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Palestina e Israel: una sobredosis de historia

LA TIERRA MÁS DISPUTADA. EL SIONISMO, ISRAEL Y EL CONFLICTO DE PALESTINA

Joan B Culla

Alianza Editorial, Madrid

624 pp.

20 €

PALESTINA, PASOS PERDIDOS,

José Enrique Ruiz-Domènec

Destino, Barcelona.

317 pp.

20 €

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Pocos conflictos han generado tanta polémica y han hecho correr tanta tinta como el que enfrenta a israelíes y palestinos. En el último medio siglo no ha pasado un año sin que se publicasen decenas de libros en diferentes lenguas que intentaban desentrañar las raíces políticas, económicas, sociales e históricas del conflicto. Pese a la aparición de numerosas novedades editoriales en la última década, la bibliografía en español sobre esta materia dista todavía mucho de lo deseable, especialmente cuando la comparamos con la existente en inglés o francés Agustín Velloso, «La bibliografía en español sobre el conflicto palestino», en Ignacio Álvarez-Ossorio e Isaías Barreñada (eds.), España y la cuestión palestina, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2003.. Si siempre es de agradecer la publicación de un nuevo libro, en este caso deberíamos felicitarnos por partida doble, puesto que las novedades editoriales son dos y están firmadas por dos académicos de dilatada trayectoria investigadora como son los profesores Ruiz-Domènec y Culla.

En las primeras líneas de ambos libros, los autores se sienten en la obligación de hacer una declaración de intenciones en torno a sus respectivos libros. Para Ruiz-Domènec, «la información es abundante, como también los tópicos o las imágenes asociadas a un pasado glorioso […]. En cambio, tenemos pocas narraciones de conjunto» (p. 18). Por esta razón es por la que el historiador granadino se cifra un ambicioso objetivo: analizar la evolución de Palestina desde la situación actual hasta la Edad de Bronce en el convencimiento de que «la genealogía del conflicto de Palestina exige una vía de acceso minuciosa que vaya del presente al pasado, real o inventado, recorriendo hacia atrás el tiempo histórico como si se tratase de una prospección arqueológica que vaya revelando los diferentes estratos culturales» (p. 21).Tal intento tiene, inevitablemente, sus riesgos, ya que el autor pasa a vuelo de pájaro por acontecimientos cruciales para entender el complejo presente. A pesar de su loable concisión y síntesis, trescientas diecisiete páginas parecen insuficientes para analizar una historia llena de matices.

Por su parte, Culla parte de la idea de que, pese al abultado espacio que le dedican a diario los medios de comunicación, el conflicto palestino-israelí sigue siendo un gran desconocido para la población que, en lugar de intentar comprenderlo, busca ante todo posicionarse ante él. Para este profesor de Historia Contemporánea existe «un desconocimiento tan generalizado como transversal a todo tipo de colectivos profesionales o culturales, desde el tópico ciudadano de la calle hasta el académico o el periodista» (p. 12), ignorando así los esfuerzos realizados por estos colectivos para acercar el conflicto al gran público Entre los académicos que han analizado el conflicto cabría mencionar los siguientes nombres: el tristemente desaparecido Roberto Mesa, Pere Vilanova, Antoni Segura, José U. Martínez Carreras, Isaías Barreñada, Ferrán Izquierdo, José Abu Tarbush, Alfonso J. Iglesias, por mencionar tan solo algunos ejemplos; entre los periodistas merecen especial atención las obras de Teresa Aranguren, Adrián Mac Liman, Juan Cierco, Lola Bañón, David Solar, Miguel Ángel Bastenier, Eugenio García Gascón, Henrique Cymerman y Francisco Medina. .

En una sugerente entrevista publicada hace casi una década, el intelectual israelí Amos Oz se refirió a la difícil convivencia entre laicos y ortodoxos judíos en la Ciudad Santa de la siguiente manera: «Jerusalén está totalmente envenenada con una sobredosis de historia» Entrevista con Amos Oz, El País, 14 de enero de 1996.. El objetivo de Ruiz-Domènec es precisamente el de lanzar «una mirada histórica de larga duración sobre Palestina y su mundo» al constatar que «es imposible entender la situación actual sin haber recorrido unos pasos previos» (pp. 22-23). De hecho, es el quinto capítulo de la obra, titulado «La brigada arqueológica» y dedicado a la instrumentalización de la arqueología con fines ideológicos, uno de los más atractivos.Ya en las primeras páginas había advertido el autor: «Nunca he creído que las excavaciones por sí solas puedan resolver el problema histórico de Palestina» por «la dificultad de excavar en una tierra donde cualquier hallazgo es susceptible de ser utilizado en el debate político» (p. 18).

