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Donald Davidson, una semblanza

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El pasado 30 de agosto falleció el filósofo norteamericano Donald Davidson, profesor emérito en la Universidad de California-Berkeley. Davidson ha sido uno de los filósofos más prestigiosos e influyentes de su generación. Por su formación y estilo, es un representante paradigmático de lo que suele denominarse filosofía analítica o «anglosajona». Sin embargo, el interés por su obra ha traspasado los límites de esta comunidad filosófica en una medida poco frecuente.

Davidson nació en Springfield (Massachusetts) el 16 de marzo de 1917. Se educó en un colegio de «educación progresista» en la línea de John Dewey y realizó sus estudios superiores en la Universidad de Harvard, que le entusiasmó por la flexibilidad del currículo y por la amistosa accesibilidad del profesorado. Sus estudios de licenciatura se centraron preferentemente en la literatura inglesa y en la literatura comparada. Por entonces, su actitud hacia la filosofía era ambivalente. Por un lado, le interesaba su historia como parte de la historia de las ideas. Por otro, la consideraba una disciplina poco rigurosa en la que todo valía «siempre que sonara importante y misterioso». El azar quiso, sin embargo, que se convocara una beca de postgrado para estudiar filosofía clásica. Obtuvo la beca (según él, por ser el único licenciado reciente de Harvard interesado en el tema) y comenzó su tesis doctoral sobre el Filebo de Platón.

Su condición de doctorando en filosofía clásica obligó a Davidson a emprender el estudio de la filosofía de una manera más sistemática. Sus estudios filosóficos de postgrado y, sobre todo, el seminario de Willard van Orman Quine sobre el positivismo lógico provocaron un cambio radical en su actitud hacia la filosofía. Recién llegado de Europa, Quine, con quien Davidson mantendría desde entonces una estrecha amistad, introdujo en América las ideas de los positivistas lógicos, especialmente Carnap, al tiempo que elaboraba sus influyentes críticas a dos de sus tesis fundamentales: la distinción analítico/sintético y la reductibilidad de los enunciados científicos a enunciados de observación. Davidson declara haber descubierto a través de Quine que «hay algo así como estar en lo cierto, o al menos equivocado, en filosofía, e importa si es lo uno o lo otro». Años más tarde, la lectura del manuscrito de Palabra y objeto de Quine causaría en Davidson una impresión que, en palabras suyas, «cambió su vida».

El doctorado de Davidson se vio interrumpido por la segunda guerra mundial. Se alistó en la Marina (la mala vista le impidió ser piloto como era su deseo) y participó en la invasión del sur de Italia. Aunque le desagradaron profundamente el clasismo, los prejuicios raciales y la mediocridad de los oficiales de la Marina, nunca se arrepintió de participar en la guerra. Desde el punto de vista profesional, sus años de servicio supusieron un parón y marcha atrás, a pesar de lo cual consiguió reanudar su carrera universitaria. Fue contratado por el Queens College de Nueva York en 1947 y retomó su tesis sobre el Filebo, con la que se doctoró en 1948. En ella hizo una lectura (y, en parte, una traducción) del diálogo que divergía de las interpretaciones al uso de Platón. Es llamativo que el único estudio sobre el Filebo que consideró valioso fue la tesis de Gadamer, un autor perteneciente a una tradición filosófica totalmente distinta a la suya pero cuya hermenéutica, como han destacado numerosos autores, tiene importantes puntos en común con la teoría davidsoniana de la interpretación. Problemas políticos (que describiré más abajo) lo animaron a trasladarse a Stanford en 1951, donde publicó sus primeros trabajos. En 1967, cuando ya era un filósofo internacionalmente reconocido, fue a Princeton y, posteriormente, a la Universidad Rockefeller, la Universidad de Chicago y, finalmente, Berkeley. A su docencia en estas universidades hay que añadir las conferencias, seminarios y cursos que, hasta su reciente fallecimiento, impartió en instituciones de todo el mundo.

