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El autor del Lazarillo

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El autor de una obra clásica es un fantasma. Queda, de un lado, el texto como un castillo en ruinas y, del otro, una corte de filólogos y exégetas que tratan de reconstruirlo y amueblarlo a su manera, sin atender casi nunca a los gustos y manías de su antiguo dueño, esa ánima en pena que de vez en cuando hace su aparición, lanza un quejumbroso lamento y vuelve a desaparecer entre la indiferencia y la incredulidad, como si nadie se hiciera cargo de su anterior existencia.

Este desprecio o recelo que se da en torno al autor está en parte justificado. Los fantasmas, para empezar, no existen; existen sólo los médium, que suelen ser, por lo general, un fraude. Hay, además, otra cosa: mientras el texto es un objeto que puede palparse, una realidad concreta, un hecho, el autor, sea quien sea, no deja tras de sí más que la estela de su ausencia. El Quijote no es mejor ni peor, ni más o menos interesante, ni más o menos enjundioso porque se sepa que su autor participó en la batalla de Lepanto, estuvo cautivo en Argel o se pasó diez años recaudando impuestos por tierras andaluzas; toda esa información biográfica nos sirve solamente para poner el texto dentro de un contexto. El autor podría ser así con respecto a su obra el punto de fuga que crea la ilusión de la perspectiva histórica.

Pero si el autor puede tomarse como un punto de fuga, es también ­y sobre todo­ un nombre, una etiqueta, una firma. Póngase «Shakespeare» en cualquier poema anónimo de la época isabelina y automáticamente ese poema cobrará un valor único. O al contrario: cuestiónese su autenticidad y el poema perderá de golpe muchos quilates. El autor garantiza, por así decir, un producto, su producto, como el pintor, con su firma, garantiza la autenticidad de la obra que pintó. De ahí que no haya (al menos desde el Renacimiento) muchas obras valiosas que sean anónimas. La obra anónima se pierde normalmente en el anonimato, aunque no siempre; y cuando eso ocurre se da la paradoja de que su fama aumenta en proporción directa al misterio de su anonimia. A mayor misterio en relación con el autor, mayor valor parece tener la obra.

Con lo cual podemos empezar a hablar del Lazarillo de Tormes, la obra anónima por excelencia, aunque en puridad deberíamos decir apócrifa, ya que Lázaro González Pérez es quien se responsabiliza de todo lo allí escrito. Pero, en realidad, ¿quién lo escribió? ¿Por qué deseamos identificar al autor? ¿En qué podría beneficiarse la obra? Y, en fin, ¿es posible a estas alturas, a más de cuatro siglos de distancia, descubrir quién es su autor?

La identificación del autor del Lazarillo tiene, en primer lugar, un interés estrictamente filológico. Por fantasmal que la presencia de un autor nos parezca, el negro vacío del anonimato emborrona no sólo los contornos del sentido, sino los del propio texto. La tradición manuscrita medieval, con sus múltiples variantes, es prueba de ello, como lo fue el texto del Lazarillo, que ya en una primera edición, la de Alcalá de 1554, sufrió varias interpolaciones, y a partir de 1555 apareció en todas sus ediciones seguido de una continuación espuria.

A este respecto, resulta curioso, y a la vez muy significativo, que el primer editor del Lazarillo, Juan López de Velasco, en la edición castigada de 1573 dijera, entre otras cosas, esto: «Se enmendó de algunas cosas porque se había prohibido y se le quitó toda la segunda parte, que por no ser del autor de la primera, era muy impertinente y desgraciada». La afirmación de Velasco subraya, por lo pronto, la labor primera y principal de todo editor, que no es sino separar en la medida de lo posible el grano de la paja, y a la vez pone de manifiesto que el cedazo último y definitivo para cribar un texto es el propio autor o, más bien, la intención que se le supone al autor.

