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Esclavitud humana

LES TRAITES NÉGRIÈRES: ESSAI D’HISTOIRE GLOBALE

Olivier Pétré-Grenouilleau

Gallimard, París

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Lo habitual es que los medios de comunicación y el público en general ignoren una obra académica de más de setecientas páginas de densa prosa pero, quizá para su propia sorpresa, el grueso volumen de Olivier Pétré-Grenouilleau dio lugar a un affaire que lo acusó de falsificación deliberada, revisionismo y racismo. La controvertida síntesis de la ingente literatura en inglés y francés sobre el comercio global de esclavos apareció en 2004 y el año siguiente recibió el premio del Sénat du Livre d’histoire, otorgado por una comisión integrada por aproximadamente una docena de los historiadores más prestigiosos de Francia. En su libro y en entrevistas posteriores con los medios, Pétré-Grenouilleau sostuvo que el comercio de esclavos transatlántico no constituyó un genocidio y que los once millones de esclavos que cruzaron el Atlántico podían y debían compararse con los diecisiete millones intercambiados entre África y el mundo islámico, y también con los catorce millones de esclavos dentro de la propia África negra.

Así las cosas, los mayores comerciantes de esclavos de la historia no fueron los europeos. Ni, añadía Pétré-Grenouilleau, la esclavitud islámica o africana fue tampoco menos humillante o mortal que su equivalente transatlántico. Una de las razones por las que el número de esclavos exportados al mundo islámico superó con mucho a los transportados al otro lado del Atlántico fue el alto índice de mortalidad de los primeros, entre los que había un gran número de mujeres cautivas para los harenes (uno en Córdoba en el siglo IX tenía seis mil concubinas) y, para custodiar a las mujeres, innumerables eunucos que, obviamente, no podían fecundarRonald Segal, Islam’s Black Slaves: The Other Diaspora, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2001, p. 39.. Los esclavos se veían privados de la libertad y eran una simple propiedad, ya fueran sus propietarios cristianos o musulmanes, negros o blancos, todos los cuales propagaron una apología paternalista de la esclavitud.

El Collectif DOM, integrado principalmente por antillanos y guyaneses, reaccionó rápidamente a los argumentos del autor, exigieron su destitución en la universidad e interpusieron una demanda contra él en septiembre de 2005. Lo acusaron de que su «intolerable» «perversidad intelectual» (perversité intellectuelle) había minimizado un crimen contra la humanidad y había violado la memoria de los descendientes de esclavos africanos. Rápidamente, diecinueve de los historiadores profesionales más distinguidos, procedentes de un amplio espectro político –entre los que figuraban Pierre Nora, René Rémond, Antoine Prost y Pierre Vidal-Naquet–, salieron en su defensa. Este grupo, Liberté pour l’histoire, tildó a Pétré-Grenouilleau de ser «un autor riguroso» (un auteur rigoureux) del comercio de esclavos. Rechazaron las acusaciones de «difamación racial y apología de un crimen contra la humanidad» que se habían formulado contra él. También exigieron la abrogación (abrogation) de una serie de leyes con las que la legislatura francesa había intentado criminalizar la negación de diversos crímenes contra la humanidad: el Holocausto, el genocidio armenio y la esclavitud. Liberté pour l’histoire declaró que la historia no era memoria, sino una búsqueda de la verdad (démarche scientifique) que podía incomodar a personas concretas y a grupos. Aunque un Estado democrático podía establecer legítimamente conmemoraciones y, en ciertos casos, ofrecer reparaciones a las víctimas, su papel no era determinar la verdad histórica, sino asegurar las condiciones en que poder llevar a cabo una investigación libre. La defensa de su colega por parte de los historiadores surtió un cierto efecto, ya que en febrero de 2006 el Collectif DOM retiró su demanda contra Pétré-Grenouilleau.

Los ataques polémicos contra el libro sirvieron para dar publicidad a esta síntesis única y brillante. El autor es un pionero de la reciente corriente –a menudo recomendada, pero raras veces practicada– que persigue superar el eurocentrismo con la adopción de enfoques globales y comparativos. Toda la historia es implícitamente comparativa, pero la historia global (o mundial) debe serlo de manera explícita. Resulta paradójico que el eurocentrismo siga impregnando gran parte de lo que pasa por ser historia global. Así, en los manuales y cursos sobre historia global, el comercio de esclavos atlántico recibe en Norteamérica y Europa mucha más atención (y condena) que sus homólogos islámico y africano. Pétré-Grenouilleau confiaba en corregir ese desequilibrio.