El primer artículo filosófico importante de Davidson es «Acciones, razones y causas» (1963). En él se plantea el problema de la explicación de la conducta intencional y, más concretamente, el problema de la aparente incompatibilidad entre dos tipos de explicaciones de las acciones humanas: las que apelan a razones y las que apelan a causas. Las explicaciones causales descansan en leyes naturales, que establecen regularidades empíricas entre los fenómenos. Al contrario, las explicaciones basadas en razones descansan en conexiones lógicas que justifican la acción y la hacen comprensible. Pues bien, Davidson defiende que las razones son causas de la acción. Esta tesis implica una naturalización de los estados mentales que justifican las acciones: las creencias y deseos son acontecimientos que forman parte de las cadenas causales de los fenómenos naturales; son al mismo tiempo justificaciones racionales y causas.

Esta doble naturaleza de los estados mentales remite al problema de la relación entre lo físico y lo mental. Davidson es materialista y rechaza la posibilidad de explicar ningún fenómeno apelando a causas no físicas. De ello se sigue que los estados mentales son idénticos a estados físicos. Pero, a la vez, Davidson considera que el vocabulario intencional no es reductible al vocabulario físico. La combinación de estas dos ideas da lugar a una de sus doctrinas más celebradas y discutidas, el monismo anómalo, que elaboraría y defendería en diversos artículos. La filosofía de la mente de Davidson es monista porque defiende que cada estado mental es idéntico a un estado físico. Por ello las relaciones causales entre sucesos mentales y entre sucesos físicos y mentales se explican apelando a las leyes físicas. Por otra parte, la irreductibilidad de lo mental a lo físico implica que no hay identidad de tipos, es decir, que no hay una clase de sucesos físicos que corresponda a cada clase de sucesos mentales. De ahí la «anomalía de lo mental»: no puede haber leyes que conecten causalmente clases de sucesos mentales y físicos, ni clases de sucesos mentales entre sí. Es decir, no hay leyes psicofísicas ni psicológicas (aquí hay que entender por ley el tipo de leyes estrictas implicadas en las explicaciones causales).

Estas tres tesis (la anomalía de lo mental, el materialismo y la idea de que las razones son causas) se ensamblan del modo siguiente: las creencias y deseos son razones que justifican las acciones, pero estas relaciones de justificación no son reductibles a explicaciones causales que apelen a leyes psicológicas o psicofísicas; no obstante, las creencias y deseos son, además de razones, causas de las acciones que justifican, porque cada uno de ellos es idéntico a un suceso físico que, como tal, mantiene con los demás relaciones que se explican en términos de leyes físicas. De ello se sigue que lo mental sobreviene a lo físico, es decir, que dos mundos físicamente idénticos son también necesariamente idénticos en cuanto a los estados mentales. La razón por la que Davidson defiende que, a pesar de la identidad entre sucesos mentales y físicos, las explicaciones en términos mentales no son reductibles a explicaciones en términos físicos es que las explicaciones que justifican las acciones, deseos y creencias tienen carácter normativo, están constreñidas por principios de coherencia y racionalidad. Y, so pena de caer en alguna forma de animismo, la apelación a estos principios carece de sentido en las explicaciones físicas.

Esta idea de que la comprensión de la acción intencional humana implica necesariamente la atribución al agente de estados mentales globalmente racionales y coherentes enlaza con otro de los campos a los que Davidson ha hecho aportaciones importantes: la teoría del significado y de la interpretación. Lo que se conoce como «programa de Davidson» en teoría del significado es la idea de que toda la información necesaria para comprender correctamente las emisiones de un lenguaje está contenida en una teoría de la verdad de tipo tarskiano para dicho lenguaje. Una teoría tarskiana de la verdad para un lenguaje (llamada así por Alfred Tarski) es una teoría cuyos axiomas, por una parte, asignan una referencia a los nombres simples y unas condiciones de satisfacción a los predicados simples del lenguaje y, por otra, definen recursivamente las condiciones de satisfacción de las expresiones más complejas a partir de las más simples. Hecho esto, de la teoría puede deducirse, para cada oración del lenguaje estudiado, un teorema que describe sus condiciones de verdad.

