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La España católica: de la lucha contra el islam al reto del relativismo

EL CATOLICISMO ESPAÑOL

Stanley G. Payne

Planeta, Barcelona

Trad. de Pedro Elías y Cristina Pagès

384 pp.

24 €

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En 1984, el ya entonces prestigioso hispanista Stanley Payne publicó en castellano una obra de síntesis sobre la historia del catolicismo español. Más de veinte años después, el mismo libro aparece por segunda vez en nuestro país con sólo algunos pequeños añadidos, aunque presentado como si se tratase de una auténtica novedad. De hecho, en los largos y elogiosos párrafos de la cubierta no se indica en ningún momento que estamos ante la reedición de un texto de hace más de dos décadas; antes al contrario, lo que allí se dice es que la obra abarca «desde la Reconquista hasta hoy», es decir «hasta las repercusiones que las actitudes del papa Juan Pablo II y su sucesor Benedicto XVI han tenido en la Iglesia de España». Sólo cuando el lector abre un ejemplar se entera por una nota editorial de la escasa novedad del libro que acaba de adquirir.

Tal estrategia plantea al menos un par de preguntas. ¿Merecía la pena publicar por segunda vez, sin cambios en el cuerpo central del texto, dicha síntesis? ¿Había además que presentarla como nueva? De las dos cuestiones, la segunda tiene una fácil respuesta: no debe jugarse con la confianza del lector, que siempre acepta como novedad aquello que acaba de salir de la imprenta, salvo que se le diga lo contrario. Y no vale como excusa que la obra esté algo ampliada, porque las ampliaciones –un prólogo, un epílogo y un apéndice fotográfico– no cuentan con entidad suficiente para justificar el abuso de confianza.

Para lo que sirven los añadidos, en todo caso, es para poner en cuestión los elogios de los editores. Mientras éstos hablan de la imparcialidad, ponderación y asepsia de la obra, tanto el prólogo de Tom Burns Marañón como el epílogo del propio Payne muestran cuánto de parcial hay en un libro destinado a defender una determinada concepción del catolicismo y de la identidad española. Pero la parcialidad no es exclusiva de los nuevos textos: al margen del aire de crónica que presenta la versión original del libro, todo él está escrito desde esa misma actitud. Lo cual nos lleva a la primera pregunta: ¿merecía la pena publicarlo de nuevo? Mi respuesta es de nuevo negativa: si dejamos de lado los cálculos editoriales, desde el punto de vista intelectual no se justifica la reimpresión de un libro que no ha superado bien el cuarto de siglo transcurrido desde su primera aparición.

Para no alargar el comentario, me limitaré a recoger un par de argumentos en los que se apoya esta opinión. El primero tiene que ver con los cambios en las investigaciones sobre la historia de España que se han producido durante las últimas décadas. En 1980, es decir, poco antes de que Payne escribiera su síntesis, un historiador nada sospechoso de parcialidad en este tema, el jesuita Fernando García de Cortázar, señalaba que la Iglesia española seguía siendo «la gran institución postergada o insuficientemente analizada» por los historiadores, salvo por algunos clérigos que la habían cubierto de «ropaje apologético». Era verdad, continuaba el mismo autor, que en los últimos años había aumentado el interés por la historia eclesiástica, y por ello podía preverse que pronto se arrojaría nueva luz sobre múltiples aspectos del pasado de la institución; pero de momento aún subsistían auténticos «desiertos», tanto desde el punto de vista cronológico (en especial, para el siglo XX ) como temático. De ahí la dificultad de escribir entonces una síntesis, así como la evidente provisionalidad de los resultados de tal esfuerzo Fernando García de Cortázar, «La nueva historia de la Iglesia contemporánea en España», en Manuel Tuñón de Lara et al., Historiografía española contemporánea (X Coloquio del Centro de Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau.Balance y resumen). Madrid, Siglo XXI, 1980, pp. 207-229..

