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El Lazarillo y sus autores

Alfonso de Valdés, autor del«Lazarillo de Tormes»

ROSA NAVARRO DURÁN

Gredos, Madrid

202 págs. 15

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Correspondió a Dámaso Alonso establecer en 1961 cómo el Lazarillo de Tormes, más que iniciar el género picaresco, contribuye al nacimiento de la novela moderna por su decisivo abrir camino al arte narrativo de Cervantes. Difícil de imaginar, por lo mismo, un problema o conjunto de ellos ante los cuales se juegue tanto la crítica ni requiera de ésta la más refinada atención, a cuyo desafío ha tratado de responder una amplia floresta de estudiosos esfuerzos en los últimos cincuenta años.

Es el empinado terreno en que procura implantarse el libro de la profesora barcelonesa Rosa Navarro Durán, bajo un palio de radicales asertos que virtualmente supondrían la liquidación del panorama de perplejidades que por tanto tiempo viene estando sobre la mesa. La paternidad de Alfonso Valdés como autor del Lazarillo es pregonada en el título como una certeza y no a modo de posibilidad o modesta hipótesis de trabajo. Y es justo esta formulación apodíctica la que a su vez obliga a un cuidadoso tamiz de su metodología y conclusiones.

La adjudicación del Lazarillo a Alfonso de Valdés comienza por un replanteamiento de las cuestiones relativas al prólogo de las cuatro ediciones de 1554. El hecho de que el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés (ca. 1535) ofrezca una mutilación de un par de páginas se ofrece como coincidencia repetida, en opinión de la autora, por el prólogo de la Vida de Lazarillo de Tormes. Iniciado éste bajo una voz dirigida al lector, tiene en sus últimas líneas por destinatario a esa «Vuestra Merced» que define uno de los mayores enigmas de la obra. El abrupto cambio no ha escapado al escrutinio de la crítica, y los impresores de Burgos y Medina del Campo, fieles a un arquetipo impreso, trataron de disimularlo como pudieron. Para Rosa Navarro dicha anomalía se explica por la mutilación de un folio al final del prólogo. El motivo de ambos cortes no sería otro que una burda censura, tanto más de lamentar por cuanto ha supuesto la pérdida para el Lazarillo del canónico «argumento» o resumen donde se expondrían sus intenciones profundas, además de aclarar los nexos que ligan al pregonero con «Vuestra Merced». La tesis se prolonga sobre un terreno ya independiente, al adjudicar a esta última una identidad femenina, pues sólo podría ser cierta desconocida señora que, como hija de confesión del arcipreste de San Salvador, siente una explicable curiosidad por tan vergonzoso caso de amores sacrílegos y adulterinos.

El elemental punto flaco sería aquí, para empezar, el clásico axioma De possibile ad esse, nulla illatio. Son meras suposiciones enunciadas a partir de especulaciones interesadas y poco firmes (autocensuras retóricas de Alfonso de Valdés, presencia de «argumento» en obras coetáneas, crítica de la confesión entre los erasmistas). Pudo ser así, o simplemente no haber ocurrido tal cosa, que para quien esto escribe es, mientras no haya otra prueba, lo más probable. No se tiene en cuenta la naturaleza integralmente transgresiva de la obra, con su descarado refregar desde el primer momento su audaz pisoteo de normas. Nada más incongruo que esperar un canónico tratamiento humanista de la humilde pluma del pregonero, en una pieza que, como reconoce la autora, es «puro vinagre» (pág. 193). El dislocamiento formal es por eso en ella mucho más explicable a modo de un buscado anacoluto narrativo, traslaticio de los que campean en la textura de aquel pavoneado maravilloso «grosero estilo». En cuanto epístola, pero «hablada» (Claudio Guillén), ¿no empieza el prólogo por ser también otra provocación o herejía literaria? Y más aún, ¿cómo saber del contenido de una página perdida?