Prescindiendo de cuestiones técnicas, el rasgo más destacado del programa desde el punto de vista filosófico es que las teorías semánticas que propone no apelan a entidades que correspondan a los significados. Aunque no comparte el conductismo de Quine, la filosofía del lenguaje de Davidson tiene como punto de partida la crítica quineana (y wittgensteiniana) a la reificación de los significados. Para Quine y Davidson (como para Wittgenstein), el lenguaje es esencialmente social, por lo que no tiene sentido hablar de determinación del significado más allá de la que pueda manifestarse en el comportamiento verbal de los hablantes. Y, para Davidson (como para Quine), la conducta de los hablantes no determina una única teoría, sino que hay varias teorías semánticas incompatibles entre sí, pero compatibles con el comportamiento verbal de los hablantes. De ahí la indeterminación del significado. Un corolario que Davidson deriva de la indeterminación del significado y la interpretación es la propia indeterminación de los lenguajes. Para Davidson, no existen las lenguas naturales entendidas a la manera tradicional como conjuntos de convenciones que asignan un significado a cada palabra. El lenguaje no es una entidad que trascienda la propia actividad comunicativa, es decir, la actividad de producir signos con la intención de comunicar una información y la de interpretar los signos producidos por otros. Esta idea da lugar a una versión radicalizada de la crítica wittgensteiniana a los lenguajes privados, ya que, del rechazo de la reificación de los significados y los lenguajes, Davidson concluye no sólo que no puede hablarse de un lenguaje que no sea potencialmente interpretable por un sujeto distinto del hablante, sino que ni siquiera puede hablarse propiamente de lenguaje si no hay, de hecho, un intérprete.

Este planteamiento concede una importancia central al concepto de interpretación, que desplaza al de significado como concepto constitutivo de la lingüisticidad. Pero la noción de interpretación plantea la dificultad de que hay una circularidad en la atribución de significados y creencias (y deseos, etc.). El intérprete que entiende el lenguaje del hablante puede, interpretando las emisiones de éste, averiguar sus creencias. El intérprete que conoce las creencias del hablante puede, partiendo de este conocimiento, llegar a entender sus emisiones. El problema es que no es posible averiguar las creencias del hablante sin entender sus emisiones (salvo que se crea en la telepatía) y, a la vez, es imposible llegar a entender las emisiones sin saber cuáles son las creencias del hablante (cualquier interpretación puede hacerse compatible con el comportamiento verbal del hablante si se le atribuyen creencias compatibles con ella, por extrañas que sean). La salida de este aparente callejón sin salida está para Davidson en el llamado principio de caridad. Este principio es una máxima metodológica que establece que, al interpretar el habla de otro, es necesario suponer que, salvo evidencia en contra, sus creencias son verdaderas o, al menos, racionales. Es, pues, condición de posibilidad de la interpretación la optimización del acuerdo entre el interpretado y el propio intérprete.

De la ineludibilidad del principio de caridad extrae Davidson dos importantes consecuencias. Una es que el error masivo es inconcebible por incompatible con las propias condiciones de posibilidad de la interpretación, lo que priva de sentido al escepticismo global. La otra es que, si la interpretación del otro presupone la optimización del acuerdo, el relativismo conceptual es incoherente: no es posible a la vez interpretar correctamente al otro y descubrir, como resultado de esa interpretación, que tiene una visión del mundo radicalmente diferente, que vive «en un mundo distinto» o «inconmensurable» con el del propio intérprete. Toda diferencia en las creencias resulta inteligible sólo sobre el trasfondo de acuerdos más básicos. Esta crítica al relativismo conceptual es una de las doctrinas davidsonianas de mayor alcance. La razón es que en ella lo que se disuelve es la vieja distinción kantiana entre la estructura conceptual y el contenido del conocimiento, entre lo subjetivo y lo dado en la experiencia. La crítica al dualismo de esquema conceptual y contenido (que Davidson ha llamado el «tercer dogma del empirismo») se traduce en el rechazo de lo que Davidson llama el «mito de lo subjetivo» y el «mito de lo dado». Este tercer dogma del empirismo es, a juicio de Davidson, el último, puesto que, si no puede hablarse de un contenido empírico bruto, de una materia de la experiencia, la tesis empirista no puede ni siquiera formularse.