Surge, sin embargo, la siguiente pregunta: ¿cómo sabe Velasco que la Segunda Parte no la había escrito el autor de la primera? Su certeza nos deja perplejos. Pues una de dos: bien conocía personalmente al autor y de ahí la seguridad de su aserto, bien infiere la distinta autoría por las diferencias en el estilo, por el lenguaje o por el asunto tratado. En el primer caso,Velasco se guiaría por un dato externo al texto; en el segundo, su decisión de eliminar la Segunda Parte respondería a un análisis interno basado en los temas o en rasgos estilísticos.

El estilo, ya se ha dicho, es el hombre.Velasco ciertamente pudo percatarse de ello al leer las dos partes, aunque choca el acerbo tono de su crítica, además del modo en que arma la frase: no es que le parezca la Segunda Parte «impertinente y desgraciada» por sí misma, sino que es «impertinente y desgraciada» por no ser del autor de la primera, como si sólo el autor de la primera, y no otro, fuera quien pudiera escribir una continuación pertinente y afortunada. Pero, ¿no conocía acaso la Celestina de Rojas? O, mucho más cercano a él, ¿la continuación que su amigo Cervantes de Salazar había añadido a La dignidad del hombre?

El humanista toledano Francisco Cervantes de Salazar, en efecto, edita y completa el Diálogo de la dignidad del hombre (1546) de Fernán Pérez de Oliva, y al escribir el prólogo confiesa que, si se lo hubiera propuesto, podría haberse apropiado de la obra en su totalidad con sólo «mudar el estilo»: «Mas como nada ambicioso de gloria y deseoso de esclarescer la ajena no solamente no quise hacerlo como pudiera, mas antes […] torné a tratar lo mesmo que Aurelio y Antonio dijeron, por tal manera que parece haberles faltado de decir lo que yo aquí escribo».

No entraré a valorar la autenticidad de sus palabras: me interesa resaltar, más bien, lo que implican. Pues lo que dice ­o parece decir­ Cervantes es que su identificación con el estilo y la forma de escribir de Oliva ha llegado a ser tal que casi ha conseguido suplantarlo. Y más aún: que esta suplantación se ha hecho a costa de su propia fama o gloria de autor. ¿Pura retórica? Seguramente, pero treinta años después, en carta,Velasco también parece preocupado de que la gloria literaria de su amigo quede «en tinieblas»: «Deseo grandemente que VM prosiga la escriptura de los libros que va haciendo hasta acabarlos d'escribir y sacarlos a luz, porque todos sirvan de testigos de que no es razón que se quede en tinieblas el autor dellos».

Esta carta está fechada en junio de 1573, el mismo año en que sale publicada la edición castigada del Lazarillo. Arriba me preguntaba si Velasco conocía al autor personalmente o si, más bien, lo distinguía por el estilo. Nunca lo sabremos con certeza, aunque una respuesta, al menos, tiene que ser afirmativa. Mi hipótesis, en cualquier caso, es ésta: Velasco sí conocía al autor del Lazarillo y éste no era otro que Cervantes de Salazar, que tan alegre ­o fatalmente­ se dejaba hundir en las tinieblas del anonimato. Iniciemos nuestra argumentación en este preciso punto.

En el prólogo del Lazarillo, el innominado autor, que termina por fusionarse en el «grosero estilo» de Lázaro de Tormes, afirma paradójicamente que el «fruto de la gloria» es el fin último de todo aquel que escribe: «Porque si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de qué, se las alaben.Y a este propósito dice Tulio:"La honra cría las artes"». Paradójicamente digo, porque si algo sabemos del autor del Lazarillo es que su «trabajo» no quedó recompensado ni con dineros ni con alabanzas ni con la fama literaria. Cervantes de Salazar, «nada ambicioso de gloria», dice más o menos lo mismo al iniciar su continuación de La Dignidad: «Si [la fama] quitásemos de en medio, pocos o ninguno acometería grandes cosas, ni aun seguiría la virtud. Porque como el camino para ella sea dificultoso y áspero, sin duda todos se irían por el ancho y apacible […]. Por lo cual en la primera Tusculana dijo Cicerón: "La honra sustenta las artes"» (f. 23r).