Dicha identificación de «Vuestra Merced» marcha en contra de una tradición crítica que, si no ha podido decir hasta ahora «quién», coincide en traslucir allí a un superior en capacidad de algún modo judicial. Por tratarse de un delito o «caso», penado por la ley, de marido consentidor, es lo más probable que Lázaro se halle en aquel momento preso y escriba por mandato que lo mismo podría venir de algún gran señor de Toledo, su arzobispo, un inquisidor, un munícipe o hasta el rey mismo (Aubrun). La prueba (axiomática para la autora) se encuentra en la frase del tratado séptimo: «me han certificado que antes que conmigo casase había parido tres veces, hablando con reverencia de Vuestra Merced, porque está ella delante». Ella, y por tanto un referente femenino, será entonces la clave de siempre tan buscada. No se advierte que si el pronombre concuerda en efecto con Vuestra Merced no lo hace como género personal del interlocutor (que es varón), sino como fórmula de cortesía hacia éste, que no es allí otro que el poderoso arcipreste. Lázaro (ya cortesano) se excusa por la materia escabrosa que acaba de mencionar ante el alto eclesiástico (se pedía perdón incluso por mencionar al asno). Ella juega a la vez como una locución pérfidamente tornátil, pues referida de primera intención al arcipreste lo funde (por figurar en frase independiente) con su cómplice, la esposa infiel, tercer vértice del triángulo que también se halla «delante» y no está nada dispuesta a callarse, pues «entonces mi mujer echó juramentos sobre sí». Ninguna de ambas funciones gramaticales son por tanto aplicables a ella como una cuarta persona destinataria de la epístola. Vuestra Merced (causa indirecta de la epístola) pervive en el Lazarillo como signo diegético de la más inviolada ambigüedad narrativa.

No es de discutir desde luego la idea de que Alfonso de Valdés no podía permitirse el lujo de firmar con su nombre aquel libro, pero lo mismo cabría decir de cualquier otro hijo de vecino en aquellos años. La identificación detectivesca del autor, iniciada en el mismo siglo XVII , ha conocido últimamente cierta tregua ante la cómoda alternativa crítica del anonimato como exigencia integrada en el concepto mismo de la obra. Es en realidad una idea nacida del desaliento y que, a prueba de la «muerte» del autor para recientes escuelas, en absoluto detrae de la siempre urgente necesidad de iluminar el más frustrador punto ciego de toda nuestra historia literaria. El Lazarillo tuvo un autor material y físico, que sin posible discusión era uno de los más excelsos creadores de su tiempo. Nada hay que oponer en principio a una vuelta metodológica al laborioso tajo de las identificaciones y el eje del libro es, conforme al título, la susodicha autoría, alumbrada entre finales de 1529 (fecha de La lozana andaluza) y octubre de 1532 (muerte del autor). La tesis no es en realidad del todo nueva, pues ya MorelFatio aconsejaba indagar en el círculo de ambos hermanos y en 1959 Manuel Asensio estudiaba, a título de posibilidad, la autoría de Juan, tan aficionado en su obra a la inserción de cuentecillos y animadas viñetas narrativas. En este otro intento se pretende utilizar el erasmismo de fondo como cepa común del libro anónimo y los dos grandes diálogos del humanista conquense «para poner de relieve la tela de araña que los une y que con hilo casi invisible va perfilando de manera nitidísima e incontestable –creo– la autoría de Alfonso de Valdés» (pág. 11).