A la teoría de las razones como causas, el monismo anómalo, su teoría semántica, sus argumentos contra el escepticismo global y el relativismo y su crítica al empirismo hay que añadir otras influyentes ideas, como su crítica al concepto de significado metafórico, su compromiso con una ontología de sucesos, su tesis de que la noción de verdad es a la vez ineliminable (frente a los teóricos deflacionistas) e indefinible (frente a los correspondentistas y coherentistas), o su defensa de la objetividad de los valores. Todas ellas tienen un valor en sí mismas y han ocupado un lugar destacado en los debates filosóficos de las últimas décadas. Pero lo que hace de Davidson un clásico de la filosofía del siglo XX , y no sólo un profesional de la filosofía particularmente competente, es la coherencia interna de su pensamiento. Para Davidson, los conceptos fundamentales que constituyen el objeto de la reflexión filosófica (verdad, significado, creencia, yo, etc.) no son ni definibles ni prescindibles, por lo que el modo en que el análisis filosófico puede resultar esclarecedor es mostrando de manera precisa las conexiones entre ellos y cómo dependen unos de otros. En consonancia con esta concepción de la filosofía, la obra de Davidson pone en relación de manera paradigmática las diferentes cuestiones filosóficas. Y no lo hace presentando un sistema filosófico en el que de una serie de principios se derivan las respuestas a todas las preguntas. Al contrario, la obra de Davidson es una sucesión de artículos siempre incompleta e imperfecta: ningún problema queda definitivamente zanjado, pues cada respuesta a uno de ellos remite a otros problemas y las respuestas a éstos obligan a menudo a replantear, matizar o modificar las respuestas iniciales a los primeros.

Una obra de la importancia de la de Davidson no es sólo el resultado de una buena formación y de una notable capacidad intelectual, sino también, y en la misma medida, de una serie de rasgos de su carácter que merecen ser destacados. Uno es la amplitud de sus intereses: Davidson no fue ni quiso ser nunca un especialista limitado al cultivo de una rama de la filosofía. Otro es su honestidad intelectual. Carnap encarnaba para Davidson el ideal del filósofo en el sentido de que «buscaba la verdad con una honestidad socrática que excluía la competencia agónica o la vanidad». Esas palabras pueden aplicarse con justicia al propio Davidson, lo que explica que, a pesar de su influencia, no formara una escuela de exegetas y propagadores de su obra. Más bien todo lo contrario. En 1984, un antiguo alumno intentó en la Rutgers University reunir durante un día a un pequeño grupo de filósofos para discutir la obra de Davidson. El interés que despertó la iniciativa fue tal que el proyecto se transformó en un congreso de cuatro días, con setenta sesiones a las que asistieron unos quinientos universitarios de veintiséis países. Davidson recuerda (con una ironía habitual en él) que pasó esos días «oyendo hablar de alguien llamado "Davidson" que ciertamente no era yo, puesto que se decía que Davidson estaba equivocado en la mayoría de las cosas, así que no respondí a ese nombre».

