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Economía mundial: tras diez años, sigue el miedo

Crash. Cómo una década de crisis financieras ha cambiado el mundo

Adam Tooze

Barcelona, Crítica, 2018

Trad. de Yolanda Fontal, Efrén del Valle y Gonzalo García

784 pp. 29,90 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Introducción

Han pasado doce años, pero la crisis financiera que emergió en el verano de 2007 mantiene su poder intimidatorio. Desde luego en la eurozona, donde la economía ha demostrado ser la más vulnerable y cuyo sistema financiero sigue percibiéndose como frágil. Cuando se concluían estas notas (primera semana de marzo de 2019) el Banco Central Europeo se vio obligado a adoptar de nuevo algunas de las decisiones excepcionales de inyección de liquidez instrumentadas durante la gestión de la crisis que parecían ya definitivamente confinadas a los archivos de los historiadores económicos. Es cierto que la renovada debilidad de la eurozona no puede explicarse únicamente por las secuelas directas de aquella crisis. Ello dicho, hay que añadir que las tensiones proteccionistas que hoy sufre la economía global o el propio Brexit, identificados como algunas de las razones del actual estancamiento europeo, no son en modo alguno ajenos a las más genéricas, pero no menos relevantes, consecuencias políticas y sociales de la crisis. Junto al Banco Central Europeo, los bancos centrales más importantes del mundo han interrumpido recientemente la senda de «normalización» de sus políticas monetarias, acentuando la vigilancia ante posibles inflexiones en una recuperación del crecimiento económico que hoy vuelve a revestirse de precariedad. Resurge, en fin, el temor a otra crisis.

El motivo que encuentran los analistas más escépticos para no descartar otros episodios es la incompleta restauración de los daños originados por la que nos ocupa. No me refiero únicamente a los daños que afectan a las personas, o a la capacidad de producción de las empresas, o a la solvencia de los bancos para seguir desempeñando con normalidad su actividad. Hablo también de la capacidad de maniobra de las instituciones supervisoras, no menos relevante a los efectos de alejar esos temores.

La crisis que emergió en el sistema financiero de Estados Unidos y se manifestó en toda su extensión en la eurozona a partir del otoño de 2008 tras la quiebra de Lehman Brothers sigue condicionando decisiones económicas importantes. En no pocos casos determina restricciones en los planes de crecimiento e inversión de las empresas o de las familias y, desde luego, de las entidades financieras y las actuaciones de sus reguladores. Ha suscitado ya más comentarios que todas las otras crisis del siglo XX, incluida la Gran Depresión. No sólo porque esta quede más distante, sino porque la severidad y complejidad de la más cercana no tiene nada que envidiarle. Años después de que las economías recuperaran ritmos de crecimiento mínimamente aceptables, sigue obsesionándonos por una razón muy atendible: no podemos anticipar todos sus efectos, y aun menos sortearlos. La sensación que transmitió Ben Bernanke, el expresidente de la Reserva Federal, de que «queda mucho trabajo pendiente antes de que pueda declararse la completa recuperación» sigue siendo dominante. La confianza, valiosa pieza de los procesos decisionales sobre los que se articulan la economía y las finanzas, no está en sus mejores momentos. Los agentes económicos, especialmente en los países avanzados, no han restaurado el grado de seguridad que hasta aquel verano venían depositando en la capacidad de las instituciones, públicas y privadas, para sortear una crisis como las muchas que habían sufrido las economías menos desarrolladas. Eran estas las que hasta entonces se consideraban más expuestas a episodios de inestabilidad financiera, dada la mayor vulnerabilidad de sus sistemas bancarios, la menor credibilidad de sus supervisores y, en definitiva, un desarrollo institucional insuficiente.

La crisis financiera que emergió en el verano
de 2007 mantiene
su poder intimidatorio

Este es uno de los rasgos que, en mi opinión, singularizan más intensamente la crisis de 2007. Hay que añadir algunos otros, como la rapidez de su contagio, la magnitud de los daños reales y financieros, y la naturaleza excepcional de algunas de las políticas adoptadas para su neutralización. Con todo, faltaría un elemento característico: su específica incidencia en Europa, es decir, la diferenciación clara del inventario de daños causados en la eurozona, hasta el punto de haber estado a punto de eliminar o, en el mejor de los casos, de fragmentar el área monetaria. Será este aspecto al que prestemos una atención preferente en las notas que siguen.