El comercio de esclavos africano trajo consigo sin duda las mayores deportaciones de la historia de la humanidad, pero cada una de sus variedades –transatlántico, islámico e intraafricano– contó con su propia dinámica y periodización. Dado que la esclavitud en la Antigüedad no se comercializó y mercantilizó suficientemente, el autor sitúa el comienzo del comercio de esclavos africano con las jihads expansionistas a partir del siglo VII. Las regiones conquistadas se islamizaron rápidamente y así, de acuerdo con la ley de la sharia, ya no podían suministrar esclavos. Los predadores empezaron a realizar batidas, por tanto, por el centro y el sur de África en busca de infieles exportables. Sus prisioneros eran transportados, teniendo que recorrer largas distancias, lo que suponía una ruptura con las prácticas de un comercio de esclavos localizado, característico del mundo antiguo. En otro importante apartamiento de las tradiciones de la Antigüedad, surgió el racismo contra los negros, a pesar del hecho de que el propio Corán no expresaba ningún tipo de prejuicios raciales o de color. Con gran rapidez, incluso los hermanos musulmanes que eran negros –y que oficialmente no podían ser esclavizados– tenían la consideración de seres inferiores y esclavos por naturaleza. Aunque con frecuencia reguló los abusos de esclavos mejor que el cristianismo, el islam se convirtió en la primera religión que legitimizó la esclavitud de los no creyentes negros. Los negreros musulmanes llegaron a esgrimir incluso el argumento (o, mejor, el pretexto), que sería reciclado más tarde por los cristianos durante su período de expansionismo colonial, de que al ofrecer a los esclavos paganos la verdadera fe estaban civilizándolos y salvando sus almas. Los musulmanes medievales tampoco fueron muy a la zaga con respecto a los dueños de plantaciones americanas a la hora de difundir estereotipos de negros. Las mil y una noches mostraba a los negros participando únicamente en trabajos de ínfima categoría, y el esclavo negro leal que había vivido una vida de virtud y piedad era recompensado volviéndose blanco en el momento de su muerteBernard Lewis, Race and Slavery in the Middle East: An Historical Enquiry, Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1990, p. 20 y passim..

El comercio de esclavos transatlántico continuó y expandió enormemente los precedentes transaharianos y mediterráneos. La captura de Constantinopla por parte de los turcos en 1453 cortó el suministro de esclavos orientales y animó a los europeos a acudir al continente africano para buscar sus esclavos. Durante la Edad Media, portugueses e italianos habían experimentado con éxito con la esclavitud en plantaciones de azúcar en las islas Madeira y en Sicilia, y los europeos transfirieron sus técnicas y crearon una «Revolución del Azúcar» en el Nuevo Mundo que requirió una gran abundancia de mano de obra. En muchas zonas agrícolas de tierras bajas, las poblaciones nativas no sedentarias de las Américas se negaron a trabajar eficaz y regularmente para sus amos europeos. Incluso en el Brasil costero, el centro de la producción azucarera del Nuevo Mundo durante un siglo, la mano de obra de las plantaciones, dominada inicialmente por los indígenas, desapareció gradualmente, viéndose diezmada, como en otros lugares, por enfermedades traídas por los europeos y los africanos. Por estas razones, las colonias europeas pasaron a depender cada vez más de la mano de obra africana.

Los países receptores –tanto cristianos como islámicos– dependían de sus proveedores africanos, muchos de los cuales eran ellos mismos musulmanes. Los africanos proporcionaban a los intermediarios marítimos occidentales el 98% de sus prisioneros. Como socios de pleno derecho en la captura y el comercio de sus nativos, los africanos impusieron sus propias reglas y ritmos –tanto en el número de esclavos como en el momento de la entrega– a los comerciantes europeos. De hecho, los africanos no se tenían por «africanos» (inicialmente un concepto eurocéntrico) y, por ello, podían esclavizar a otros grupos étnicos del continente que compartían. No era infrecuente que vendieran incluso a miembros de sus propios grupos étnicos. Los comerciantes y los guerreros africanos se unieron para formar élites dominantes costeras que monopolizaban los beneficios de la trata de esclavos y otros tipos de comercio. Su acceso a armas, herramientas, ron y otras mercancías occidentales consolidaron sus monopolios comerciales y su poder político.