Otro rasgo de carácter que es de justicia mencionar es su humildad intelectual. Cuando llegó a Harvard, afirma que se sintió «rodeado por personas que sabían mucho más que yo, aprendían idiomas más fácilmente, hacían amigos más fácilmente, hablaban con más brillantez, y por supuesto, eran mejores deportistas. […] Si tenía alguna ventaja, era que yo estaba realmente interesado en casi todo lo que estudiaba y hacía, de modo que, aunque las cosas no me salían sin esfuerzo, encontraba el esfuerzo agradable y gratificante». Davidson conservó esta visión de sí mismo a lo largo de toda su vida profesional, tanto en relación con sus alumnos como con sus colegas, algo que nunca lo desanimó: «Nunca he pensado que hubiera que ser especialmente brillante para hacer buena filosofía». Para él, basta con un interés sincero en los problemas, la disciplina de tratar de formular con rigor, claridad y coherencia las propias ideas y estar siempre dispuesto a discutirlas. Una mentalidad que explica en buena medida el tipo de filósofo que llegaría a ser. Y que explica también la infinita paciencia que tenía con los estudiantes y la no disimulada irritación que le producía cualquier intervención que, con más o menos acierto, percibiera como mero intento superficial de lucimiento.

Esta mentalidad va unida, como no podía ser menos, a un talante profundamente iconoclasta. De hecho, el principal responsable de sus prejuicios de estudiante contra la filosofía fue nada menos que Alfred North Whitehead. A pesar del aura que, lógicamente, rodeaba a éste, sus cursos le parecieron al joven Davidson un modelo de palabrería falta de rigor. Esta opinión se vio confirmada cuando obtuvo la mejor calificación con un trabajo que él valora como peor que cualquiera de los que él ha recibido de sus alumnos en toda su vida, en el que se limitó a combinar las «palabras mágicas» con un par de poemas suyos y un par de dibujos absurdos. Igualmente significativa fue su relación con Werner Jaeger. Jaeger llegó a Harvard cuando él estaba comenzando su tesis, posiblemente la coincidencia más afortunada que pudiera soñar un joven doctorando de filosofía clásica. Jaeger adoptó amablemente a Davidson como discípulo desde el primer momento. Sin embargo, a pesar del respeto intelectual que Jaeger le imponía, la visión patriarcal que éste tenía de las relaciones académicas puso en fuga al joven becario. Este rechazo de toda forma de autoridad no basada en la argumentación rigurosa se manifiesta igualmente en el distanciamiento que mantuvo durante toda su vida con la religión.

Por supuesto, la diversidad de intereses de Davidson no se limita a la filosofía. En su infancia y adolescencia desarrolló una gran variedad de aficiones que conservó toda su vida, como la electrónica, el teatro, los aviones, la música, la navegación, la literatura, la historia o la política. Esta variedad no sólo no se redujo, sino que se amplió con el tiempo. Era un gran aficionado al arte y al ballet, aprendió a tocar el piano, el clarinete y la viola; practicó deportes como el vuelo (con motor y sin motor), la vela, la bicicleta, el surf, la natación, el esquí, el montañismo, el alpinismo, el tenis, la equitación y el squash; dirigió revistas culturales, hizo montajes teatrales (en colaboración con Leonard Bernstein) y redactó guiones en Hollywood para un serial radiofónico policíaco (protagonizado por Edward G. Robinson). Tenía una pasión por los viajes que le llevó, a lo largo de su vida, a recorrer los cinco continentes: sólo en su autobiografía intelectual menciona más de sesenta países, la mayoría de los cuales, entre ellos España, visitó en varias ocasiones.

Davidson nunca publicó textos explícitamente políticos ni fue un «intelectual comprometido» al uso. Sin embargo, desde su adolescencia se sintió interesado por la política y desarrolló una simpatía por la izquierda que, desde la independencia y un cierto distanciamiento irónico, mantuvo toda su vida. A pesar de no pertenecer ni sentirse inclinado a pertenecer al Partido Comunista, sus opiniones y las «malas compañías» le costaron su puesto en el Queens College de Nueva York. Eran los tiempos del macarthismo y la mayoría católica del entorno aprovechó la coyuntura para imponer su peculiar concepto de la democracia. El resultado fue la liquidación del Departamento de Filosofía del College. Esta experiencia lo sensibilizó ante la situación de los filósofos amenazados, perseguidos o marginados, por los que manifestó siempre una gran admiración y con los que se solidarizó activamente en Birmania, la Sudáfrica del apartheid, la Argentina de la dictadura militar, la Praga comunista, Israel y los territorios ocupados o la Serbia de Milosevic.