Confirmando las previsiones de García de Cortázar, durante los veinticinco años siguientes aparecieron obras de historia y estudios de sociología de la religión que en gran medida han cubierto muchos de aquellos vacíos. Si dejamos de lado a los autores españoles, hay al menos dos historiadores anglosajones que Payne podría haber tenido en cuenta a la hora de reeditar su libro: la británica Frances Lannon, autora de una brillante síntesis sobre los cien años que van desde la restauración de la monarquía en 1875 al final del franquismo; y el canadiense William J. Callahan, cuya obra sobre el período 1750-1874 fue definida como «el mejor análisis general del catolicismo español durante el siglo de transición al liberalismo», mientras que su siguiente libro ha sido caracterizado como «el estudio fundamental sobre la Iglesia católica en la España del siglo XX ». Lo llamativo es que los juicios citados proceden precisamente de Stanley Payne; es decir, de un autor que no ha considerado necesario revisar su propio texto ni siquiera en aquellos puntos sustanciales en los que Lannon y Callahan ofrecen visiones radicalmente distintas a las suyas. Basta comparar lo escrito por los tres sobre la Segunda República para comprender lo que habría ganado el libro que comento si su autor se hubiera molestado en examinar los análisis bien documentados y rigurosos de una y otro Frances Lannon, Privilege, Persecution and Prophecy: The Catholic Church in Spain, 1875-1975, Oxford, Oxford University Press, 1987 (Privilegio, persecución y profecía. La iglesia católica en España 1875-1975, trad. de Juan Luis Pan, Madrid, Alianza, 1990). William J. Callahan, Church, Politics and Society in Spain, Cambridge, Harvard University Press, 1984 (Iglesia, poder ysociedad en España, trad. de Ángel Luis Alfaro y Jesús Izquierdo, Madrid, Nerea, 1989); y del mismo autor, The Catholic Church in Spain, 1875-1998,Washington,The Catholic University of America Press, 2000 (La iglesia católica enEspaña, 1875-2002, trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Crítica, 2003)..

Enfrentado a una situación parecida, otro historiador estadounidense, también alabado por Payne,Thomas F. Glick, señaló que la «revolución historiográfica» de los años ochenta le había obligado, a la hora de publicar la versión española de uno de sus libros, a «enmendar, corregir, reconsiderar y modificar las opiniones y conclusiones» del mismo para tomar en cuenta la «nueva luz» procedente de las últimas investigaciones.Y eso que el tema de la obra –las relaciones entre cristianos y musulmanes en la España medieval– era menos conflictivo, y el desfase temporal entre el texto original y la traducción al castellano más breve (doce años) que el que separa a las dos ediciones del texto que ahora nos ocupa Thomas F. Glick, Cristianos y musulmanes en la España medieval (711-1250), trad. de Pilar Aguirre, María Luz López Terrada y Víctor Navarro, Madrid,Alianza, 1991, p. 16..

RELIGIÓN E IDENTIDAD NACIONAL

Que Payne no haya seguido este buen ejemplo, revisando su obra para incorporar los datos y análisis de las investigaciones más recientes, no tiene que ver únicamente con la comodidad de no tocar lo ya escrito. Más allá de ello, responde a una toma de postura previa, y a la negativa a aceptar que los nuevos trabajos la pusieran en cuestión. A ello se refiere el segundo de los argumentos críticos antes anunciados. La toma de postura de Payne se acerca a la clásica tesis de Marcelino Menéndez Pelayo, cuya influencia puede rastrearse a lo largo de todo el libro: la identificación de España con el catolicismo y el rechazo de toda actitud religiosa discrepante como contraria a la esencia española. La identificación apareció ya en la Reconquista. Según Payne, que en este punto se enfrenta con las tesis de Américo Castro, había un abismo entre los «cristianos hispanos» y «el grueso de los andalusíes». Por su origen y su idioma, estos últimos podían ser considerados como españoles (aunque el uso del término represente, al menos en mi opinión, un anacronismo): como «españoles étnicos con los mismos antecedentes raciales y, por largo tiempo, hasta la misma lengua» que los habitantes de los territorios cristianos (p. 31); pero su conversión al islamismo les impidió llegar a serlo de forma plena. Por esa razón, en el texto no sólo se presentan como contrapuestos los términos «cristiano» y «musulmán», sino también «español» e «islámico» (pese a que el primero se refiere a la nacionalidad, y el segundo a la religión): «los científicos y empresarios españoles habíanse adelantado mucho a sus homólogos islámicos»; una contraposición que sólo se entiende a partir de la mencionada identidad entre España y la religión católica: «Los prototipos españoles serían religiosos y militares […]. Las raíces de la diferencia española, como otros muchos rasgos propios de la historia hispana, se hunden en la reconquista cristiana» (pp. 36-37; en ambos casos, la cursiva es mía).

