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El hombre que vivía dos veces

Diarios

SAMUEL PEPYS

Renacimiento, Sevilla, 231 págs.

Trad. de Norah Lacoste

Samuel Pepys: The Unequaled Self

CLAIRE TOMALIN

Viking, Londres

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Samuel Pepys nunca escribió poemas ni piezas teatrales, ni siquiera un cuento o los primeros capítulos de una novela. Era un hombre dotado de sensibilidad, desde luego, un lector y un melómano. Escribió algunas obras eruditas sobre la flota británica y un buen montón de informes burocráticos en los que a buen seguro despunta aquí y allá su genio. Sin embargo, un hombre de sus cualidades –enérgico, práctico, imaginativo– supo dar con la manera más profunda de dejar su huella sobre la tierra legando a la posteridad las páginas de un diario. Durante nueve años (de 1660 a 1669), los más jugosos de su vida y en cierto modo de su época, mientras Londres se convertía a fuerza de guerras y plagas, de incendios y revoluciones, en la más poderosa metrópoli del orbe, Pepys fue anotando en clave –mezclando el inglés, el francés, el español y el italiano tres siglos antes de Joyce– toda suerte de acontecimientos. Al lado de detalles escabrosos sobre el éxito o el fracaso de sus avances sexuales y batallas campales con su mujer, Elizabeth, encontramos conversaciones con el rey o anotaciones de los «regalos» ofrecidos por contratistas navales. Samuel Pepys –funcionario al servicio de la Royal Navy-hizo de la historia de su vida una obra de arte, ya que no pudo hacerlo de su vida misma: eso está reservado, si es de veras posible, a los que no escriben.

El carácter de Pepys resulta increíblemente moderno. Su tribulación moral y práctica cuando Elizabeth le descubre con la joven Deb es conmovedora: se debate entre la piedad hacia las dos mujeres y la piedad hacia su propia naturaleza de hombre sensual que precisa y exige la belleza, igual que un marido infiel de nuestros días. Su codicia, así como el control de sus asuntos profesionales, nada tienen que envidiar a las modernas habilidades del alto ejecutivo que se mueve hoy en torno a los círculos de poder. Sólo el nivel de su cultura y su sensibilidad artística marcan la crucial diferencia. Pepys, si olvidamos que vive en el siglo XVII, puede recordarnos a un londinense apresurado que entra y sale de edificios diseñados por Norman Foster. Siempre hay algún asunto que reclama su atención en la corte, en su casa, en la vecindad. ¿Cómo logra ese milagro del espejo antiguo que aguanta sin apenas parpadear la mirada del presente? Mediante el estilo, sin duda. Es el tono de sus confidencias el elemento crucial que aglutina unos avatares existenciales que en cualquier otra persona hubieran acabado resultando aburridos y por completo prescindibles.

¿Para quién da cuenta de sus pasos este hombre de treinta y tantos años? Intuía que no tendría descendencia (no la tuvo: se contentó con sobrinos y sobrinas), y además casi una tercera parte de sus anotaciones no son las que un padre quisiera que leyeran sus hijos una vez muerto. Es cierto que ellas adquieren la categoría de crónica muchas veces, pero a su lado, con el mismo énfasis, está ese lenguaje críptico con el que Sam se hablaba a sí mismo. Es como si nuestro hombre quisiera vivir dos veces y la segunda –la vida escrita– tuviese más importancia que la primera. Su interés en describir sus modestos placeres y el empleo de palabras en español –como «ella» y «su cosa», «hazer» (sic)– indica que Pepys hallaba placer en el acto de escribir estas anotaciones y seguramente lo volvería a experimentar al leerlas tiempo después. Ni siquiera el peligro de que sus diarios fueran descubiertos por Elizabeth o utilizados contra él por sus enemigos detenía su mano. Por otro lado, no son estas unas anotaciones hechas deprisa y con afán notarial; al contrario, se percibe que han sido elaboradas y que el diarista escoge el jugo de sus días, de sus emociones y reflexiones, y lo pasa por el cedazo del estilo. Un estilo sobrio y a la vez lleno de alegrías, alejado del ornato engolado que lastraba la escritura de la época. Pepys escribió sus diarios en un lenguaje llano, preciso. Su retrato humano pervive gracias a la frescura de los detalles y las cualidades hipnóticas de su prosa. Todos sus defectos (la cobardía política, el egoísmo, su ética relajada) resultan suavizados por el tono de inusitada y humilde sinceridad con que relata sus acciones, una sinceridad literaria que se propaga a su peripecia existencial precisamente por la brillantez y singularidad de la voz que narra.

La edición de Renacimiento apenas indica que se trata sólo de una selección de las muchas páginas que dejó Samuel Pepys. El criterio selectivo es más que discutible a la vista de la magnífica biografía que le dedica Claire Tomalin, cuya lectura es muy útil para situar en el contexto la obra y comprender mejor la complejidad del personaje. Se echan a faltar entradas cruciales, sobre todo de tipo personal y en particular algunas de las más «picantes», donde desplegaba su don de lenguas. Se ha primado la vertiente de crónica histórica en detrimento del inagotable costado humano de los Diarios, y la traducción, correcta teniendo en cuenta la dificultad, resulta un pálido reflejo, a veces incluso inexacto, del vibrante estilo de Pepys. De todas formas, el esfuerzo es bienvenido, pues no se disponía antes de una versión accesible del más singular diario íntimo de la literatura universal.

Samuel Pepys dejó de escribir porque temía volverse ciego. En realidad, sus ojos le sirvieron hasta el último día. Todavía vivió veinte años más. Murió Elizabeth, que no pudo ver cómo su marido prosperaba de manera espectacular hasta amasar una respetable fortuna y convertirse en miembro del Parlamento. Pepys estuvo acompañado sus últimos años de otra mujer, sufrió la destrucción de su casa por el fuego, y envejeció. Pero acerca de lo que ocupó su mente esos años no sabemos nada. El silencio de dos décadas resulta cuando menos misterioso después de toda aquella íntima locuacidad. ¿Qué trabajos de reparación hizo en su vida los últimos años? En la edad madura Pepys decidió vivir sólo una vez. ¿Cómo vamos a reprochárselo?

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Ficha técnica

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