Ha sido siempre visible desde luego una afinidad de grandes brochazos sobre terrenos que en la época han llegado a ser tópicos del humanismo cristiano. La tarea de colación textual se basa en un corto número de muestras y casi ninguno de los pasajes, frases y vocablos llega o es suficiente para acreditar una intertextualidad en regla. Se trata, sí, de una tela de araña, pero en modo alguno nítida ni menos aún incontestable. No se reflexiona sobre la naturaleza en muchos casos tópica, ni las desemejanzas o divergencias que deberían también tomarse en cuenta para calibrar y dar peso a la argumentación. La cantera de Alfonso de Valdés se centra sobre el mencionado estudio del prólogo y la mayor parte del razonamiento, lo mismo conceptual que lingüístico, se abastece de materiales ajenos al secretario imperial, Rosa Navarro tiene mayor éxito relativo con los modelos, que desde el principio postula de La Celestina, La comedia Thebaida y Lalozana andaluza, participantes también esquemáticos del mismo espíritu bajo una simplificación acerca de la cual cabrían igualmente reservas. No interesan dichas obras en sí mismas, sino sólo por la pequeña medida en que pisan comúnmente al Lazarillo y a Alfonso de Valdés como pruebas de común autoría. El razonamiento sería válido si se tratara de títulos algo recónditos y si su adscripción o presencia quedase establecida más allá de cualquiera duda, lo cual dista de ser aquí el «caso». La autora procura sacar mucho partido al hecho de que los tres eran conocidos de Alfonso de Valdés, pero (aparte de La Celestina) no ofrece prueba sólida de la presencia de las dos últimas en el Lazarillo, ni habría tampoco problema con que cualquier otro autor de este último las conociera independientemente, La Celestina, se nos asegura, dejó huella en los diálogos del secretario, pero mucho más en «su» Lazarillo de Tormes. Propone también la profesora una familiaridad de conjunto con Torres Naharro, pero que de nuevo particulariza interesadamente, tratando de explicarla por la vía del juicio favorable de Juan de Valdés (posterior en varios años) y que supone compartido o extensible a su ya fallecido hermano.

Lo que sí se desprende del recorrido de materiales narrativos del Lazarillo es su continuidad respecto a un brote de literatura diversamente transgresiva y carnavalesca, integrada a partir de las continuaciones de La Celestina y el teatro prelopista y activa poco más o menos hasta mediados del siglo XVI . Ofrecía además parentesco ideológico con epístolas (Villalobos) y diálogos (hermanos Valdés, Villalón), así como empalmes religiosos no tan subterráneos y siempre de signo avanzado. Fue tesis formulada hace mucho por el autor de estas páginas para acotar un mundo irreverentemente burlesco, obseso por la herencia de Rojas, pero en pareja con elementos de un humanismo de oposición que justo habría de coronarse en el Lazarillo de Tormes. Un abigarrado corpus unificado por su acogida a la cúpula de Erasmo «y corrientes espirituales afines» (Eugenio Asensio), que hunde también sus raíces en el problema socio-religioso de los conversos. Si se quiere, una pre o parapicaresca todavía no bien conocida desde este punto de vista. Constituye ésta, de una parte, el alvéolo genérico y normalizador del Lazarillo, pero dificulta no poco, por otra, el reconocimiento de autorías, préstamos e intertextualidades. Que la presencia de hágote saber, Dios mantenga, dígote, contraminar, trasponer, acaecer, acontecer, el ponderativo gentil, conformar «ponerse de acuerdo», el poliptoton, rechazo de prolijidad, etc., puedan sostener conclusiones de tanta monta es por entero desproporcionado. Dado el relevante papel del refrán en el Lazarillo, sólo Arrimarse a los buenos aparece duplicado, y no en Alfonso, sino en Juan de Valdés, resultado en sí decepcionante y más aún al recordar lo que en esto da de sí la obra del toledano Sebastián de Horozco. Se ha ignorado aquí además la eventual presencia de otros autores como Sánchez de Badajoz, Autos viejos, Villalobos, Alejo Venegas y hasta Garcilaso, dignos (a título de orientación previa) de una atención metodológica menos dispuesta a brûler les étapes. El rastreo léxico y fraseológico es limitado y del todo insuficiente para una caracterización general de estilos, que no es siquiera intentada. El arduo problema de cómo compaginar la sobria elegancia de Alfonso de Valdés con el lenguaje abrupto antigramatical y oralista del Lazarillo no llega a ser ni siquiera mencionado. ¿No serían quizás dos formas extremas (moderada una y radical la otra) de proyectar el Anticiceronianus de Erasmo?