De ahí que toda medida que haya afectado negativamente a la Iglesia aparezca siempre como un ataque a la identidad y la cultura españolas, y expuesta, por ello, a una doble condena: como anticlerical, por un lado, y como contraria a las tradiciones que definen la esencia nacional, por otro. Por supuesto, este planteamiento se hace especialmente visible en el análisis de la Edad Contemporánea, en la que los enfrentamientos en torno a la cuestión religiosa fueron más intensos, no sólo en España sino también –aunque no se recoja en el libro– en muchos otros países europeos. Partamos de un supuesto que imagino acertado: como buen ciudadano americano, Payne verá sin duda con buenos ojos la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, aprobada en 1791, que impide al Congreso dictar ley alguna que imponga una religión como la oficial del Estado o que, en sentido contrario, prohíba su libre ejercicio. Ahora bien, no parece que como hispanista eche en falta una norma similar para el caso español; antes al contrario, normalmente otorga un mayor valor a la unidad de creencias y al predominio de la Iglesia que a la libertad religiosa, al tiempo que considera cualquier avance hacia la consecución de dicha libertad como una amenaza –tan injustificada como condenable– a la institución eclesiástica. Lo cual le lleva a dar por buenos los argumentos del clero, y en especial de sus sectores más conservadores, sobre los ataques a la Iglesia católica y los peligros sufridos por ella; pero también a minusvalorar otros acontecimientos que no encajan en ese relato y, sobre todo, a utilizar una doble vara de medir, según quienes sean los protagonistas o las víctimas de los hechos que narra.

Me limitaré a presentar un ejemplo de cada una de esas actitudes. El crédito que el autor otorga a las presuntas amenazas a la institución eclesiástica es la primera. «Lo que provocó la ira de gran parte de las jerarquías y del clero conservador» en los momentos iniciales de la España contemporánea, fueron, opina Payne, las medidas de las Cortes de Cádiz aboliendo el Santo Oficio y estableciendo «la libertad de expresión»; una libertad que permitió la aparición de propuestas de reforma y de escritos «categóricamente anticlericales». «Era evidente», concluye el autor dando por buena la argumentación de ese sector clerical, «que se había desvanecido la unidad espiritual de España», lo que llevó a la jerarquía a pedir que se restableciera la Inquisición como forma de volver a la unidad perdida (p. 104). Frente a tal interpretación, una simple lectura del artículo 11 de la Constitución de Cádiz servirá para poner en duda el mencionado desvanecimiento: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra»,Y en cuanto a la libertad de expresión y sus límites, es bien ilustrativo el artículo 6 del Decreto X, de 10 de noviembre de 1810, sobre libertad de imprenta: «Todos los escritos sobre materias de religión quedan sujetos a la previa censura de los Ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento».

Un segundo ejemplo se refiere a la exageración de algunos hechos y la ocultación de otros. En el otoño de 1868 las juntas revolucionarias emprendieron, según Payne, «una vigorosa persecución, restringiendo la libertad de acción de los obispos y del clero, a veces cerrando o saqueando las iglesias y hasta atacando físicamente a los sacerdotes» (p. 128). Algo sin duda lamentable aunque, si leemos el relato detallado de Callahan, la persecución no fue tan intensa como Payne dice; pero lo más llamativo es que un autor tan preocupado por la integridad física del clero se olvide del incidente más grave de aquellos momentos: el asesinato del gobernador de Burgos en el claustro de la catedral a manos de un grupo de carlistas que, tras apuñalarlo, arrastraron su cuerpo por las escaleras del templo al grito de «¡Viva la religión y Carlos VII!» Los incidentes anticlericales, y el relato del asesinato, en William J. Callahan,Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874, pp. 243-248..