El transporte de esclavos era un negocio horrible y que comportaba grandes dificultades. Caravanas enteras integradas por miles de esclavos y camellos podían desaparecer en el curso del viaje a través del Sáhara, y a muchos tratantes de esclavos transaharianos les preocupaba más la seguridad de sus camellos que la de sus prisioneros. El comercio oriental de esclavos tuvo por término medio una mortalidad de entre el 6 y el 20%. Durante el corto viaje desde el continente a la isla de Zanzíbar, los esclavos padecían un hacinamiento que era incluso peor que el viaje transatlántico. Este viaje podía retrasarse por un cambio de viento y resultar por ello extremadamente letal. Al llegar, los muertos eran arrojados al agua, los enfermos abandonados en la playa y los sanos, vendidos.

El índice de mortalidad en los viajes transatlánticos era, como media, del 12-13%, una cifra que escondía grandes variaciones. Antes de su partida, los cautivos eran sometidos a un humillante examen físico, durante el cual los médicos europeos «ponían un dedo en el ano de los hombres y en la vagina de las mujeres, olían su orina, probaban su saliva, sentían el peso de sus testículos o sus pechos» (p. 64). El viaje de varios meses se realizaba con frecuencia en condiciones de una atrocidad inimaginable: la peor combinación posible de hacinamiento, pestilencia, calor, enfermedad y miedos. Cuando amenazaban la enfermedad o la confiscación (tras la prohibición británica del comercio de esclavos en 1807), los capitanes no vacilaban en arrojar todo el cargamento humano por la borda para evitar su propia enfermedad, muerte o apresamiento.

Las fases y los ritmos de los diversos comercios variaron. Dentro de la propia África negra, catorce millones fueron esclavizados, diez millones antes de 1850. Los diecisiete millones de esclavos del comercio oriental (incluidos el mar Rojo, la costa suajili y el Transáhara) fueron objeto de mercancía entre 650 y 1920, un período de casi mil trescientos años. Los once millones del comercio transatlántico partieron de África desde 1519 hasta 1867, casi trescientos cincuenta años. La abrumadora mayoría fueron transportados por el Atlántico durante los ciento cincuenta años comprendidos entre 1700 y 1850, cuando las plantaciones de café empezaron a exigir incluso más mano de obra por hectárea de la que había necesitado la Revolución del Azúcar. Los británicos, franceses y holandeses dominaron el tráfico en el siglo XVIII; los portugueses (incluidos los brasileños) y los españoles (incluidos los cubanos), en el XIX.

Pétré-Grenouilleau resta importancia a la rentabilidad del comercio de esclavos transatlántico. Los beneficios variaban enormemente y, por término medio, se mantuvieron en cifras bajas. La contribución del comercio de esclavos a la «acumulación de capital primitivo» en Europa fue relativamente poco importante y no dio comienzo a la revolución británica ni a ninguna otra revolución industrial. El movimiento de cercamiento, la expansión del mercado doméstico y el comercio entre países europeos tuvieron una importancia mucho mayor para el desarrollo económico. Sin embargo, el comercio sí favoreció la modernización de las industrias financieras y de seguros europeas. El autor concluye que no fue el capitalismo de libre mercado sino el proteccionismo mercantilista el que impulsó inicialmente el comercio y permitió que continuara al impedir las quiebras de los consignadores. En conjunto, el comercio de esclavos se encuadró más en la etapa feudal de la historia que en la capitalista. El sur de Estados Unidos resulta muy ilustrativo en este sentido. Aunque su economía de plantación convirtió a los propietarios de esclavos en caballeros adinerados, dejó a la región seriamente infradesarrollada en comparación con los Estados septentrionales.