Las aproximaciones del tipo temático o léxicamente tópico aquí ofrecidas podrían multiplicarse de un modo masivo si no se limitaran (conforme a la tesis) a obras anteriores a 1532. Lo posterior a esa fecha sería en todo caso eco de un Lazarillo impreso de preferencia en Italia o fantasma circulante por espacio de casi un cuarto de siglo y cuya postulación por entero gratuita no es que se diga pequeño compromiso. Y es por eso que se rehúye, por vía de ejemplo, lo mucho que da de sí un recorrido del teatro hispano-portugués de Gil Vicente (Aubrey Bell y otros) o todo el tema del menosprecio de corte guevariano, fundamental para el tratado tercero. La posibilidad de que la edición sevillana (1542) del Baldus de Teófilo Folengo (heterodoxo semiluterano de la otra península) haya sido influida por el Lazarillo, y no al contrario, es remotísima. Lo mismo cabe decir de un conocimiento de las epístolas de Guevara (de cronología desvergonzadamente trucada) en vida de Alfonso de Valdés.

La cuestión esencial y básica no es aquí otra que el erasmismo, que Rosa Navarro da por a priori resuelta en relación con el Lazarillo. Formulada desde el principio por FoulchéDelbosc y Menéndez Pelayo, se vio sorprendentemente negada por Bataillon, a partir de un análisis más profundo y aun tal vez algo hipercrítico del mismo. La idea se vio por eso controvertida por algunos de los que éramos jóvenes en los años cincuenta y sesenta, que aún hicimos asumir al maestro un enjuiciamiento más razonado. En realidad, Bataillon no negó nunca que el erasmismo dejara de ser en un sentido amplio el subsuelo natural del Lazarillo. En lo que sí disentía, y en ello llevaba toda la razón, es que en la novela se proyectara una doctrina o forma canónica de aquél, es decir, justo lo que un Erasmicior Erasmi como Alfonso de Valdés desplegaba a través de su obra. El Lazarillo era y sigue siendo una obra de calificación difícil sobre el terreno espiritual del momento. Y es que nuestro erasmismo había dejado de ser una etiqueta de monolítica condena de «abusos»: revestía modalidades, poseía una compleja historia evolutiva, se había controvertido y aun parcialmente rechazado bajo estrictas y peculiares condiciones autóctonas. La huella de Erasmo, sobre todo, se involucraba aquí en una paradójica relación, al mismo tiempo etiológica y adversaria, con el iluminismo y sus incontables irisaciones, las cuales precisamente hallaban en el Lazarillo de Tormes uno de sus más visibles campos de despliegue y enfrentamiento. Nacido de alguien nutrido en el erasmismo doctrinal, su autor ha pasado después a rozarse con formas extremas del fenómeno alumbrado, para terminar a las puertas de un radicalismo contrario a cuanto no sea un evangelismo elemental y alérgico a cuanto pueda oler a eclesiástico. La resbaladiza cuestión del Lazarillo iluminista dispone, como se sabe, de una amplia y valiosa bibliografía, aquí ignorada en su totalidad. Ahora bien: bastará topar con las irreverencias antieucarísticas del tratado segundo para hacer palpable la extrema dificultad de colgarlas a la puerta de Alfonso de Valdés.

El pivote crítico del Lazarillo no es otro que su fecha de redacción, bien temprana (poco posterior a 1525), o bien tardía (posterior a 1539), por referencia a las dos posibles Cortes toledanas que menciona en sus últimas líneas. Por mucho tiempo predominó la primera debido a que, por tratarse de un relato supuestamente bonachón y optimista, sólo aquéllas se celebraron en un ambiente de gloria imperial, muy al contrario de las otras, que representaron un fracaso para Carlos V y uno de los baches más serios de su reinado. Era una tesis tipo belle époque, cuando todo se perfilaba elemental y diáfano. Las alternativas parecían muy claras y algunos todavía recordarán quizás los tiempos cuando se rechazaba la autoría de don Diego Hurtado de Mendoza alegando que un gran señor como él no podía conocer las costumbres del pueblo bajo. El edificio interpretativo de la fecha temprana, reforzado por una cronología interna de la autobiografía de Lázaro, predominó con pocas excepciones en calidad casi oficial hasta 1955, con Cavaliere, pero se mostró un castillo de naipes que no resistiría a la explosión de conocimientos en la segunda mitad del siglo XX . Permitía ésta leer el fondo negativo y ácido de toda la obra, así como el devastador sarcasmo de su desenlace, con Lázaro en el goce de su buena fortuna bajo velas hinchadas al soplo de su «oficio real». El pregonero, ayudante habitual del verdugo, prospera (es un decir) como última piececilla de un complejo establishment, corrupto y corruptor de almas, además de puesto irónicamente a los pies del «victorioso emperador», comprometido a la sazón en el exterior y políticamente derrotado en Toledo por las desdichadas Cortes de 1538-1539.