Los dos pasajes sólo difieren en el estilo: el contenido es el mismo, y hasta la armazón sintáctica tiene sorprendentes similitudes. ¿Copió uno del otro? ¿Copiaron los dos de una fuente común? ¿Coincidieron por pura casualidad, acaso porque los dos empleaban un tópico frecuente? Poco después, en el mismo Prólogo, leemos que el deseo de alabanza hace al soldado «ponerse al peligro» y Cervantes de Salazar, por su parte, escribe que «por querer aventajarse un Capitán o un soldado, […] muchas o las más veces se pone en peligro» (Crónica de la Nueva España, V, CLI)El texto electrónico de la Crónica de la Nueva España que utilizo procede de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes..Y todavía en otro pasaje Cervantes recuerda que los hombres prefieren «más honra sin provecho que provecho sin honra» e inicia la oración con las mismas palabras que veíamos antes en el Lazarillo: «Y quieren más los hombres que los traten bien de palabra que tratándolos mal, les hagan mercedes (Introducción y camino de la sabiduría, Obras, 1546, f. 39v)». Frente a: «Y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras» (Lazarillo).

Pondré algún ejemplo más.Tras establecer que la honra o el deseo de alabanza es el acicate que mueve a todo hombre, Lázaro de Tormes, fundido ya en la voz del autor, le aclara a Vuestra Merced que si se ha decidido a relatar su vida desde el principio es: «Porque se tenga entera noticia de mi persona; y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen puerto». Contrástese con este pasaje de Cervantes de Salazar: «Y también lo escribo para que se entienda cuán sufridor era Cortés de trabajos y males y cuán poco se popaba» (Crónica de la Nueva España, III, XLIV). O con este otro: «No todos los señores heredaban señoríos, sino que muchas veces muchos los venían a alcanzar y conseguir por el gran valor de sus personas y por notables hechos […] al revés de lo que a algunos subcedía, que de grandes estados, por sus vicios y maldades, vinieron a perderlos» ( Crónica de la Nueva España,VI, XIV).

Y aún podría ponerse este paralelismo verbal: «Meta cada uno la mano en su pecho y considere a solas consigo estas cosas y verá cuán poco le toca de la fama» (Introducción y camino de la sabiduría, f. 7v); «y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe». ¿Qué quiere decir todo esto? Pues que al menos en el peliagudo asunto de la honra y en bastantes expresiones hay total sintonía entre el autor del Lazarillo y Cervantes de Salazar. ¿Y si añadiéramos diez, quince, cincuenta casos más? ¿Podríamos entonces hablar de un mismo autor? Me temo que el escéptico nunca vería el montón, sino sólo un grano y otro grano y otro grano, cuidándose muy bien de no juntarlos todos.Además, ¿dónde estaría marcada la cantidad para que el montón pudiera ser indicio de autoría?

Abro el Lazarillo y leo en el Tercer Tratado: «Reílle ya mucho sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca decirle cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese». Cervantes de Salazar, como no podía ser menos, tiene un pasaje similar: «Él le prometía de no hacerle ningún enojo, ni decirle cosa que le pesase, sino antes darle todo contento y placer» (Crónica de la Nueva España, V, CXCII). Pero ni Cervantes ni el autor del Lazarillo parecen ser originales aquí. La misma expresión, en un contexto de algún modo semejante, se encuentra en el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés: «Procuraba de andar siempre a su voluntad y nunca decirle cosa que le pesase». Como Valdés muere en 1532, es de suponer que el origen de la frase está aquíEl buen observador nota un detalle quizá nimio: en el Lazarillo se ha añadido la preposición «con» («cosa con que le pesase») que no está ni en Valdés ni en Cervantes. Si resulta llamativo es porque en otras dos ocasiones el Lazarillo usa la misma preposición con el verbo «pesar» en lugar del más normal «de». ¿Podría esta anomalía ser una marca distintiva en el estilo del autor del Lazarillo? Quizá, pero si es así, Cervantes de Salazar tiene varias: «no pesó a Cortés con esto», «Mucho le pesó a Cortés con esta respuesta»..

