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Las aporías de la imitación

EL CICERONIANO

Erasmo de Rotterdam

Akal, Madrid

Trad. de Manuel Mañas Núñez

190 pp.

23 €

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Todas las literaturas, como su nombre indica, litterae, son lenguas escritas, segundas, con respecto a la lengua naturalTalmy Givón, English Grammar, A Function-Based Introduction, I, Ámsterdam, John Benjamins Publishing Company, 1993, pp. 14-15.. La literatura humanística en latín tiene la peculiaridad de crecer, no sobre el fondo de una lengua hablada, que está ocupado por las respectivas lenguas vernáculas, sino que, a diferencia del latín clásico, se trata de una literatura escrita que carece de referencia a una norma oral más o menos estandarizada (el latín del Lacio, el latín de Roma, latinitas, urbanitas) a la que pudiera recurrirse en caso de duda, como ocurría en tiempos de Cicerón (El Ciceroniano, p. 176). Falto de correlato hablado, el latín humanístico desarrolla una compleja teoría y práctica de la imitación y emulación de (buenos) modelos escritos, y en el desarrollo de ambas desempeña un papel de primera fila la obra y la figura de Cicerón.

Los escritores latinos del Renacimiento se encuentran ante una literatura de más de mil setecientos años, dividida, en su conciencia, en dos subculturas: la literatura pagana y la literatura cristiana. Una profunda formación en retórica, avalada por el aparato escolar que se extiende ininterrumpidamente desde el siglo I a.C. en adelante, ha familiarizado a todos los escritores y oradores con la práctica de la imitación de los buenos modelos, tanto cristianos como paganos. La peculiaridad del humanismo romano del siglo XVI, representado por el cardenal Bembo, es que pretende hacer prevalecer los escritos de Cicerón como modelos dominantes dentro del canon. En su Ciceroniano, Erasmo de Rotterdam (¿1467?-1536) nos recuerda que Cicerón no sólo es autor de discursos, sino también de bastantes ensayos en los que nos transmite sus preceptos sobre el buen escribir. Por eso podemos hallar, en su extensa producción, una teoría sobre la escritura, desarrollada sobre todo en sus escritos retóricos, y también una puesta en práctica de sus principios, lo que no deja de ser fuente de equívocos, sobre todo para sus imitadores, porque necesitan atender tanto a sus exempla –sus obras modelo– como a sus preceptos, que deben ser aplicados en toda nueva escritura.

Erasmo, volviendo a «Cicerón contra Cicerón», termina por decirles a los llamados ciceronianos, tan abundantes en la curia romana de la época, que la sola imitación de Cicerón contradice los preceptos del autor al que tanto admiran, cuando recomienda seleccionar sólo los buenos modelos y, dentro de ellos, elegir lo mejor de cada uno, secundando sus virtudes y dejando a un lado sus defectos. Adicionalmente, añade que ningún escritor, por excelente que sea, ni siquiera Cicerón, es el fin de la literatura. Ésta sigue, las obras continúan, el estilo evoluciona según las épocas, como muy bien señala el autor en el Brutus, nuevos escritores y nuevos géneros, incluso una nueva cultura –la cristiana–, han surgido con posterioridad a Cicerón. Y no todos los autores lo han elegido como modelo de buen latín (El Ciceroniano, p. 37). Si el buen estilo debe elegir lo mejor y más apropiado al tema o a la ocasión, estas normas retórico-poéticas se oponen a aquel que sólo frecuenta los escritos de Cicerón. En el Ciceronianus, Erasmo desarrolla estas paradojas: el más libre imitador de Cicerón, el que mejor habrá asimilado su condición de lector voraz y universal, será el que aproveche lo mejor de toda la literatura latina a su alcance, adaptándola a las condiciones modernas que ni siquiera el propio Cicerón podía prever. La literatura debe evolucionar apropiándose de los buenos modelos, tal y como hizo Cicerón con los mejores escritores griegos y latinos que le precedieron.