Con esos atributos y unos resultados sólo parcialmente asimilados, es fácil comprender el estímulo a la investigación que sigue ejerciendo esta crisis y la verdadera inflación de análisis de todo tipo. Foros académicos y políticos, revistas científicas, libros e informes especializados, públicos y privados, han superado la capacidad de procesamiento de cualquier estudioso, por capaz que este sea. Incluso la filmografía, casi de forma tan generosa como la que inspiró la Gran Depresión, se ha extendido también a diversos aspectos de la crisis, algunos de ellos verdaderamente relevantes. Las recomendaciones que uno puede hacer, por muy exigente y selectivo que sea, para documentarse sobre la crisis, son ciertamente numerosas, y me atrevería a decir que excesivas. Algunas de ellas son complementarias, abordando aspectos concretos con mayor o menor grado de detalle, y muchas otras, redundantes.

La obra de la que se sirvió el director de Revista de Libros para que escribiera estas páginas es Crashed, del historiador de la economía Adam ToozeCrashed. How a Decade of Financial Crises Changed the World. Mi lectura y las citas se corresponden con la versión original en inglés publicada por Viking, no con su traducción española.. Hizo bien, otra vez, Álvaro Delgado-Gal al obligarme a releer, pero ahora de forma más sistemática, este libro, sin duda una de las más completas y rigurosas versiones de aquellos acontecimientos, de sus antecedentes y de gran parte de sus consecuencias.

Adam Tooze

Lleva un subtítulo –«Cómo una década de crisis financieras ha cambiado el mundo»– que hace honor a su contenido, porque el libro va mucho más allá de la narración de la crisis, atractiva por sí sola, para constituir una completa historia de las modernas finanzas y de la política internacional desde prácticamente la ruptura de los acuerdos de Bretton Woods a principios de los años setenta del siglo pasado. En realidad, el libro bascula entre el análisis geopolítico, con la continua transformación multipolar del mundo, y las interioridades del sistema financiero global. Esa completa contextualización de la emergencia de la crisis está acompañada de una detallada crónica de los episodios más significativos que jalonaron el desencadenamiento de la misma o la generación de las decisiones adoptadas durante su gestión, especialmente en Estados Unidos y en Europa. El autor atestigua una cuidadosa consulta de documentos relevantes y, desde luego, de gran parte de la bibliografía académica más respetable.

Pero, como destacaba más arriba, es la particularización del análisis en la gestión de la crisis en la eurozona lo que puede ser más sugerente para el lector de Revista de Libros a tenor de los daños sufridos y de la vigencia de algunos de ellos. En realidad, Europa sufrió dos crisis: la inducida por el contagio desde el epicentro estadounidense, explicada en gran medida por la estrecha vinculación existente entre los sistemas bancarios de Estados Unidos y Europa, y, además, la que Tooze caracteriza como crisis autoinfligida. Esta es la que llega a conformar ese «bucle diabólico» constituido por la recesión de las economías, las crisis bancarias y las de la deuda soberana.

La Gran Moderación y la génesis del euro

Cuando se esboza políticamente el proyecto de Unión Monetaria Europea, en los años noventa del siglo pasado, se encuentra en todo su apogeo la considerada «tercera fase» de la dinámica de globalización. Se trata de esas décadas de extensión de la economía de mercado que cubren desde la desaparición de la Unión Soviética hasta el desencadenamiento de esta crisis. Un período de crecimiento caracterizado por la irrupción en la escena económica global de economías menos avanzadas, «emergentes», capaces de hacer valer sus ventajas competitivas, fundamentalmente en costes, y de formar parte de las cada día más dominantes cadenas de producción, crecientemente transfronterizas, de las empresas multinacionales.

Fueron también esos años de una marcada estabilidad macroeconómica en las principales economías avanzadas, de empleo elevado y baja inflación. A la reducida volatilidad de las variables macroeconómicas le acompaña el ascenso de los precios de los activos, fundamentalmente bursátiles e inmobiliarios, que facilitó esa caracterización del período como «Gran Moderación», generador de una gran complacencia y algo de hipnosis sobre la capacidad de las políticas macroeconómicas para evitar crisis de envergadura. Fue el entonces profesor en la Universidad de Princeton, Ben Bernanke, quien popularizó esa expresión, introducida un par de años antes por James Stock, profesor en la Universidad de Harvard.