Lo más visible, en todo caso, es la existencia de una doble vara de medir, en función de los protagonistas de los hechos. Toda norma que haya supuesto en algún momento una limitación de los privilegios eclesiásticos se presenta como un testimonio de la «persecución» de la que la Iglesia fue «víctima»; no se encuentran, en cambio, juicios de valor tan tajantes cuando son otros los afectados. Las cinco mil ejecuciones y los cincuenta mil conversos sentenciados a diversas penas –entre ellas, la confiscación de sus bienes– por la Inquisición no producen a nuestro autor la misma indignación que «la ferocidad de[l] ataque a los intereses de la Iglesia» por parte de los progresistas que expropiaron bienes eclesiásticos en 1855-1856 (p. 125).

Donde con mayor claridad aparece ese doble rasero es en el relato de la Segunda República y la Guerra Civil.Aquí no sólo se acusa a los gobiernos republicanos de tratar de eliminar la enseñanza católica (por cierto, no aparece ninguna mención a las medidas restrictivas de la enseñanza laica durante el medio siglo anterior), sino que también se hace globalmente responsables a los republicanos de actos violentos como la quema de conventos en 1931, el asesinato de treinta y cuatro eclesiásticos en octubre de 1934 (un reflejo de «las atrocidades revolucionarias», p. 221) o el asesinato de casi siete mil eclesiásticos durante la Guerra Civil. Pero que nadie espere una información similar sobre las víctimas del otro lado. Tras las atrocidades de los revolucionarios, lo que hubo fue «una dura y extensa represión» de la que no se dan más detalles; y frente a la abundante información sobre los clérigos víctimas de la violencia en el bando republicano –cuyo valor y estoicismo son exaltados con razón– no hay ni un solo dato sobre los masones, librepensadores o simples agnósticos que fueron víctimas de la represión franquista. Sólo una genérica lamentación por el escaso grado de «misericordia, caridad y justicia por parte de los católicos triunfantes» (p. 226).

A decir verdad, incluso el autor da a entender en el epílogo que quienes sufrieron dicha represión, o al menos una parte de ellos, se lo tenían bien merecido. Véase, como prueba, la siguiente y larga cita (que reproduzco por extenso, para no manipular el texto): «A la izquierda española también la ofendió la política activa de beatificación de mártires por el papa, incluyendo a un número considerable del clero brutalmente asesinado por la izquierda en 1936-37. El gobierno socialista y los intelectuales de izquierda mantenían, por supuesto, sus propias campañas de beatificación de héroes revolucionarios, a menudo presentados falazmente como campeones de la "democracia", si bien en ocasiones se trataba de los mismísimos líderes responsables de la matanza del clero. Esta lucha icónica que reivindicaba a los perseguidores, por un lado, y a los perseguidos, por otro, proseguiría durante años. Los perseguidores, a su vez, se presentaban como víctimas, por haber sufrido y sido castigados por las persecuciones que ellos cometieron» (pp. 317-318).

Citas como ésta permiten aclarar en qué consiste la «ponderación» y la «asepsia» a que se refieren los editores del libro en su presentación del mismo. Más allá de ellas, toda la argumentación de la obra puede llevar a algunos de sus lectores, entre ellos el firmante de este texto, a plantearse una última pregunta. Aceptemos que son auténticos españoles, dignos hijos de la tradición nacional descrita por Menéndez Pelayo y que tanto gusta a Payne, el dieciocho por ciento de católicos practicantes que aparecen en una encuesta de 2001; o incluso, para ser más benévolos, el treinta y cinco por ciento que asigna a la Iglesia católica una parte de sus impuestos. Pero, ¿en qué nos hemos convertido los demás? ¿Seremos expulsados de la comunidad nacional por haber caído en la indiferencia, el relativismo y el «secularismo agresivo» (p. 336)?

 

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