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El camino de la ballena

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Del chileno Francisco Coloane, que yo sepa, apenas se tenían noticias en nuestro país, hasta la publicación por Ollero & Ramos, en este 1998 que se nos acaba de ir, de Tierra de fuego y El camino de la ballena, dos novelas cuyas primeras ediciones en Chile datan respectivamente de 1966 y 1964. Consta El camino de la ballena de dos partes muy diferenciadas. La primera se titula «En la isla», la segunda «¡Ballena a proa!». Dos partes que son casi como dos novelas, susceptibles, a mi juicio, de ser leídas independientemente la una de la otra sin mayor detrimento para su cabal comprensión, puesto que el nexo que las une es tan tenue como diminuto el objeto que le sirve de fundamento: ese anillo que Pedro Nauto, el adolescente protagonista de la primera parte, encuentra en las aguas del océano que van a morir a su isla. Curioso nombre este de Pedro Nauto, cuyas primeras sílabas de nombre y apellido formarían la palabra pena y cuyo apellido Nauto es de inequívoca evocación marinera. De padre desconocido, con sólo trece años de edad, su madre muere violentamente en las primeras páginas del libro, dentro de un capítulo inicial muy prometedor en el que ocurren varios sucesos oscuros. Las apariencias hablan de asesinato. Incluso una testigo, una vieja comadrona, declara haber visto a un hombre de poncho negro que, desmontando de su caballo, también negro, había lavado en una cascada un pañuelo blanco con sangre. Pero Francisco Coloane parece olvidarse de lo que él mismo ha planteado y pasa a ocuparse de la supervivencia del huérfano, en cuyo relato se siente plenamente a sus anchas. «Desde Vancouver, en el extremo norte del Pacífico, no existe otro mar interior más hermoso y apacible que el del archipiélago de Chiloé», escribe, sin recatar su entusiasmo por estas tierras y por sus pobladores, los chiloés. Y puesto que el dinero es el bien más escaso entre los chiloés de condición modesta, lo que lo sustituye es el día de trabajo y el huérfano Pedro Nauto se ve obligado a devolver los días de trabajo que su madre debía al vecindario esparcido de una punta a otra de la isla, lo que aprovecha Coloane para detenerse en la antropología del lugar: las supersticiones de sus habitantes, su creencia en el Caleuche, un buque embrujado, con sus cubiertas de pejerrey y su tripulación endemoniada, cómo se pescan las ostras, cómo se hace la trilla, cómo se majan las manzanas; lo que vamos conociendo, como digo, de la mano morosa de Pedro Nauto hasta que este mundo adolescente, que parece haber ido creciendo en círculos, se topa con el último de ellos, el que le ha de llevar necesariamente al mar, en el que se iniciará otro círculo. Y ahí, en ese otro círculo, comienza la segunda parte, «¡Ballena a proa!». Pero entramos en él con dos incógnitas de relieve: quién es el asesino de la madre y quién es el padre de Pedro Nauto, casi más importante la primera que la segunda. Y mientras ésta se resuelve en un final precipitado que parece estar reclamando más atención, aquélla simplemente sigue quedando en el olvido. Así que la sensación dominante es la de que nos hallamos ante los episodios de un ciclo inconcluso que necesitaría de más páginas para cerrarse, en las que se nos despejaran por completo los enigmas planteados y en las que la vida de Pedro Nauto llegase a culminación, amorosa acaso, con la unión con la bella Rosalía, la hija del buzo Andrade, la de los ojos glaucos, y también marinera, como émulo del capitán Julio Albarrán, cuyo anillo ha heredado, en un suceso de alto contenido simbólico. Desconozco, sin embargo, si esta apreciación mía tiene algún correlato en la obra de Francisco Coloane, un autor cuya edad, ochenta y ocho años, hace presumir que haya escrito mucho más de lo que le queda por escribir, o, si sencillamente, El camino de la ballena es lo que es y no hay más, en cuyo caso habría que tomar mi comentario por lo que en realidad vale, como si nos halláramos –ahora que estamos en fechas navideñas–, ante el paisaje de un belén en cuyo escenario, por demasiado grande, notásemos el hueco de algunos grupos de figuras. Bien es verdad que si nos ceñimos a una visión menos de conjunto El camino de la ballena llama muy positivamente la atención. Ahí está, sin olvidar su considerable carga antropológica, esa mirada que se posa con amoroso detenimiento en una de las esquinas más apartadas del globo, sometida a la influencia de los hielos eternos, con el aliento de la gran novela de aventuras y un héroe clásico, el capitán Julio Albarrán, que en el declive de su carrera anhela dejar su nombre entre los mejores capitanes con la captura del mayor ejemplar de ballena azul hasta entonces logrado. Y es aquí donde, por lo exótico de asunto y lugar, la novela adquiere su dimensión más apasionante, hasta el punto de haberse comparado a Coloane con Conrad y Melville, con los que ciertamente puede medirse en lo que se llama calidad de página. Las descripciones de Coloane son primorosas, con una prosa de gran eficacia y belleza: «Había oído decir que los machos viejos, con su piel recubierta de colpas y madréporas, se quedaban merodeando por las cercanías del Polo, como nacarados fantasmas ya aislados de los de su especie». No llega, sin embargo, al genio narrativo de Conrad y queda lejos de la altura mitificadora alcanzada por Melville en su obra mayor, MobyDick, incluso habiendo en esta última más información sobre los modos de la caza, la vida, costumbres y clases de ballenas que en la propia El camino…, pero allí la información parece levitar al amparo de lo mítico, mientras que en ésta se mantiene bastante a ras de suelo, como si aquélla fuese una épica de lo misterioso y ésta una épica del oficio de ballenero, bien que estupendamente escrita y de apasionante lectura, lo que está muy lejos de ser poco.

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