Se producía el bascular de la crítica en 1958, con el preliminar de Bataillon a la edición francesa de Aubier, en que el maestro recapitulaba el problema religioso y sorprendía con su cauto apoyo a la candidatura de fray Juan Ortega. Se accedía a partir de allí a una plataforma de inédita madurez, en que el Lazarillo se proyectaba, en una perspectiva razonada, sobre el florecimiento de la literatura epistolar hacia mediados del siglo XVI y la irrupción simultánea de la autobiografía novelada como un gran empuje renovador (Guillén, Rico, Molho). El libro salía de su mudo solipsismo y por primera vez dejaba de ser un bólido caído de otro planeta. Tenía familia y congéneres que no eran casuales ni arbitrarios, piezas de un mundo intelectual, religioso y político, como pocos denso y complejo que ahora extraían a flote los estudios de historia social, literaria y religiosa. Un tejido referencial concentrado en torno a la penosa década de 1540 (Redondo) con su ocaso de la estrella carolina, e incluso una historia editorial verosímilmente iniciada en 1533 (Rico).

La fecha tardía se mostraba clave de un deshielo que permitía una lectura mucho más plena de aspectos profundos de la obra, aportados por críticos de altura aunque alejados, a su vez, de agotar los respectivos capítulos. El sentido de los materiales folclóricos, el toledanismo disidente de la ciudad orgullosa y su burguesía empapada de rencor comunero, además del malestar causado en la intelligentsia conversa por el estatuto de 1547. El mismo «cambio» que en su boca realiza el destrón de las blancas de su amo el ciego era lenguaje cifrado de un discurso moral decisivo para una naciente economía moderna (Rico). Quedaba en especial documentado el eco de las leyes sobre el control civil de la mendicidad, copia de las implantadas por las ciudades flamencas veinte años atrás, pero que aquí fueron discutidas y suscitaron profunda aversión. Se hallaba en juego la caridad frente a la beneficencia (medievo contra modernidad), de donde la polémica enzarzada entre el dominico fray Domingo de Soto y el benedictino fray Juan de Robles en 1545. El Lazarillo se entremete con un discurso tácito frontalmente opuesto a las ideas de Erasmo y el De subventione pauperum (1525) de Luis Vives, pero con no menor claridad a las de Alfonso de Valdés, cuyo buen rey del Mercurio y Carón recurría al mismo expediente de expulsar a los pobres no naturales. El problema continuó sobre la mesa durante la década de los años treinta, y en 1540 el Consejo Real preparaba una legislación ad hoc. No entró ésta en vigor hasta la pragmática dada en Medina del Campo en 1544 y es sólo entonces cuando el régimen civil de la pobreza ascendió a un primer plano de apasionada atención general. Comoquiera que sus medidas parecían moralmente inaceptables, se ejecutaron en muy pocas ciudades y las investigaciones de Agustín Redondo demuestran cómo en Toledo (que según confirmado testimonio del Lazarillo atraía pobres de muy lejos) se vaciló en aplicarlas hasta el 21 de abril de 1546, cuando en vista de la hambruna y el costo «espantoso» del trigo, decidieron aplicar la pena de sesenta azotes prescrita, pero que se sepa nunca aplicada, por las Cortes de Briviesca de 1385 para holgazanes y vagabundos viciosos (no exactamente mendigos).