Ahora bien: supongamos también que, como se ha defendido últimamente,Alfonso de Valdés es el autor del Lazarillo y hagamos el cotejo correspondiente con su corpus. ¿Qué encontramos? Pues salvo el pasaje antes comentado y unas cuantas frases aquí y allá, muy poco.Alguien puede pensar que a lo mejor Alfonso de Valdés se reservó todas las expresiones para la creación del Lazarillo o que se inventó el «grosero estilo» de Lázaro de Tormes con independencia de cualquiera de sus otros escritos. Pero, ¿es ello posible? ¿Puede uno dejar de repetir lo que normalmente repite al hablar o al escribir? Difícilmente. Por mucho control que uno tenga sobre la lengua, la lengua de uno se repite siempre.Alfonso de Valdés, por lo menos, repite en sus diálogos todo tipo de modismos, expresiones, frases hechas y formas verbales que en ningún caso se dan en el Lazarillo.Valdés emplea, por ejemplo, hasta setenta y ocho veces «veamos», treinta y tres veces «a la fin», quince veces «claro está», catorce veces «de veras», trece veces «a la verdad», doce veces «continuamente», once veces «decir muy gran verdad» o «decime». Los diálogos están salpicados de preguntas del tipo de «¿por qué no?» (veintiuna veces), «¿qué me dices?» (diez veces) o «¿no os parece que…?» (seis veces). Si nos fijamos en giros peculiares,Valdés escribe «sea como tú quisieres» en cinco ocasiones, «sea como mandáredes» en tres, «sea mucho de enhorabuena» en dos. No sólo eso. La lengua de los diálogos mantiene formas verbales antiguas como «seyendo» (once veces), «seído» (siete veces) o «vedes» (siete veces), frente a las modernas «siendo», «sido» y «veis». No es necesario proseguir.Todo este repertorio denota no ya sólo un estilo distinto al Lazarillo, sino otro lenguaje o, por mejor decir, otro idiolecto, que en nada tiene que ver con el idiolecto del autor del Lazarillo.

Idiolecto: aquí tenemos la palabra clave. Muchas veces se confunde con estilo y de ahí tantos malentendidos. El estilo, como sabía muy bien Cervantes de Salazar y cualquier retórico, es el particular conjunto de rasgos morfológicos, sintácticos y semánticos en un texto determinado, mientras que el idiolecto es, más bien, el repertorio verbal empleado por un hablante a lo largo de su vida. Este repertorio, por cierto, es más o menos amplio, pero no infinito, identificándose siempre por el índice de frecuencia en su repetición.

Se abra por donde se abra, el Lazarillo remite a otros textos, pero, sobre todo, a los textos de Francisco Cervantes de Salazar. Lo vimos ya antes con el Prólogo y podría verse de igual manera con cada uno de los siete tratados que forman el libro. Pero no me interesa abrumar al lector con nuevos análisis o listas de paralelismos. Empleemos, pues, un método más expeditivo y fácil de calcular. Si el idiolecto de todo hablante tiene como rasgo diferencial la repetición constante de grupos de palabras, debemos suponer que cualquier texto tendrá, con respecto al corpus textual del autor que lo produjo, un grado de frecuencia siempre mayor en sus combinaciones verbales que con respecto al corpus textual de cualquier otro. Más aún: si esto es así, el fenómeno descrito deberá hacerse mucho más evidente con grupos de palabras funcionales o muy frecuentes en el discurso. Hagamos, de este modo, un experimento con todas las posibles combinaciones en torno a las cláusulas de relativo «cual» o «cuales» que aparecen en el Lazarillo y comprobemos luego el grado de correspondencia, tanto con el corpus de Cervantes de Salazar, como con autores u obras representativas del siglo XVI , desde Guevara o el Amadís a Miguel de Cervantes o los historiadores de Indias.

