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De chimeneas, discusiones y filósofos

El atizador de Wittgenstein

DAVID J. EDMONDS, JOHN A. EIDONOW

Península, Barcelona

Trad. de María Morrás Ruiz-Falcó

336 págs.

20,22 €

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A la cultura anglosajona hay que agradecerle muchas cosas, entre ellas el gusto por las biografías y un elegante saber hacer en la divulgación. Mala palabra sería esta última, no obstante, si se entendiese que alguna ciencia o saber deben adoptar formas ligeras, y por ello devaluadas, para su inmediata comprensión por el público. Por el contrario, la divulgación a la que nos referimos –en las ciencias y en las artes– parte del respeto a ese mismo público ilustrado, no tan minoritario como un cierto malestar cultural muy a lo francés y a lo germano da en pensar, y le presenta en lenguaje comprensible, según el saber común, algún fragmento de información que instruye y que provoca, que deleita y que hace pensar. Tomarse en serio al público y respetarlo son la misma cosa. El buen hacer biográfico, por su parte, es capaz de presentar los perfiles de la vida de una persona insertos en sus circunstancias –así se resalta lo que de único, específico e irrepetible tenga esa vida– y consigue informarnos de lo que relevante se hizo en esa vida o con ella. Esta obra conjunta de dos agudos periodistas ingleses reúne las virtudes de la buena biografía y de la buena divulgación. Parten de un pretexto: como reza el subtítulo de la versión inglesa, incomprensiblemente alterado en la española, se trata de la historia de una discusión de diez minutos entre dos grandes filósofos, Wittgenstein y Popper, en la que parece que anduvo metido un atizador de chimenea, aunque no se sabe bien si como ejemplo de algo que se discutía o como instrumento –muy inglés, por al fin y al cabo civilizado– de amenaza. A partir de ese pretexto, y de su presentación algo escandalosa en la reconstrucción que de él hiciera Popper, se reconstruyen vidas y posiciones intelectuales y se presentan las líneas de una discusión filosófica que, si bien no tuvo lugar de manera clara, podría haber sido una de las discusiones en vivo más interesantes del siglo. Pero, como también sabemos, la filosofía y la vida misma están llenas de desencuentros –y por recordar uno algo anterior, podemos citar el que tuvo lugar entre Rousseau y Hume, aunque no conste que en él hubiera adminículos de chimenea de por medio. Relatan los biógrafos de Wittgenstein que sus últimas palabras fueron: «Díganles que he tenido una vida maravillosa». La vida de este profesor tiene, ciertamente, rasgos de maravilla, hasta el punto de haberlo convertido ya en un personaje literario de novelas, películas y quién sabe si de alguna ópera. Algunos de esos rasgos son debidos –digámoslo así– a su fortuna, a sus circunstancias, y otros lo son a su carácter; o quizás a una especial mezcla de ambas cosas. Sus orígenes familiares altoburgueses en la Viena de fin de siglo, el tono intelectual de ese medio de judíos asimilados en el centro mismo de un apogeo climático de la cultura europea, sus repetidos cambios de vida (desde un monasterio hasta el retiro a su cabaña en un fiordo noruego, pasando por una escuela rural) y, sobre todo, un aura carismática que marcó fuertemente a sus alumnos –mejor: discípulos– lo han convertido en emblema de una genialidad irrepetible. Ciertamente, todo eso sería irrelevante si su filosofía misma –transmitida oralmente, publicada en su mayoría póstumamente– no fuera una de las grandes filosofías del siglo XX y de algunos siglos más. La fascinación del personaje Wittgenstein, decimos quienes a estas cosas nos dedicamos, tiene que estar siempre unos grados por debajo de la fascinación que su propia obra suscita (de la misma manera que el interés por la filosofía de Heidegger debiera estar siempre algunos grados por encima del disgusto que su vida provoca).

Si Wittgenstein tiene un aura de genialidad, sir Karl Popper, otro filósofo vienés procedente también de la cultura judía asimilada, y asimilado, a su vez, a la cultura académica sajona hasta convertirse en el centro o en el origen de gran parte de la filosofía de la ciencia contemporánea –como Isaiah Berlin, otro exilado, lo fue de la filosofía política–, no corrió la misma suerte. Incluso nos lo presentan exageradamente en este libro con complejo de patito feo o de socialmente resentido a la vez que con un orgullo intelectual subido de tono y con una tal vez enfermiza obsesión por el brillante Wittgenstein. Pero es evidente que la importancia de Popper no se mide en términos de popularidad o de genialidad. Más bien su importancia radica en haber desmontado algunos supuestos filosóficos centrales de la filosofía de la ciencia del Círculo de Viena y de haber sacado sólidamente las consecuencias de tal crítica. De hecho, nuestra imagen de la ciencia hoy tiene mucho de esa raíz popperiana; desde luego nada tiene del Círculo que, en los primeros decenios del siglo pasado, formuló las líneas del positivismo lógico y cuyos miembros, en años subsiguientes, se dedicaron por su cuenta a desmontar o a corregir sistemáticamente. El Círculo coqueteó, o mostró interés, por el primer Wittgenstein –anduvieron fascinados por el Tractatus Logico-philosophicus– y Popper estaba, en aquellos agitados años veinte, en las antípodas filosóficas, además de en distintos círculos y ambientes sociales. Lo curioso de la cuestión es que en 1946, cuando la discusión tuvo lugar y el atizador entró en escena, Wittgenstein había formulado ya las críticas más sólidas al positivismo lógico, o mejor, al atomismo lógico del Tractatus que los de Viena tomaron como primo hermano del positivismo. No era, pues, el rechazo a esas filosofías de los primeros decenios lo que tenía que producir el desencuentro. De haber algún motivo relevante –y si toda esa discusión no es un exagerado montaje, o un hinchado pretexto literario– debería ser otro.