La movilidad internacional de los flujos de capital registró en esos años una expansión sin precedentes, determinada en gran medida por la generalización de los procesos de liberalización y desregulación de los sistemas financieros y, con ellos, del dominio de las finanzas; asistimos, en resumen, a una creciente «financiarizacion» de las economías, sin la cual resulta difícil entender la rápida propagación de la crisis. Los flujos financieros dejaron de estar determinados por los flujos comerciales, y pasaron a serlo por la propia actividad de los operadores financieros, fundamentalmente los bancos, estimulados por la consecución de los más bajos tipos de interés a los que financiarse y los destinos con las tasas de rentabilidad más elevadas. Fueron años durante los que se asumieron riesgos crecientes, poco comprendidos, incluso por los supervisores, y de difícil gestión en muchos casos. La relación entre activos bancarios y PIB en el conjunto de las economías avanzadas, que bien podría ser un indicador aproximado de ese divorcio entre finanzas y economía real, no ha dejado de aumentar desde los años ochenta del siglo pasado, convirtiéndose en un rasgo esencial para entender la crisis y que se ha hecho explícito en los años siguientes.

En ese contexto tuvo lugar, en 1999, el nacimiento del euro. Un experimento sin precedentes, que proyectaba un razonable escepticismo en la medida en que gobiernos nacionales que mantenían y reivindicaban su soberanía cedían una parcela significativa de esta: la asociada a la definición de políticas monetarias propias, incluida la posibilidad de modificación de los tipos de cambio de las monedas que ya no tenían. La participación en la moneda única y la correspondiente aplicación de la política monetaria común a países con tipos de interés relativamente elevados, desencadenó un comprensible aumento del crédito bancario, en gran medida vinculado a la expansión de los sectores de la construcción residencial y de la promoción inmobiliaria. Los sistemas bancarios de los países con menor generación de ahorro se endeudaron intensamente en los mercados mayoristas, con las mismas técnicas e innovaciones financieras que las generadas al otro lado del Atlántico, incluidos los procesos de titulización de créditos, mayoritariamente hipotecarios. A través de los mercados interbancarios, la liquidez que sobraba en Alemania y en el norte de Europa fue a financiar la expansión inmobiliaria del sur, una gran parte a España. Los flujos bancarios en el seno de la eurozona crecieron mucho más que el promedio de los globales, contribuyendo a la conformación de «la mayor burbuja crediticia de todos los tiempos», como la califica Adam Tooze. En algunos países como España e Irlanda, la combinación de la expansión excesiva del crédito con ascensos de los precios inmobiliarios terminaría siendo explosiva. Y el principal alimentador de esa espiral, el acreedor más importante, fue Alemania. Era el mayor exportador de capital, porque era el país con el más elevado superávit de la balanza de pagos, con la mayor capacidad de generación de ahorro, aunque su sistema bancario no fuera precisamente el más sofisticado.

Fueron años durante los que se asumieron riesgos crecientes, poco comprendidos, incluso por los supervisores,
y de difícil gestión

Ese ahorro alemán era la contrapartida del enorme déficit comercial y por cuenta corriente español, entre otros. Pero esas identidades contables no significan una relación causal, como nos recuerda Tooze. Fue el boom crediticio el que originó los desequilibrios de demanda, la dirección de los flujos comerciales, los desequilibrios de ahorro y, en definitiva «la intermediación elástica del sistema bancario europeo». Si Alemania hubiera mantenido una demanda mayor, sus importaciones habrían aumentado y los desequilibrios en la eurozona habrían sido inferiores. Pero, efectivamente, en las finanzas modernas el crédito no es una suma fija restringida por los «fundamentos» de la «economía real»: es una cantidad elástica que, en presencia de un boom de precios, puede hacerse autoexpansiva a una escala transnacional.