El diálogo, escrito en 1528, no podía dejar de reflejar las extraordinarias tensiones de su época. A pesar de que su tema es una discusión literaria sobre la mejor forma de escribir latín, en él no dejan de pesar ni el luteranismo ni el asalto recientemente sufrido por Roma a manos de las tropas del emperador. La curia romana, representada por la autoridad del cardenal Bembo, era partidaria de un latín inmovilista que habría alcanzado su cumbre con Cicerón y que debía imponerse como modelo de imitación inigualable. Roma dictaba la norma del latín, como la imponía para la cristiandad, mientras que otras maneras de entender el cristianismo, y también de entender el latín, cobraban vigor allende los Alpes.

Erasmo era partidario de una escritura latina que no viese en Cicerón el fin de la historia literaria (ni siquiera de la pagana) y, conforme a la doctrina del decorum o adecuación del estilo (verba, phrasis) al tema (res) ya vigente en la retórica clásica, se mostraba singularmente consciente de que el latín, si quería sobrevivir, debía adaptarse a cualquier tema nuevo. A tal fin, advierte en su diálogo a los estudiosos romanos, siguiendo a Catón (rem tene, verba sequentur) que es el tema el que determina el estilo, y no el estilo, ciceroniano, el que debe adaptarse al tema, por ejemplo a temas cristianos. Bajo esa especie de discusión técnica, de carácter retórico o literario, se oculta una de envergadura mucho mayor y con grandes repercusiones en la religiosidad de la época: si hablamos como paganos, aunque sean tan excelentes como Cicerón, y no como cristianos, acerca de temas cristianos, corremos el peligro de comportarnos como auténticos paganos (El Ciceroniano, pp. 114, 119, 176-177). La adaptación del latín y del cristianismo a los nuevos tiempos parece seguir caminos paralelos.

Hay que subrayar el acierto de la editorial Akal al poner ante un público no «latino» una nueva edición de una obra tan importante y que hasta ahora no resultaba fácilmente accesible. La introducción, traducción y abundantes notas corren a cargo de Manuel Mañas Núñez, profesor de la Universidad de Extremadura, que cumple con excelencia su tarea. En la introducción, una magnífica puesta al día de lo que significó el ciceronianismo en la Antigüedad y el Renacimiento, el editor se sirve con justeza y conocimiento del cada vez más rico y floreciente campo de los estudios de filología neolatina en España. La traducción es perfectamente legible en sí misma, como texto exento, sin referencia al latín, con lo que posee la calidad literaria que Erasmo reclamaba para su prosa. Escrita en un español preciso y elegante, sin literalidades puntillosas, el latinista encuentra en ella y sus abundantes notasLa nota 17 a la traducción no aclara suficientemente que Erasmo, en su utilización de «cisalpinus» a lo largo del diálogo (pp. 70, 159, 161), lo hace en su sentido etimológico, «de este lado de los Alpes», cambiando su referente habitual, la Italia al sur de los Alpes, por el de la Europa del Norte. El cambio es significativo. Erasmo adapta el latín antiguo a sus propias coordenadas geográficas. Su lengua, como su estilo, ya no tienen que someterse al punto de vista «romano», centrado en la curia eclesiástica. El pontífice y su séquito no son los dueños de la lengua en una época en que su primacía en el dominio religioso también estaba siendo cuestionada por Lutero. muchas cosas que aprender y pocas que reprochar. Se percibe perfectamente en el estilo la familiaridad del traductor con la obra retórica de Cicerón, circunstancia que hay que reseñar con complacencia, porque no siempre acontece, a propósito de literaturas en realidad tan alejadas históricamente, que se dominen a la vez los estilos del imitador y del autor blanco principal de la discusión. Mañas armoniza, en un buen ejemplo de decorum, su conocimiento de la obra de Cicerón y los estudios de latín renacentista, de los que la universidad a la que pertenece ha producido muchos y buenos ejemplares.

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Ficha técnica

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