el arte de vanguardia del siglo pasado. Lo vaticinó Warhol: los museos y las tiendas se han convertido en entidades intercambiables. En nuestra cultura el consumo es la manifestación de la forma más popular del ocio. Y a veces de la más sofisticada: no se pierdan, si van a Nueva York, la visita a la tienda Prada de Soho. Por cierto que su arquitecto, Rem Koolhaas, es el responsable del cínico dictum de la nueva distinción social: en un mundo en el que todo es comprar, el lujo total es no hacerlo. Feliz potlatch y próspero año nuevo.

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