Poco o nada de todo esto halla mención en Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes y su muy escasa bibliografía, cuya mayor objeción a la fecha tardía es la sin duda poderosa de haber fallecido Alfonso de Valdés en 1532. El rechazo a todo trance de aquélla se realiza en sumaria repetición de argumentos familiares desde muy atrás, sin mención alguna de la polémica doctrinal y sólo recordando que las Cortes de 1523 incluían ya una petición de contenido similar. Se desatiende a que ésta fue ineficaz (como prueba su reaparición en cortes posteriores) y no llegó a ejecutarse hasta veintitrés años después. No se calibra por tanto el peso testimonial del Lazarillo, que no discute lo acertado o reprobable de dicha ley, sino sólo su ejecución en Toledo, lo cual hoy día constituye un término ad quem muy preciso, pero que allí funciona bajo un alcance hermenéutico de orden muy superior. No hay más que la aborrecible «procesión» a secas, y es la maligna ironía de siempre con el léxico eclesiásticamente preñado, porque esta vez no es nada que pueda sonar a sacro, sino una realidad sin adornos de pobres bajo el látigo. Atroz espectáculo que, sin precisar de consideraciones legales ni teológicas, aterra a Lazarillo lo mismo que asquea a toda conciencia cristiana de entonces o de ahora. Y en este momento la identidad del autor sí podría parecer una curiosidad frívola, porque se palpa la certeza no de quién pudiera ser, sino de lo que en definitiva era, una cuestión, pues, de esencia y no de accidentes. No un producto de escuela ni hombre de un solo libro, aunque éste se llamara Erasmo. Alguien a quien, por encima del espacio y del tiempo, le dolía en propia carne la humana empatía del sufrimiento ajeno, abocándonos a un arduo pero fecundo problema que no es legítimo ignorar desde entonces.

Sería fácil regresar desde aquí no a la «muerte» del autor, pero sí a su eclipse ontológico ante el peso de la obra que nos hace interesarnos en él o, dicho en otras palabras, la muda prioridad del texto ante nuestros ojos. El del Lazarillo de Tormes cuenta como sabemos entre los abismales de todos los tiempos en lo que toca a su capacidad de sugestión y de disparador de siempre inéditas y renovables lecturas. El goce, a renglón seguido, y también la responsabilidad que conlleva todo acercamiento crítico a esta clase de clásicos universales. Es un terreno de riesgos a todo por el todo y no siempre felizmente asumidos en el libro que ahora se comenta. Hay en él también juicios o lecturas erróneas, como el suponer que la relación de Lázaro con su señor el arcipreste de San Salvador se inicia en torno al vino (temático en el libro) por ser éste un bebedor. No hay tal: lo que ocurre es que aquél «le pregonaba sus vinos», porque era obligatorio hacerlo conforme a la reglamentación de una importante actividad económica toledana que se documenta en detalle (una vez más) hacia mediados del siglo (Redondo). El arcipreste queda a mala luz no por borracho, sino por traficar en terrenos indignos para cualquier sacerdote, y no se diga para una jerarquía eclesiástica, conforme a lo que, por lo demás, vedaban las sinodales y era también uno de los abusos más combatidos por Erasmo y sus tropas. El bien pagado arcipreste comercia con vinos igual que antes el capellán catedralicio lo hacía, a condigna inferior escala, con el agua del Tajo. La escalada de agua a vino (las asociaciones sacramentales son también esta vez inevitables) es paralela, sobre otro plano, a la subida de un odioso nivel en la explotación de Lázaro, laboral primero y después a precio de indignidad humana.