Una primera serie de treinta combinaciones con dos y tres palabras («el cual», «la cual», «lo cual», «en el cual», «de la cual», «con la cual», «por la cual», «sobre el cual», «ante la cual», «con los cuales», etc.) depara los siguientes resultados: Cervantes de Salazar: 30/30; Guevara: 25/30;Amadís: 20/30; Viaje de Turquía: 20/30; Cervantes: 17/30; López de Gómara: 17/30; Hurtado de Mendoza: 14/30;Alfonso de Valdés: 6/30Aquí incluyo una lista no completa de títulos y autores empleados en el cotejo. El nombre de autor refiere siempre al corpus respectivo con una, varias o la totalidad de su obra. Pongo primero entre paréntesis la fecha de composición, si es texto, o de muerte, si es autor; el número de palabras aparece entre corchetes: Amadís (1508)[485.062];Alfonso de Valdés (1532) [73.600];Antonio de Guevara (1545) [1.013.900]; Viaje de Turquía (1555) [128.900]; Diego Hurtado de Mendoza (1570) [62.900]; López de Gómara (1572) [158.000]; Miguel de Cervantes (1616) [1.012.000].Todos los textos proceden de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes disponible en la red..

Que el humanista toledano obtenga el cien por cien de coincidencias es sencillamente espectacular, pero más aún si se tiene en cuenta que el corpus de Guevara sobrepasa el millón de palabras y que la obra de López de Gómara, tan cercana al texto que constituye el grueso del corpus de Cervantes de Salazar, apenas llega al cincuenta por cien. Hay otro aspecto digno de mención. Si seguimos añadiendo palabras al núcleo «cual», «cuales», topamos con algunas secuencias exclusivas entre el Lazarillo y Cervantes de Salazar. Daré solamente una: «[la nariz] se había augmentado un palmo, con el pico de la cual me llegó a la gulilla» (Lazarillo), mientras que en un pasaje de la Crónica de la Nueva España (III,V) leemos: «Traxeron una gran cabeza de águila hueca […], por el pico de la cual veía el que se la ponía». ¿Simple casualidad? No lo creo, especialmente porque este pasaje es un parafraseo de algo ya escrito anteriormente por López de Gómara en su Conquista de México («Presente y respuesta que Moctezuma envió a Cortés», capítulo 27).

El índice de frecuencia observado en torno a «cual», «cuales» es ciertamente significativo, pero desearía subrayar que en cualquier otra serie realizada, ya sea con verbos, conectivos o campos semánticos, el porcentaje, sin ser tan abrumador, ha sido siempre favorable a Cervantes de Salazar. Fijémonos, por ejemplo, en una serie muy corta constituida por todas aquellas formas verbales de imperfecto que terminan en «se»: quejábase, aprovechábase, entrábase, espantábase, holgábase, arrimábase, dábase, andábase, informábase. Son nueve en total y de esas nueve Cervantes de Salazar comparte con el Lazarillo las cinco primeras, mientras el resto de los autores consultados no pasan de tres como máximo. Lo mismo sucede al cotejar todas las formas singulares de pretérito terminadas en «se», como «levantose», «llegose», «sentose», etc., donde, una vez más, Cervantes de Salazar se lleva la palma (diez coincidencias de quince). O con campos semánticos: «tiempo» («día», «mañana», «noche», etc.); «lugar» («casa», «tierra», «ciudad», «pueblo», etc.) o «comida», «comer», «hambre», etc.

En fin, podría elegir otras palabras, otras series: daría igual. Cualquier rasgo morfológico o sintáctico, cualquier grupo de palabras que se repite en el Lazarillo, tiene casi siempre su réplica en el corpus de Cervantes de Salazar. El índice de frecuencia, en efecto, mantiene más o menos los niveles observados cuando se cotejan textos de un mismo autor, y es tan alto y tan constante que me parece que un simple programa de concordancias, sin la intervención subjetiva del investigador, puede determinar fácilmente si el texto del Lazarillo y la obra de Cervantes de Salazar pertenecen al mismo idiolecto. En todo caso, con los datos cotejados hasta ahora me atrevo a afirmar sin pudor que quien continuó el Diálogo de la dignidad del hombre, tradujo al castellano la Introducción a la sabiduría de Vives y, ya en México, se embarcó en la composición de la Crónica de la Nueva España tiene casi todas las posibilidades de ser el autor del Lazarillo

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