La recepción de Davidson por parte de los filósofos analíticos de habla hispana fue temprana. Algunos artículos suyos fueron traducidos ya en los setenta. Y los primeros manuales en castellano de Filosofía del Lenguaje (el de José Hierro y el de Juan José Acero, Eduardo Bustos y Daniel Quesada), publicados a comienzos de los ochenta, incluían introducciones a la teoría davidsoniana del significado, por lo que, desde hace dos décadas, Davidson forma parte del currículo de los estudios de Filosofía. Es digno de mención que el primer simposio que se organizó en el mundo sobre la filosofía de Davidson tuviera lugar en Alicante en 1981.

Además de numerosos artículos y capítulos de libros, hay en castellano una monografía sobre la teoría del significado y la interpretación de Davidson (Manuel Hernández Iglesias, La semántica de Davidson. Una introducción crítica , Madrid, Visor, 1990) y una introducción general a su filosofía (Carlos E. Caorsi, De una teoría del lenguaje a unateoría de la acción intencional. Una introducción a la filosofía de Donald Davidson , Salamanca, Factótum, 2001). Hay además una recopilación de ensayos sobre Davidson: Carlos E. Caorsi (ed.), Ensayos sobre Davidson , Montevideo, Fondo de Cultura Universitaria, 1999. Además de haber despertado el interés de los filósofos del lenguaje y de la mente, la obra de Davidson ha alcanzado más recientemente, al igual que en otros lugares, cierta popularidad entre filósofos de otras disciplinas y orientaciones (en buena medida debido a la influencia de Richard Rorty). Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. La citada traducción de De la verdad y la interpretación es muy deficiente. Asimismo, dice muy poco del rigor de algunos responsables editoriales que haya podido ver la luz una introducción como la que figura en Filosofía de la Psicología.

BREVE GUÍA BIBLIOGRÁFICA

Davidson es autor de más de un centenar de publicaciones. Los artículos más importantes han sido recopilados en cinco libros (todos ellos en Oxford University Press): Essays on Actions and Events (1980), Inquiries into Truth andInterpretation (1984), Subjective, Intersubjective, Objective (2001), Problems of Rationality (en preparación) y Truth, Language and History (en preparación). A los escritos del propio Davidson hay que añadir una treintena de libros y compilaciones de artículos dedicados monográficamente a su filosofía. Uno de éstos, Lewis Edwin Hahn (ed.), The Philosophy of Donald Davidson , The Library of Living Philosophers, 27, La Salle, Open Court, 1999, incluye una «Autobiografía intelectual» de Davidson (de donde he extraído las citas de esta semblanza). Simon Evnine, Donald Davidson, Oxford, Polity Press/Stanford University Press, 1991, es una excelente introducción al conjunto de la filosofía de Davidson.

Hay traducción española de las tres colecciones de ensayos de Davidson ya publicadas: De la verdad y la interpretación , trad. de Guido Filippi, Barcelona, Gedisa, 1990; Ensayos sobre acciones y sucesos , trad. de Olbeth Hansberg, José Antonio Robles y Margarita Valdés, Barcelona y México, UNAM/Crítica, 1995; y Subjetivo, intersubjetivo, objetivo , trad. de Olga Fernández Prat, Madrid, Cátedra, 2003. Hay además otras dos recopilaciones de artículos de Davidson: Mente, mundo y acción, Barcelona, Paidós/ICE-UAB, con introducción y traducción de Carlos Moya, y Filosofía de la Psicología, Barcelona, Anthropos, 1994, con introducción y traducción de Miguel Candel.

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