Además de la más que pertinente alusión al libro Crepúsculo en Palestina de Edward Fox, que narra el extraño asesinato del arqueólogo Albert Glock en 1992, el autor pone el dedo en la llaga al detenerse en «la ocupación de Palestina por las sociedades arqueológicas de las potencias occidentales» (p. 82), a la cabeza de las cuales estaba el Palestine Exploration Fund británico, que sentó las bases de las posteriores reclamaciones de la Corona sobre Palestina. Sus estatutos señalaban, en la más rancia actitud eurocentrista, que «ningún país debe revestir más interés para nosotros que aquel donde se redactaron los documentos de nuestra fe». El arzobispo de York, su primer presidente, llegaría a afirmar: «Esta tierra nos ha sido dada. Podemos mirar hacia esa tierra con tan auténtico patriotismo como cuando miramos hacia nuestra querida y vieja Inglaterra, a la que tanto amamos» (p. 85).Tampoco pasa inadvertido para el autor el hecho de que Yigael Yadin, uno de los más reputados arqueólogos israelíes, hubiera sido previamente jefe del Estado Mayor, lo que pone de relieve el intento de «buscar una explicación científica al mensaje de Dios» y «convertir a Palestina en un laboratorio para determinar la superioridad de un credo sobre los demás» (p. 89).

En varios pasajes de Palestina, pasosperdidos se intenta encontrar en la religión la explicación de los problemas actuales. Para el autor, la creación de Israel no es obra de un movimiento secular como el sionista. En varias ocasiones se describe la llegada de los colonos judíos europeos a Palestina como una aliyá religiosa: «La elección de la tierra prometida se hizo en nombre de la libertad del pueblo elegido y empujado por el anhelo de redimir a Dios de su culpa» (p. 72). Basta con recurrir a la obra de Joan B. Culla para deshacer el entuerto, puesto que «los inmigrantes desembarcan en Palestina sin familia, imbuidos de un espíritu rebelde y de un laicismo radical que chocan pronto con la ortodoxia del viejo yishuv» (p. 63).

En esta misma línea, la creación de Israel en 1948 es descrita por RuizDomènec como «el restablecimiento de una nación que había dejado de existir durante dos mil años» (p. 51). Para continuar afirmando, al detenerse en el misticismo judío en los siglos XVI y XVII , que «nadie parecía tener respuestas al problema palestino que era más bien entonces (como ahora) un problema religioso, y no místico» (p. 106) o, al abordar la Tercera Cruzada, «la pantalla creada para ocultar las verdaderas negociaciones tenía un propósito manifiesto de situar la política por encima de la religión. Algo impensable en Palestina entonces, ahora y siempre» (p. 135).

El historiador también recurre a la religión para explicar la desmembración del «hombre enfermo» otomano y la penetración rusa en los Balcanes a partir del siglo XIX que, según su opinión, no responde al auge de los nacionalismos. En las páginas 81 y 82 llega a afirmar: «Ante el imparable colonialismo de las potencias occidentales, el zar Nicolás I comprueba que el único valor evidente y seguro es el apoyo a la religión ortodoxa en todas sus decisiones», dado que «el colonialismo occidental era el vehículo utilizado por católicos, anglicanos y protestantes para hacerse con la memoria del cristianismo en detrimento de la religión ortodoxa».

En cuanto a una valoración de conjunto de la obra podemos afirmar que su afán de abarcar un amplio período histórico y su voluntad divulgadora (se hace lo imposible por no recargar la obra con nombres y fechas) hace que el conjunto pierda profundidad, aunque al mismo tiempo aumenta su atractivo para quien quiera adquirir una visión panorámica y global. El hilo argumental de Palestina, pasos perdidos es que el conflicto actual es esencialmente religioso. Este planteamiento, compartido sin duda por los sectores ortodoxos (tanto judíos como musulmanes), es sumamente simplificador y nos impide comprender un conflicto tan alambicado y poliédrico donde no puede infravalorarse la dimensión política, económica, cultural e ideológica.
 

La tierra más disputada se centra en la evolución de la ideología sionista desde su aparición en el siglo XIX hasta nuestros días, pasando por el esfuerzo colonizador llevado a cabo por los pioneros en la primera mitad del siglo pasado (el capítulo tercero lleva el expresivo título «Con el arado y el fusil»), que culminó en la creación del Estado de Israel en 1948. La elección del título no es del todo inocente, ya que está cargada de connotaciones ideológicas (el autor llega a describir el conflicto como un «litigio» en la página 11), ya que Israel denomina a Cisjordania y Gaza, ocupadas en la Guerra de los Seis Días en 1967, tierras «en disputa», pese a que la comunidad internacional las considera «territorios ocupados».

