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Dos piezas veraniegas

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Probablemente nos lo tengamos merecido. Han sido milenios de opresión y desprecio: desde la extinción del matriarcado no hemos parado de hacerles la puñeta con diversa fortuna. Todavía hoy mismo, es cosa sabida, la inmensa mayoría de la riqueza del planeta está en manos de los hombres. El 98% de los puestos de alta decisión está ocupado por ellos: nosotros. Y no existe ni un solo país en el mundo –ni uno solo– en el que los salarios de las mujeres sean iguales a los de sus colegas masculinos. Y todo eso sin hablar de la violencia de género, aventada a diario con trágicos partes de una guerra universal en la que las víctimas caen siempre en el mismo bando.

Sí. Probablemente nos lo hayamos merecido. Quizá debiéramos cargar sin rechistar con nuestra culpa ancestral, de la que los grandes libros fundacionales (Biblia, Corán) constituyen la mejor prueba. En el principio era el Verbo que creó al hombre inocente y a la mujer traidora y ambiciosa que le llevó a la perdición. Pero, con todo y eso, no puedo evitar que me llame la atención la imagen que de nosotros –de los culpables– ofrecen los anuncios, especialmente los que aparecen en televisión. A juzgar por lo que nos muestran, nosotros, que nos creíamos dioses, somos simplemente patéticos. Un atajo de individuos torpes, incapaces de manifestar sus sentimientos, cumplir con las obligaciones de un trabajo o mantener una relación satisfactoria. Seamos padres, amigos, colegas o amantes, somos irrisorios. En el mejor de los casos –y siempre que seamos jóvenes, con los abdominales bien marcados y las mandíbulas cinceladas como las de los héroes nazis de Arno Breker o los estalinistas de Vera Mujina–, servimos como meros instrumentos de entretenimiento: reposo de guerreras, consoladores orgánicos con voz, accesorios deportivos, simpáticos peleles serviciales. Hace poco, en un anuncio de jeans de la firma Lee, el pie de una mujer enfundado en una bota provista de afiladísimo tacón de aguja aplastaba el trasero de un hombre desnudo tendido en el suelo. Por fin el enemigo de género mordía el polvo.

Los «creativos» publicitarios han encontrado un filón en la nueva misandria mediática, la forma más extendida de discriminación positiva. En sus anuncios ellas son brillantes, sugerentes, divertidas, seguras de sí mismas. Si es necesario nos propinan alguna bofetada, o nos derraman algo sobre la ropa (nos lo tenemos bien empleado). Si andas con hombres no olvides el látigo, diría hoy un Nietzsche travestido que se dirigiera a las mujeres. Entre ellas son amigas y cómplices. Son optimistas y siempre sonríen, conscientes de su triunfo: incluso cuando les viene la regla –antes una maldición– parecen aceptarla con agrado, gracias a las estupendas compresas dotadas de alas. En esas narrativas condensadas que son los anuncios ellas hablan de nosotros, sus antiguos amos, con la misma mezcla de extrañeza y conmiseración con que las damas victorianas se referían al servicio doméstico. Al conferirle poder a las mujeres a expensas de los hombres, los «creativos» utilizan la revancha histórica para atraerlas al consumo. Como ocurre con casi todo, el feminismo liberador y activista de los setenta ha entrado en el libro de estilo de los «creativos» publicitarios. El péndulo está ahora en el otro polo. Aparentemente, claro: en la cúspide que controla el trabajo de los publicitarios y de quienes los contratan los hombres son también mayoría. Qué complicado es todo.

* * *

La mayor parte de mi vida he sido eso que el lenguaje ordinario designa como persona gorda y el de los dependientes de El Corte Inglés (sección «tallas especiales») como persona fuerte. Desde mi ya lejana adolescencia me he sometido a todo tipo de dietas de adelgazamiento: hipocalóricas, de los astronautas, de la clínica Mayo, disociada, del arroz y fruta, hiperproteica, del doctor Atkins, de Montignac para ejecutivos, del plátano y leche (qué asco), del pomelo y requesón, de crudités , de la alcachofa, de la(s) sopa(s) milagrosa(s), de los hidratos de carbono, vegetariana, macrobiótica, de biomanán y otras barritas y batidos, carencial, etcétera. Me conozco la tabla de calorías como la palma de la mano. Me he atiborrado de píldoras farmacéuticas que producían efectos contrapuestos. Incluso una vez conseguí adelgazar veintitantos kilos gracias a un endocrino delincuente que recetaba pastillas «inocuas» y me prescribió una dieta a base de bacon, salchichas, carnes grasas, patatas y huevos fritos, y en el que las verduras y las frutas estaban prácticamente proscritas: lo sobreviví con un tic nervioso que me duró varios meses y llevó a mi mujer a las puertas del divorcio.

Ahora, después de tantos años, veo el cielo abierto gracias a la época que me ha tocado vivir. Un tiempo en el que los culpables son por fin desenmascarados y se ven obligados a solicitar el perdón de los humillados y ofendidos. Me entero por la prensa de que en Estados Unidos cunde el pánico entre los propietarios de restaurantes y empresarios de alimentación ante posibles pagos de compensaciones millonarias a víctimas del fat –grasa–, el nuevo fantasma que recorre el mundo. El espectro de las indemnizaciones por los daños causados por el tabaco planea sobre eateries , supermercados y fabricantes de esos productos crujientes y de buen sabor que la televisión promociona para los niños del primer mundo. Meredith Berkman, una madre de familia consciente de sus obligaciones, ha interpuesto una querella por «angustia emocional y daños nutricionales» a la firma alimenticia Robert´s America Gourmet Food por información incorrecta acerca de los contenidos en grasas de unas sabrosas galletas ( Pirate´s Booty se llaman) que consumía su hijita. Y le reclama nada menos que 50 millones de dólares.

En el país de los gordos rebalsados yo soy como Twiggy (¿la recuerdan?): allí el alto consumo de grasas y azúcares ha reemplazado definitivamente a la dieta familiar equilibrada, creando un paisaje de mutantes esféricos que mastican constantemente munchies y ganchitos y se alimentan de grasientos helados de chocolate. En Estados Unidos los gordos suscitan hostilidad y desprecio: cada vez hay más, pero nadie quiere serlo. La indignada demandante ha explicado que su objetivo es dar una lección a quienes ocultan o descuidan informaciones cuyo desconocimiento puede conducir a los consumidores al sobrepeso o a «gastar tiempo y dinero en gimnasios» para intentar curarlo. Estoy convencido de que la denuncia puede prosperar. Sobre todo si consideramos que nuestra época (gastronómicamente tóxica) nos ha acostumbrado a pensar que las responsabilidades son siempre de los otros. Y, además, el terreno está suficientemente abonado para otra reclamación masiva: los 1.200 millones de obesos del primer mundo ya igualamos el número de los que no tienen qué comer en el último. Todo está equilibrado. Veamos: angustia emocional y daños nutricionales. Uhmm, suena bien. A lo mejor yo también interpongo denuncia y me forro. Que pasen muy buen verano.

REFERENCIAS Richard Klein: Eat Fat . Pantheon Books. Nueva York, 1996. 250 págs.
Peter N. Stearns: Fat History. Bodies and Beauty in the Modern West. New York University Press. 1997. 294 págs.

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