El Lazarillo de Tormes se halla hoy bajo un verdadero asedio crítico, del que este presente esfuerzo se margina con cierta indiferencia. Aparte de cuestiones de documentación y técnica filológica, la tesis de Alfonso de Valdés suscita dificultades en lo que hace a sensibilidad y categorías críticas de base. Contra la acumulación de transgresividad que el libro termina por denunciar como un sistema puesto a los pies del emperador en sus sarcasmos finales, la paternidad propuesta no puede menos de conducir a un panorama de incongruencias. Alfonso de Valdés, intelectual al servicio de la política y persona imperiales, de las que mesiánicamente espera una reforma de la Iglesia imposible para la corrupción romana, ha montado de cara al mundo las grandes operaciones de diplomático blanqueo que suponen sus dos grandes diálogos. Su erasmismo se extiende sin matices a revestir a don Carlos de un manto providencialista con ribetes de ensueños medievales y no se ve cómo nadie hubiera podido transformarlo en aquel otro ingenio de signo tan opuesto, para quien la religión cristiana es un ideal traicionado por las estructuras oficiales y, con el Concilio de Trento ya en marcha, no abriga un asomo de ilusiones reformistas a cuenta de nadie. Naturalmente, no hay tal conflicto para este libro, cuya autora prefiere no ver contradicción con la «devoción absoluta» (pág. 194) de Alfonso de Valdés a su señor, lo mismo que tampoco tiene problema con la entrada triunfal en Toledo, pues para ella «la intención política de su autor es evidente: la glorificación del Emperador» (pág. 150).

Semejante negación de una estructura irónica integradora del Lazarillo de Tormes supone proclamarlo un experimento fracasado o una obra manquée por incapaz de mantener ninguna cohesión interna y quedar al final reducida a un entretenimiento de poco más o menos. Pero entonces, ¿qué es el Lazarillo? ¿Y acaso un clásico universal se pone en pie con un puñado de banalidades incapaces de resistir el análisis? Semejante línea de meta deja en el aire cómo pudiera aquél contribuir a la modernidad literaria, ni documentar el nacimiento en España de un nuevo tipo de escritores que, bajo la opresión del bloque Iglesia-Estado, legarán al mundo un arte fascinante de decir sin expresas palabras todo lo que llevan dentro, como reclamaba con orgullo Mateo Alemán. Y el Lazarillo nos enfrenta después con serios desafíos cara de elementales aporías. ¿Cómo dar razón, sin ir más lejos, de la presencia avasalladora del tema del hambre? Y no de un hambre filosófica ni poética, sino de esa otra que da cornadas en el estómago y se yergue ahora en medio de una literatura de pastores, cortesanos, ninfas y dioses mitológicos. También aquí se ha pretendido una salida del paso, con la cita de unos cuantos textos de Plauto, a cuya inanidad lo mismo daría responder que no. Es, por el contrario, un puro problema de módulo y de saber qué percal estamos cortando. Ingenua ilusión de imaginar que unos chistes de esclavos y parásitos romanos, al alcance en el momento de cualquiera, puedan justificar el alumbramiento de una nueva estética de la experiencia humana, sobre la cual se edificará algún día el naturalismo y la literatura social. Y de hacerlo no a través de ningún impalpable Geist, sino de un hombre de carne y hueso, limitado y concreto en lo tempoespacial, que a mediados del siglo XVI escribía en España y nada más que en ella (el inmenso Rabelais es otra cosa).

El problema, no ya de aquellos hombres, sino de nosotros, no afecta sólo al Lazarillo, y es el sinsentido o el padecimiento de negarse a ver ninguna trascendencia en obras por otra parte universales. Es el caso del Quijote como un trivial funny book, del Guzmán de Alfarache como un pesadísimo sermón barroco, de Goya (en gran parte un escritor con pinceles) como un patán que disparata barbaridades con sus grandes dotes pictóricas. Ya se sabe: el Lazarillo de Tormes, pues, obra de un laudator temporis, un librico de chascarrillos en ristra y una oleada de lexicalización que de un soplido barre todo asomo de problema religioso (que ahí dolía y aún sigue doliendo). Siempre cuestión de prejuicio atávico: bien sea el de los que aún no se han recuperado del susto de la Invencible (los de fuera), o el de quienes se agarran, náufragos, a la salvadora tabla biempensante de que en España no ha pasado nunca nada de que asustarse (los de dentro).

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