Sin duda los capítulos más atractivos son aquellos dedicados al surgimiento del movimiento sionista. Como se afirma en el capítulo primero, «esta historia no comienza en las montañas de Galilea, ni tras los muros de Jerusalén, ni en las orillas del Jordán, sino en el centro mismo del continente europeo que, durante la segunda mitad del siglo XIX , acoge hacia el 85% de los judíos del mundo» (p. 15). Para el autor, el sionismo es el resultado de las traumáticas transformaciones registradas en Europa: el avance del liberalismo, la eclosión del socialismo, la expansión del capitalismo y los procesos de secularización que incidieron particularmente sobre una población judía «hecha pedazos, sin una base territorial, sin instituciones políticas, marcada por siglos de persecución, de discriminación y ostracismo» (p. 16).

Como afirma Culla, «desde la Ilustración, la religión retrocede en todas partes frente a la razón y las sociedades se secularizan, y las creencias sobrenaturales empiezan a ser un hecho individual, no social» (ibid.). Mientras la población judía europea occidental tiende hacia «la asimilación social, cultural, política» e, incluso, religiosa, puesto que «el bautismo era visto como el irrevocable certificado de admisión en la civilización occidental» (p. 17), la situación de los judíos al este de Europa es mucho más precaria. Con una densidad de población mayor y en un contexto hostil (patente en los pogromos de 1881-1882 en la Rusia de Alejandro III, que provocaron miles de muertos y, también, en el clima de antisemitismo que se respira en Europa en las décadas posteriores del que Schönerer, Lueger, Gobineau o Drumont son buenos ejemplos), la población judía se refugia en la preservación de su identidad. De hecho, «los pogromos actuarán como un brutal, pero efectivo factor de maduración de las ideas, de las posiciones y de las conductas en el camino desde el protosionismo hacia el sionismo» (p. 27). Es entonces cuando comienzan una serie de migraciones (casi tres millones de judíos abandonan Rusia entre 1881 y 1914), aunque tan solo una mínima parte se instala en Palestina. Baste mencionar que en 1931, dos años antes del ascenso del nazismo al poder, sólo 175.000 judíos vivían en Palestina (idéntica cantidad a la existente en Argentina).

Previamente a Theodor Herzl y a su Der judenstaat, considerados, respectivamente, el padre y la obra clave del sionismo, una serie de pensadores judíos nacionalistas comienzan a considerar «la propuesta del retorno a la tierra, a Palestina, como la única vía de normalización nacional», pero siempre interpretando que la clave está en erigir un «Estado profundamente socialista con valor de modelo universal» (p. 25) o, lo que es lo mismo, «un Estado neutral, moderno, eficiente, económicamente dinámico y socialmente progresivo» (p. 38): es decir, la antípoda de un Estado teocrático regido por la ley mosaica. Herzl fue ante todo un visionario capaz de vaticinar ya en el primer congreso sionista celebrado en Basilea en 1897 que «he fundado un Estado judío […]. Dentro de cinco años tal vez, con seguridad dentro de cincuenta, será algo evidente para todo el mundo» (p. 43).

Pese a los numerosos escollos que tiene que sortear, el sionismo consigue impulsar su proyecto nacional judío sobre Palestina gracias al respaldo del colonialismo europeo (especialmente tras la Declaración Balfour), con el que comparte ciertos planteamientos: «el complejo de superioridad sociocultural, la actitud condescendiente, paternalista o despectiva hacia los no europeos y sus identidades y aspiraciones colectivas» (p. 59). El sionismo considera a Palestina como un territorio vacío: «Un pueblo sin tierra, para una tierra sin pueblo» Es sumamente recomendable la lectura de Simha Flapan, The Birth of Israel: Myths andRealities, Nueva York, Random House, 1987.. Aunque también desde muy pronto se alzaron voces discordantes que advirtieron de esta falacia, como la de Ahad Haam, quien ya en 1891 escribió: «En el extranjero tendemos a creer que Palestina está en la actualidad completamente vacía, que es un desierto sin cultivar y que cualquiera puede venir y comprar tanta tierra como quiera. Pero en realidad éste no es el caso. Resulta difícil encontrar en alguna zona del país tierra árabe no cultivada […]. Los árabes, y en especial los de las ciudades, entienden muy bien lo que queremos y hacemos en el país» Shlomo Avineri, La idea sionista. Notas sobreel pensamiento nacional judío, Jerusalén, La Semana, 1983, pp. 141-142..