No debe pensar el lector que el atizador que se esgrimió –como ejemplo o como amenaza– en una sesión de la Sociedad de Ciencia Moral de Cambridge en octubre de 1946 era el motivo real de tal desencuentro. Los atizadores, como las tizas o los sombreros, los murciélagos o las vasijas, nunca fueron motivos de discusión filosófica aunque sean objetos a los que suele acudirse en tales lances. De hecho, el atizador es irrelevante. El mérito del libro es tomar esa sesión para confrontar dos vidas y dos filosofías, probablemente las dos filosofías que marcarían la deriva de la ulterior, es decir de la presente, filosofía contemporánea de talante analítico –para diferenciarla del pensamiento continental, fenomenológico y hermenéutico o del pensamiento de la teoría crítica. La minuciosa reconstrucción de los recuerdos de quienes allí estuvieron presentes sirve, sobre todo, para una tarea de rememoración filosófica o de reconstrucción de perspectivas, además de poner a prueba las virtudes dichas del buen hacer biográfico y del buen hacer divulgador. Y sirve, como en un viejo retrato de familia, aunque con mayor dinamismo y con mayor realismo a la hora de descubrir las agitaciones que suelen ocultarse en tales retratos, para ubicar personajes que, en este caso, tienen nociones bastante diversas de lo que es el trabajo filosófico. En primer lugar, la concepción terapéutica de Wittgenstein, para quien la filosofía es un trabajo de cura, incluso de cura de las enfermedades que la filosofía misma ha producido: por ejemplo, de la enfermedad del Tractatus o de aquellos otros achaques que nacen también de pensar que el pensamiento (y el lenguaje) son una suerte de contrapartida al mundo y en el que éste se refleja o se representa. Para esta concepción, la filosofía trabaja sobre el lenguaje, sobre el lenguaje común, para desfacer el entuerto de que pudiéramos pensar fuera de él, o sin él, o como si él no estuviera en el centro. Frente a ella, y presentada por Popper, una concepción que entiende que la filosofía es un recurrente ejercicio racional de indagación sobre cuestiones que nos dejan siempre perplejos en el mundo y en nosotros mismos (y en las relaciones de nuestro pensamiento con el mundo) y que no son enfermedades sino incógnitas (como si hubiera más incógnitas que ecuaciones en el sistema). Si hay o no problemas «genuinamente» filosóficos parece que era el tema que se discutía en aquella sesión de seminario ––Wittgenstein negándolo, y por ello negando toda sustantividad, que no peculiaridad, a la cura filosófica, y Popper afirmándolo– y tirando del hilo de la madeja, Edmonds y Eidinow nos van presentando viñetas de la filosofía de la primera mitad del siglo pasado de manera adecuada y poniéndole rostro a las ideas, lo que no siempre es fácil y siempre es de agradecer. Desde luego, a los profesionales de la filosofía se le quedan cortas algunas presentaciones y pensarán que podría haberse sacado más jugo; pero, si no hay errores conceptuales –los que hay, y escandalosos, son los de algunas traducciones de términos técnicos (como «valor de veracidad» por «valor de verdad»), lo que es incomprensible en un, por lo demás, correcto trabajo–, esas insatisfacciones son de orden menor: ¿y no hablábamos de la virtud de la divulgación? Y, por encima de todo, hay que recordar que la filosofía es una peculiar disciplina que cuando hace lo que hace –cuando trabaja– no puede dejar de lado un interrogante central sobre sí misma. ¿Conocen alguna otra práctica cultural, desde la química al teatro, que tenga necesariamente que estarse siempre aclarándose a sí misma lo que hace? La discusión de si hay o no problemas filosóficos no es irrelevante en cualquier tarea filosófica; subyace a todas ellas y, cuando son especialmente interesantes pasa a hacerse cabalmente explícita. El atizador de Wittgenstein, el de verdad, es su concepción de la filosofía; el atizador de Popper contra Wittgenstein es también su filosofía.

Junto a los personajes centrales ––como primos distanciados–, destaca el retrato del silencioso patriarca que presidía la reunión, Bertrand Russell, un tanto lejano, o harto, del genio que había protegido, Wittgenstein, y educadamente cercano a Popper sin perder su áurea distancia. Tal vez, como producto del efecto retrato, la figura de Russell resulta algo enigmática. Podría haberse resaltado más que su propia posición filosófica, y no sólo su carácter, lo situaban cerca de Popper –Russell creía que había problemas filosóficos– y podría haberse tirado de ese hilo para presentar otra concepción de la filosofía que sigue presente ––o empieza de nuevo a estar presente– en el pensamiento de hoy en día.

Porque ese debiera ser el motivo central de toda esta aventura. Una vida ejemplar lo es si tiene algo que decirle a quien la lee: para el caso, si la presentación de un conjunto de posiciones filosóficas del inmediato pasado anterior se vincula con la discusión presente. Pero, suponiendo que el lector sabe algo de su propio momento –eso es parte de tomárselo en serio y respetarlo– es bueno y civilizado haberle divertido, sabiendo para qué valen los pretextos, como las Ítacas del poema de Cavafis.

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