El análisis de la expansión bancaria que hace Tooze ayuda a relativizar la singularidad de la crisis específica del sistema bancario español. Fue en el conjunto del sistema bancario europeo donde el crédito creció en mucha mayor medida que en Estados Unidos. De forma desproporcionada, en realidad. Con el agravante de la excesiva «bancarización» que caracteriza al conjunto del sistema financiero del continente. Como ha sido destacado recientemente por parte de Ángel Berges y del autor de estas líneas , a diferencia del sistema financiero estadounidense, donde la financiación mediante acciones y bonos son las principales fuentes de financiación de las empresas, en la eurozona son los créditos bancarios los que abastecen de financiación a la amplia mayoría del sector privado de las economías. Eso concede a la salud de las entidades bancarias un papel central no sólo en la estabilidad financiera, sino también en el comportamiento de las economías. Valga un ejemplo: al inicio de la crisis, los bancos alemanes y españoles tenían pasivos equivalentes al 300% del PIB. Y, no menos importante, una gran dependencia de la financiación mayorista, interbancaria, no siempre estable, como se verificó suficientemente. Con ese telón de fondo llegaron a Europa las primeras señales de la crisis hipotecaria estadounidense.

Fundamentos del contagio. Pragmatismo diferenciado

La elevada integración financiera internacional, amparada en la creciente movilidad transfronteriza de los flujos de capitales, ha de ser el punto de partida para entender el rápido e intenso contagio de la crisis estadounidense a la eurozona. Primero a través de los mercados bancarios, conformadores de ese eje financiero transatlántico que impulsó la globalización financiera a partir de la segunda mitad de los años ochenta. Los flujos de crédito interbancarios crecieron de forma muy significativa, desde luego entre Europa y Estados Unidos, pero también entre aquellos sistemas bancarios de economías emergentes ávidos de financiación en dólares. Adam Tooze documenta las posiciones inversoras de los bancos europeos en Estados Unidos, especialmente en el floreciente mercado de titulizaciones hipotecarias, muy atractivo para países con excedentes de ahorro y alternativas de inversión menos rentables. De esa avidez da cuenta el hecho de que algunos bancos alemanes llegaran incluso a comprar entidades especializadas en ese lucrativo mercado hipotecario estadounidense.

Aunque el kilómetro cero estuvo justamente en este último, acabaron siendo crisis interrelacionadas. Pero es un hecho ya asumido que la crisis en Europa tuvo una lógica política propia, centrada en la eurozona, «complicada por el laberinto político de europeo» (p. 14) y una gestión cuestionable: políticas económicas tardías en algunos casos y, en otras, directamente inapropiadas. A partir de 2010 pudimos ver cómo la crisis se convertía en una «guerra cultural transatlántica en política económica». Las autoridades europeas –Alemania fundamentalmente– criticaron la improvisación estadounidense, pero más tarde verificarían que, efectivamente, aquellas terapias funcionaban, mientras Europa se sumía en una crisis específica. Fueron de la mano el deterioro de las cotizaciones de la deuda soberana y el de los bancos, con la consiguiente limitación de la capacidad de maniobra de estos intermediarios financieros para cumplir su función, y mucho menos para contribuir a la recuperación del crecimiento económico.

Del pragmatismo de las autoridades estadounidenses da cuenta el comentario de Martin Wolf tras la quiebra del banco de inversión Bear Stearns, al calificarlo como «el día que murió el sueño del capitalismo basado en el libre mercado». La política estadounidense desencadenó una serie de verdaderas innovaciones en política económica; especialmente la Reserva Federal, en su pretensión por neutralizar las consecuencias adversas de la crisis, hizo lo que pudo por evitar un cuadro similar al que profundizó la Gran Depresión. Intervino masivamente, primero suministrando dólares a gran escala, actuando de hecho como prestamista de última instancia del mundo. Desde luego de los bancos europeos, a través de líneas swap de liquidez en estrecha coordinación con el Banco Central Europeo. No menos de la mitad de la liquidez que proporcionó el banco central estadounidense fue destinada a bancos localizados fuera, mayoritariamente en Europa.

Los bancos centrales redefinieron sus principales funciones para actuar como verdaderos salvadores. Siguieron los gobiernos con operaciones de nacionalización de bancos y compañías de seguros a gran escala. Para salvar al sistema, se arrinconaron los prejuicios mantenidos desde cuarenta años antes. Fue el inicio del arrumbamiento de aquella presunción de adaptación automática de los mecanismos de mercado, de marginación de las instituciones públicas. Como señala Tooze, se llevó a cabo «una movilización de la acción del Estado sin precedentes en la historia del capitalismo». Y provenía de las mismas entrañas del sistema, del país con mayor predicamento doctrinal, con la administración y un banco central gobernados por conservadores en un primer momento. La escala y velocidad de las intervenciones en Estados Unidos definieron la ruptura de la complacencia que caracterizó a la Gran Moderación. No era precisamente el momento de reivindicar la idea de la eficiencia de los mercados, y con ella la defensa de la autorregulación de sus operadores. Fue, efectivamente, un shock para las convenciones asumidas acerca de la estructura de la moderna economía, desde luego en Estados Unidos, pero también en Europa.