Cuando en 1947 Naciones Unidas aprobó el Plan de Partición –descrito por el autor como «un aval jurídico y una legitimación moral de enorme valor, sin duda, pero que no asegura de ninguna manera su realización» (p. 161)–, la comunidad internacional intenta resarcir al pueblo judío por el Holocausto sufrido durante la Segunda Guerra Mundial, en el que seis millones de judíos fueron exterminados en los crematorios nazis. Como dice Culla, «el final del conflicto bélico y la consiguiente revelación del alcance de la matanza antijudía en Europa otorgan al nacionalismo hebreo una legitimación definitiva e irrebatible» (p. 137).

El sentimiento de desconfianza entre las comunidades israelí y palestina fue, y probablemente sigue siéndolo, mutuo. En ningún momento los líderes palestinos y judíos abandonaron la mentalidad del «suma cero», ni tampoco contemplaron de manera realista la convivencia con el otro. De hecho, la aceptación de Ben Gurion de la partición de Palestina no debería interpretarse, como recuerda el historiador israelí Avi Shlaim, como un reconocimiento de las fronteras de 1948. Como el propio líder laborista señalara entonces: «Estoy seguro de que nos estableceremos en otras partes del país, ya sea mediante acuerdos con nuestros vecinos árabes o mediante otros medios. La prioridad es erigir un Estado judío de inmediato, incluso si no es en todo el territorio. El resto vendrá con el tiempo» Citado por Avi Shlaim, El muro de hierro. Israel y el mundo árabe, Granada,Almed, 2003, p. 57. . De hecho, Shlaim considera que no había demasiadas diferencias entre las dos principales familias sionistas (la laborista y la revisionista): «Ben Gurion no usó la terminología del muro de hierro, pero su análisis y conclusiones eran idénticos a los de Jabotinsky» Ibid., p. 55..

Se refiere a Vladimir Jabotinsky, líder de la vertiente revisionista y padre ideológico del Likud, quien en 1923 publicó un artículo periodístico –«El muro de hierro. Nosotros y los árabes»– en el cual advertía que «no existe un solo país que haya sido colonizado con el consentimiento de su población nativa; los habitantes, sin importar si son civilizados o salvajes, siempre han opuesto una tenaz resistencia». Ante la constatación de que «un acuerdo voluntario entre nosotros y los árabes es inconcebible ahora o en un futuro inmediato», Jabotinsky concluyó que era necesario imponer «un muro de hierro», una serie de hechos consumados que obligase a los palestinos a aceptar los fines sionistas. Esta idea fue recuperada en 2001 por Ariel Sharon al ordenar la construcción de un muro sobre Cisjordania que separase físicamente a los israelíes de los palestinos.

En los capítulos cuarto, quinto, sexto y séptimo, La tierra más disputada se detiene en las guerras árabe-israelíes –Suez (1956), Seis Días (1967), Yom Kippur (1973), Beirut (1982) e Intifada (1987)– hasta llegar al proceso de Oslo. El prisma desde el cual se observan e interpretan las negociaciones es el de las «palomas» laboristas israelíes. El profesor Culla acepta como válidos los argumentos de ciertos intelectuales y políticos israelíes (entre los que cabe mencionar a Amos Oz, David Grossman, Abraham Yehoshua y, sobre todo, Shlomo Ben Ami) que son citados profusamente. Esta circunstancia acaba por convertirse en un lastre, ya que se ignoran de manera sistemática los argumentos palestinos (tan solo se recogen algunas opiniones de Edward Said).

Así, es normal que, en consonancia con dichos planteamientos, tienda a cargarse sobre las espaldas palestinas gran parte de la responsabilidad del fracaso del proceso de paz (el resto recae sobre el Likud) y se les convierta, por tanto, en únicos culpables de su trágico destino. Un claro ejemplo puede ser el análisis de la Cumbre de Camp David, en la cual israelíes y palestinos negociaron sin éxito un acuerdo definitivo que cerrase el conflicto, calcado al ofrecido por Ben Ami, entonces ministro de Asuntos Exteriores israelí, y diametralmente opuesto al brindado por los interlocutores palestinos Al respecto puede consultarse, por ejemplo, Akram Haniyyé, Ce qui s'est réellement passéà Camp David, París, Éditions de Minuit, 2001.. Culla no tiene inconveniente en afirmar que «la delegación israelí ofrece restituir toda Cisjordania, incluido el valle del Jordán, excepto tres núcleos de asentamientos judíos sobre menos del 10% del territorio, contempla la admisión en Israel de decenas de miles de refugiados palestinos y, rompiendo el tabú más sagrado de la política hebrea, acepta repartir la soberanía sobre Jerusalén» (p. 395). Este relato contrasta con el ofrecido por Robert Malley, asistente del presidente Clinton, quien, en su conocida réplica a Barak aparecida en The New York Review of Books, interpretó que «el proceso de Camp David fue víctima de los fallos de la parte palestina, pero también, y esto es importante, fue víctima en igual medida de los fallos cometidos por Israel (y los Estados Unidos)» Robert Malley y Hussein Agha, «Camp David and After:An Exchange (a Reply to Ehud Barak)», en The New York Review ofBooks, 13 de junio de 2002, http://www.nybooks.com/articles/15502..