Paradójicamente, uno de los motivos por los que el comercio de esclavos atlántico alcanzó mayor notoriedad que sus homólogos islámico y oriental es que suscitó muchas más críticas y remordimientos de conciencia entre los intelectuales occidentales de lo que lo hizo el comercio oriental entre los pensadores musulmanes. En el mundo islámico no existe un equivalente de los intelectuales caribeños y americanos de origen africano –Walter Rodney, C. L. R. James, Eric Williams, W. E. B. Dubois– que reflexionaron sobre las redes de explotación que conectaron África, Europa y las Américas. Y fue en la próspera Europa septentrional y en Estados Unidos donde el abolicionismo pasó a ser un poderoso y eficaz movimiento religioso y político a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Los cuáqueros, los protestantes evangélicos y los pensadores de la Ilustración prepararon el camino de la abolición, que, al igual que «África», fue en su origen un concepto occidental. Ni en la propia África ni en el mundo islámico, incluido el imperio otomano, surgió un movimiento comparable. En su Esprit des lois (1748), el filósofo de la Ilustración, el barón de Montesquieu, utilizó la ironía antieurocéntrica para socavar la esclavitud racial: «Es imposible que supongamos que esas gentes [los negros] sean hombres; porque si suponemos que son hombres, empezaríamos a creer que nosotros no somos cristianos» (p. 277).
Occidente –especialmente Gran Bretaña y, en menor medida, Francia– impuso la abolición a África y al mundo islámico en los siglos XIX y XX. En muchos sentidos, el final del comercio de esclavos y la propia esclavitud fue una consecuencia del imperialismo y la colonización occidentales, especialmente británicos. Los británicos impusieron el fin del comercio no sólo a sus colonias, sino también, por motivos comerciales y humanitarios, a sus rivales marítimos: Francia, Portugal y España, que en 1886 fue el último país europeo en abolir la esclavitud en sus posesiones. Dentro de la propia África, la demanda de esclavos siguió siendo muy alta aun después de la abolición de 1807. Sólo durante la colonización europea –y con una dificultad y resistencia considerables por parte de los propios africanos (por ejemplo, en Mauritania se puso fin a la esclavitud en 1981, pero sigue persistiendo en la actualidad)–, los británicos y, a partir de 1848, los franceses pudieron acabar con la esclavitud. Sus acciones fueron las precursoras de las actuales intervenciones humanitarias occidentales en África.

A pesar de la importancia de la contribución occidental, una historia del abolicionismo no debe dejar de lado la resistencia de los propios esclavos. En Sainte Domingue (posteriormente Haití) estalló una violenta insurrección contra la esclavitud durante la Revolución Francesa y la época napoleónica y dio lugar a la fundación en 1804 de la primera república negra. El temor a revueltas similares animó a algunos hacendados a tomar medidas –tanto represivas como «liberales»– que acabarían por socavar las bases del sistema de plantaciones. Siguieron importantes conspiraciones y sublevaciones de esclavos en el sur de Estados Unidos (1800, 1811, 1822 y 1831), Cuba (1812 y 1844), Demerara (ahora Guyana, 1823), Jamaica (1831), Brasil (1835) y otros lugares, aunque en ninguno se puso fin a la esclavitud como en Haití. Las memorias de antiguos esclavos –por ejemplo, Olaudah Equiano y Frederick Douglass– dieron muestras de una evidente capacidad intelectual que socavaba los argumentos de la superioridad racial blanca. La resistencia pasiva de los esclavos –principalmente su negativa a trabajar– hicieron que el sistema pasara a ser menos eficaz y rentable.

No hace falta decir que la esclavitud y su legado no han muerto en absoluto y que son temas especialmente candentes en África y en el mundo islámico. La actual limpieza étnica en Darfur prosigue la tradición milenaria de árabes expropiando a los africanos negros, aunque sean musulmanes. Los grupos étnicos siguen luchando entre ellos para hacerse con el control de la tierra, de los recursos naturales y de las personas. Otra de las consecuencias significativas de la esclavitud es la persistencia dentro de extensas partes de África de una economía de la violencia, de la que dependía la esclavitud, que sigue dedicándose a hacer redadas en tierra y, recientemente, a lanzar sus ataques en el mar.
Dado el afán de Pétré-Grenouilleau por superar el eurocentrismo escribiendo una historia de gran alcance del comercio africano de esclavos, resultan irónicas las acusaciones de racismo y negación de crímenes contra la humanidad de las que ha sido objeto. Reflejan un deseo de producir no historias del mundo matizadas, sino relatos que confirmen de un modo simplista la victimización. De hecho, el autor ha conseguido integrar perfectamente a los africanos en la historia global y enseñarles cómo han sido tanto participantes como víctimas del comercio de esclavos. Como había advertido Liberté pour l’histoire, su obra demuestra que la historia puede resultar perturbadora cuando pone en entredicho la memoria.
 

Traducción de Luis Gago

Este texto ha sido escrito por Michael Seidman especialmente para Revista de Libros.

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