El «bucle diabólico» de la eurozona

El 9 de agosto de 2007, BNP Paribas, el banco más importante de Francia, anunciaba el bloqueo de los reembolsos en tres de sus fondos de inversión. Era el primer aviso de la infección de las subprime en Europa. En ese momento, recuerda Tooze, el Banco Central Europeo no disponía de datos acerca de la exposición que mantenían los bancos europeos a las hipotecas de alto riesgo estadounidenses. El 14 de septiembre, Northern Rock, uno de los principales prestamistas hipotecarios británicos, quebró. La ilustración del contagio la aportaban aquellas imágenes de la BBC que nos remitían las largas colas de personas embargadas por el pánico a las puertas de los bancos en los años iniciales de la Gran Depresión. A partir de entonces, la gestión de la crisis en Europa contrastó notablemente con la puesta en práctica por las autoridades estadounidenses. La indecisión, los diagnósticos erróneos y la adopción de políticas erróneas contribuyeron a que una crisis importada acabara mutando en la peor convulsión en la historia de la Unión Europea. Está claro que en la eurozona existía el caldo de cultivo suficiente para que el virus estadounidense se propagara, pero las reacciones terapéuticas fueron, cuando menos, inadecuadas.

A estas alturas es difícil cuestionar el diagnóstico de Adam Tooze. La crisis de la eurozona no fue originada por la deuda pública. Fueron los crecimientos combinados del crédito y de los precios inmobiliarios los que condujeron a los déficits comerciales y luego a los fiscales, y no al revés. La explicación de ambos procesos expansivos no puede prescindir de las condiciones financieras asociadas al nacimiento de la unión monetaria, antes comentadas, y de un contexto global dominado por la expansión de la actividad bancaria transatlántica.

Grafiti de protesta en la entrada de la Academia de Atenas, 2010.

La emergencia de los problemas de Grecia, las dudas sobre la situación de sus finanzas públicas, determinó en gran medida la construcción de una narración distinta a la de la crisis bancaria, situando en su centro las políticas sobre la deuda soberana. Lo que ocurrió en la eurozona fue una «repetición velada» de 2008, pero sin los mismos resultados (y con una gestión peor). Efectivamente, a partir de 2010 Europa creó su propia crisis, la de la deuda soberana, que, en combinación con el colapso de los mercados interbancarios, acabó convirtiéndose en una verdadera amenaza a la estabilidad financiera global. Las primas por riesgo de los países periféricos alcanzaron niveles que antes, en abril, habían impedido a Grecia apelar a los mercados. Las señales eran suficientemente expresivas de una crisis sistémica. Pero los condicionantes políticos impidieron abordarla con la misma decisión y pragmatismo con que se hizo en Estados Unidos.

Tooze insiste en la ausencia de fundamentación económica de ese diagnóstico de una crisis de deuda pública, como ya se admite incluso en la Unión Europea. El denominador común de los países con problemas no era una elevada deuda pública, sino un sistema bancario sobreapalancado, excesivamente dependiente de la financiación a corto plazo en los mercados mayoristas. A partir de ahí se acelera, por así decirlo, la metamorfosis de una crisis de prestamistas en una de prestatarios, una constatación muy significativa para la propia clarificación de las circunstancias que determinaron cómo se expresaría la crisis en la economía española.

España fue, efectivamente, un caso suficientemente representativo, quizás el principal, de ese vínculo causal. Al término de 2007, el cuadro que presentaban las finanzas públicas españolas era de los más satisfactorios de la Unión Europea. Gracias a aumentos muy importantes de la recaudación tributaria asociados a la expansión del crecimiento, en especial del sector de la construcción residencial y de la promoción inmobiliaria, España registraba un superávit presupuestario superior al 2% del PIB y una deuda pública de las más bajas de Europa, del 35,5% del PIB. El gran desequilibrio que exhibía la economía española era uno de los mayores déficits en la balanza de pagos por cuenta corriente de la OCDE, del 10% del PIB cuando estalló la crisis. Una parte significativa del mismo era consecuencia del desequilibrio comercial bilateral con el gran acreedor de Europa: Alemania.