Es pertinente mencionar aquí otro interesante libro de reciente aparición –La guerra israelí de la información, de los periodistas Joss Dray y Denis Sieffert– que denuncia los intentos por culpabilizar a Yaser Arafat del fracaso de las negociaciones, exonerando de toda responsabilidad al Gobierno israelí. Para Dray y Sieffert, «las desinformaciones de Camp David invierten la historia cuando sugieren que un líder palestino más complaciente y occidentalizado habría firmado la paz de los señores Barak y Clinton. Sin embargo, la paz de los bantustanes en ningún caso podía convertirse en la paz de los palestinos» Joss Dray y Denis Sieffert,La guerra israelí dela información. Desinformación y falsas simetrías en el conflicto palestino-israelí, Madrid, Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, 2004, p. 83.. Es decir, que la paz fracasó no por la negativa palestina, sino por el empeño de imponer una paz de mínimos alejada de las resoluciones internacionales y basada en el esquema autonómico de Oslo.

En el epílogo de La tierra más disputada –con el expresivo título «¿Hay salida?»– el autor concluye que «la memoria de dos milenios de persecuciones y la experiencia de cinco décadas de guerra y terrorismo, la Intifada de Al-Aqsa y sus derivaciones han reactivado entre los israelíes el complejo obsidional –de fortaleza asediada–, la angustiosa sensación de que su existencia colectiva vuelve a estar en peligro» (p. 429). Una opinión que se limita únicamente a la percepción israelí del fracaso de la paz, pero en todo caso mucho más atinada que la expresada por Ruiz-Domènec, quien considera que dicha Intifada, iniciada tras la visita de Ariel Sharon a la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén, motiva un cambio radical en la actitud de Arafat: «Cuando la OLP […] aceptó el principio de la lucha armada como forma de creación de un Estado islámico en Palestina, se daba una nueva (y revolucionaria) orientación al conflicto árabe-israelí» (p. 43).

Ambos libros hubieran ganado mucho si incluyeran apéndices cartográficos, imprescindibles para comprender la geografía del conflicto. Entre los dos textos, que suman casi ochocientas páginas, tan solo se incluye un mapa (con las fronteras de 1967), lo cual no ayuda a los lectores a visualizar gráficamente la narración. Tampoco es especialmente afortunado el sistema de transcripción elegido en Palestina, pasos perdidos, donde son frecuentes las erratas (por ejemplo, `aliyyab por aliyá), por no mencionar algunas de las incomprensibles transcripciones de los nombres propios (Muhi ad-Din se convierte en ocasiones en Mujir al-Din y otras en Muhyi asd-din).

Como señala acertadamente Ruiz-Domènec, «Palestina ha sido y es una tierra de muchas historias y todas ellas merecen un lugar en la memoria» (p. 15). Por ello hubiera sido interesante plantear una visión global, ya que la historia israelí de los últimos cincuenta años no puede entenderse sin abordar el factor palestino y viceversa. Se echa de menos una apuesta como la defendida por el historiador israelí Ilan Pappe en su última obra –A History of Modern Palestine. One Land,Two Peoples–, en la que aboga por una historia global al considerar que no puede contemplarse la historia de Israel y Palestina de forma inconexa y separada Ilan Pappe, A History of Modern Palestine.One Land,Two Peoples, Cambridge, Cambridge University Press, 2004.. De hecho, Pappe denuncia en su prólogo que «la mayor parte de las historias de Palestina e Israel son historias del conflicto. Pero la vida en Palestina e Israel no viene determinada solamente por el conflicto. En este libro incluyo un análisis del conflicto, pero al ofrecer una sola historia también rechazo la perspectiva del conflicto como la esencia de la vida en la tierra de Palestina» (p. 11).

 

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