Al término de 2007, el cuadro que presentaban las finanzas públicas españolas era de los más satisfactorios de la Unión Europea

Es un hecho que las limitaciones institucionales de la eurozona, el carácter incompleto de la unión monetaria, no facilitó precisamente la gestión de la crisis. Cuando esta llega a Europa, la integración económica y financiera es amplia, pero la integración política declinante. El «intergubernamentalismo» que domina la toma de decisiones en el conjunto de la Unión Europea no fue nada favorecedor, propiciando respuestas a la crisis efectivamente inadecuadas.

Pero no es posible reducir a esas insuficiencias institucionales las causas de los daños diferenciales que originó la crisis en las economías periféricas, desde luego en nuestro país. Quizá la más importante de las limitaciones, como destaca Tooze, no fue tanto la ausencia de una unión fiscal como la incapacidad para abordar una crisis bancaria a tenor del crecimiento excesivo de los bancos de la eurozona. La crisis, defiende Tooze, podía haberse evitado o minimizado si los bancos hubieran estado todos bajo una supervisión central. En Europa se avanzó en la integración de los mercados financieros, pero no se creó una Unión Bancaria hasta el verano de 2012, cuando la crisis se manifestó en toda su crudeza. Y se hizo teniendo en cuenta los problemas observados en el sistema bancario español. La necesidad de disponer de un seguro de depósitos común y un fondo de rescate bancario, ambos pendientes de concretar al día de hoy, se revelaba como una condición necesaria.

Daños desiguales

El balance de daños fue superior en la eurozona que en Estados Unidos: más intensa la recesión y más severo su impacto sobre el desempleo, especialmente en los países de la periferia. En Estados Unidos, como se ha apuntado más arriba, las autoridades hicieron gala de un gran pragmatismo, al que contribuyó el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, que llegó en 2006 a la presidencia de la Fed. Sin un gran sesgo ideológico, aunque claramente cercano al Partido Republicano, su predicamento técnico contribuyó sin duda a evitar males mayores en el sistema financiero de su país. Académico respetado y gran conocedor de los errores cometidos durante la Gran Depresión, mantuvo vivo el recuerdo de que «la miseria deflacionista de los años treinta fue el acontecimiento definitivo de la historia de la Fed». Por eso tampoco dudó en iniciar esas compras de deuda pública en los mercados, en noviembre de 2010, posteriormente replicadas por otros bancos centrales.

Las consecuencias de esas rápidas intervenciones ya las conocemos. La economía estadounidense creció de forma continua a partir de 2009. En la eurozona, sin embargo, las cosas fueron bien distintas. Todos los agentes económicos fueron perdedores, familias, empresas y bancos resultaron tributarios de la indecisión y de la inadecuada priorización de una austeridad fiscal, con el único fin de minimizar los quebrantos de los acreedores. Está en lo cierto Tooze al destacar que el hecho de que Grecia, «que apenas representa un 1,5% del PIB de la Unión Europea, se constituyera en el pivote del desastre, hace que la historia de Europa se convierta en la imagen de una caricatura amarga”.

El 15 de enero de 2019, con ocasión de la celebración del vigésimo aniversario del nacimiento del euro, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, entonaba un mea culpa ante el pleno del Parlamento Europeo por las medidas impuestas a Grecia durante la crisis. Algo más que una paradoja, dado que Juncker había presidido el Eurogrupo (ministros de Finanzas de la eurozona) entre 2005 y 2013. Reconoció haber aplicado una «austeridad irreflexiva»: «Hemos sido insuficientemente solidarios con Grecia, hemos insultado a Grecia», afirmó. Hacía una afirmación si cabe más relevante para la gestión de futuras crisis: «Si California tiene dificultades, Estados Unidos no se dirige al Fondo Monetario Internacional. Tendríamos que haber hecho lo mismo». Eso nos remite necesariamente a una mayor capacidad de gobierno económico en la eurozona.

Es verdad que, entre los daños más serios, hay algunos difíciles de cuantificar. El infligido a la credibilidad de la propia unión monetaria es quizás el más importante. Pero también, como destaca Tooze, el cuestionamiento del propio capitalismo europeo. La emergencia de fuerzas políticas distanciadas de ambos es ya suficientemente explícita en Europa y contribuye a no desestimar como muy probable que esa crisis haya iniciado una nueva fase en la dinámica de globalización. Es la que ampara también la emergencia de nuevas dinámicas políticas poco propiciadoras de fortalecimiento del multilateralismo y, en el caso de Europa, de la propia dinámica de integración regional.

En términos intelectuales, la crisis fue una «crisis de la macroeconomía, y con ella, también, de la política moderna». Efectivamente, del inicio de una nueva época también empezamos a tener evidencias en la propia ciencia económica. Está en crisis la macroeconomía, con su tendencia (heredada del siglo pasado, según destaca Tooze) a concebir la realidad centrándose en los Estados-nación y los sistemas productivos nacionales, perspectiva ajena en cierta medida a la profunda globalización e interconexión entre los países, en particular entre sus sistemas financieros. El hecho es que lo que dirige el comercio internacional no son relaciones entre economías nacionales, mucho menos entre los gobiernos, sino empresas multinacionales coordinando cadenas de producción dispersas por el mundo. Al igual que ocurre en las finanzas internacionales. Los sistemas estadísticos nacionales no dicen todo. Las relaciones, las interconexiones entre los sistemas bancarios son más importantes, como las reveladas en el crédito bancario cuando emergió la crisis.

Tooze destaca la emergencia de la «nueva economía macrofinanciera» junto a los trabajos (entre otros, de Hyun-Song Shin, responsable de investigación del Banco de Pagos Internacionales) con mayor relevancia analítica. Acentúan la interrelación de los balances de las empresas, donde descansa la acción de los sistemas financieros, en lugar de las interacciones en las que las unidades básicas son economías nacionales comerciando unas con otras. Esto es de gran significación para las políticas económicas. El control de las grandes instituciones financieras, de las sistemáticamente importantes (SIFI), sujetas a la supervisión macroprudencial, ha sido una de las innovaciones políticas más importantes tras la crisis. Son los actores principales en el drama que se representa en el libro de Adam Tooze.

No ha de extrañar, por tanto, que los sistemas financieros, por sí solos y en su interrelación con las economías reales, sean ahora merecedores de una atención preferente. Como es la recuperación de parte de la obra de Hyman Minsky, anticipada en un comentario en estas mismas páginas, de la mano de la emergencia de trabajos con apoyo empírico suficiente que revelan algo más que anomalías: se trataría de fallos en ámbitos concretos en el funcionamiento de los sistemas financieros y de disfunciones que afectan al conjunto del sistema económico.

La cuestión que se suscita ahora es hasta qué punto esas adaptaciones analíticas y su traslado a las políticas económicas son suficientes para restaurar la tranquilidad, para eliminar ese temor sobre las probabilidades de emergencia de una nueva crisis. Y, desde luego, sería oportuno tomar buena nota de la recomendación de Ben Bernanke, influida por la llegada de Donald Trump a la presidencia, cuando admitía que los políticos en las últimas décadas han sido lentos en actuar, e incluso reconocer, las tendencias políticas que hoy inquietan y que han derivado en las respuestas de los electores que ya conocemos. Ello debería facilitar «el reenfoque de la atención tanto a la necesidad moral como a los beneficios prácticos de ayudar a la gente a tratar con las disrupciones económicas que acompañan al crecimiento». Desde luego en Europa, donde a la amenaza de una futura crisis se añade hoy la más cotidiana de un ritmo de crecimiento económico poco compatible con la recuperación de los estándares de bienestar y estabilidad política previos a la que llegó en 2008.

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa en la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de Analistas Financieros Internacionales. Sus últimos libros son Innovación y capacidad para emprender. Diagnóstico de la situación en España y líneas de acción (Madrid, Indra, 2005), El rescate. Un análisis certero sobre la realidad de la crisis española (Madrid, Aguilar, 2013) y Microfinanzas y TIC. Experiencias innovadoras en Latinoamérica (Barcelona, Ariel, 2014). Es director de la publicación Economía de los Datos. Riqueza 4.0  (Madrid, Fundación Telefónica y AFI, 2018).

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