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Bioy ante un espejo cóncavo

Descanso de caminantes

ADOLFO BIOY CASARES

Ed. de Daniel Martino. Editorial Sudamericana. Señales. Buenos Aires, Argentina

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Diario íntimo, dietario, confesión son términos que se cambian sin alterar la historia interior. Son términos que definen casi un estado de ánimo, o una intención estética, salvada en los territorios de la memoria. Sin bromas, los dietarios se escriben para que los lean otros, porque, al final, es otro quien los escribe. Un personaje teñido con la bruma de la firma. Pero en el centón de páginas que componen esa confesión surge un nuevo protagonista, sin biografía; surge la etopeya de un personaje creado por la literatura. Recordaba, con sabiduría, Pere Gimferrer como «más que entre diario y dietario, conviene distinguir entre lo que he llamado obra de arte y lo que he llamado calcomanía. La calcomanía se caracteriza por dos rasgos inconfundibles y complementarios: la ausencia, en el autor, de una verdadera vida moral, y, por ello mismo, la confusión entre literatura y vida literaria. La obra de arte es de índole totalmente distinta: ya se proponga, en efecto, restituir día a día lo vivido por el autor, ya incluso suplirlo (la vida al servicio del dietario), ya, por el contrario, afecte ser un diario fidedigno y sea en buena medida –como en el caso de Pla– fabricación artística, algo le define y singulariza en grado sumo: el eje es la perspectiva adoptada, el timbre o metal de voz, y, por lo tanto, la existencia moral del individuo que escribe». Pocos diarios como el de Bioy confirman la advertencia de Gimferrer. Si «la verdadera sustancia de un dietario no son los acontecimientos externos, sino la evolución moral del autor», Descanso de caminantes (2001) de Adolfo Bioy Casares constituye más que un recorrido cotidiano por las andanzas, industrias y avatares de un elegante escritor porteño –tal vez una redundancia– a lo largo del siglo XX , la expresión de una melancolía, cruel como exige la inteligencia de quien cuenta los hechos a una distancia, sin duda, medida y extravagante. Todo lo que Bioy prodigó en su trato cotidiano, la mesura, la distinción, la calculada humildad, la ironía sobre sí mismo se rompe en las páginas de este dietario hasta convertir cada nota en un diálogo sin ruido con los fantasmas habitantes de su memoria, las sombras que recorren los desangelados pasillos de su antigua y desvencijada casa de la distinguida calle Posadas en el barrio norte de Buenos Aires, los fogonazos terribles de la política argentina que refulgen como pinturas negras cerca de Plaza Italia; las tertulias entorno a Victoria Ocampo, su cuñada, y directora de la edificante revista Sur. Para más de un lector este será otro Bioy, un eco de algún personaje de sus deslumbrantes novelas y relatos; un náufrago del siglo que deambula entre la niebla de su memoria y fija las imágenes y las palabras con la precisión de un entomólogo, tan ajeno a la realidad que cuando la describe, no sólo la crea sino que la enriquece con los matices y detalles propios de un escéptico. Lo ha escrito Blas Matamoro: «Las genealogías, apellidos y propiedades de la créme la plus fouettée de Buenos Aires menudean en estas páginas», y lo más granado de la literatura argentina del pasado siglo, lo cual es decir mucho. Cuando Bioy preparaba una primera entrega de sus memorias a quien esto escribe le confesó en La Biela de la calle Quintana, bonaerense, que sus memorias no tenían ningún interés porque sólo se había dedicado a tres cosas en la vida: los libros, las mujeres y el tenis. Lo que había dicho en los libros ahí estaba y poco se podía añadir, lo del tenis era muy aburrido contarlo y de las mujeres no podía, o no debía, hablar. La cuestión era clara. Bioy no quería entrar en más detalles y cultivaba esa elegancia, literaria y personal, que muchos admiramos sin límite. Pero Bioy, también, era otro Bioy. Durante más de treinta años, Borges y Bioy cenaron juntos, a veces con Silvina Ocampo, mujer de Bioy, con Jean Pierre Bernés –durante sus años de consejero cultural de la Embajada de Francia en Argentina– y pocos más. En esas cenas, la vida literaria, las bromas, las miserias y las risas sobre sus amigos fueron continuas. También, los proyectos de ambos, las historias surgidas al albur de una frugal cena, la pasión y la inteligencia literaria. Todo quedaba en la conversación, hasta el siguiente atardecer. Pero cuando su viejo amigo se retiraba, Bioy con mimo, sin descargo, sin concesiones hacia sí mismo y, por tanto, hacia nadie, anotaba minucioso los rumbos y los tonos, las anécdotas y los comentarios de la conversación. Y lo guardaba en una de las muchas carpetas que llenaban los anaqueles de su imponente biblioteca de Posadas. Esto es Descanso de caminantes, la crónica de un personaje que se ha paseado por los callejones oscuros del otro lado de sí mismo y ha descrito cómo los años pasan sin remisión, en una perpetua soledad que habla y habita cada página. La crónica amarga de una sombra que busca entre los libros y la memoria una geografía extraviada junto a la isla de Morel. Bioy se despacha sin contemplaciones con sus amigos, se recrea en la parodia de los fantoches, anota, con misterio, breves comentarios sobre la fama creciente de Borges, entra a saco –si no es un oxímoron tratándose de Bioy– con el pobre Mújica Laínez, reconoce en Cortázar a un interlocutor literario a pesar de sus distancias políticas; recuerda el temor de Martínez Estrada durante la segunda guerra mundial a firmar los manifiestos a favor de los aliados; le cuesta encontrar la gracia al poeta Alberto Girri; las bromas, compartidas con Borges, sobre Mallea rozan la frontera de la crueldad; le aburre Olga Orozco, abomina de las vanguardias y le divierte lo fatuo de los modernos, reescribe a cada rato un canon de lecturas y se mira en el espejo cóncavo de la vida para descubrir que el seductor impenitente –llegó a tener, según contaba alguien cercano, un secretario de amantes– se rompe en el tráfago fatal de la vida, que como alguna vez confesó Francis Bacon, también sentía ante el espejo cada mañana: «Como trabaja la muerte en esta cara». Sí, hay las miserias, y las melancolías de la vida literaria, pero también escenas memorables como es la descripción –en los primeros días de la abominable dictadura de Videla– de un asesinato en plena calle Hipólito Yrigoyen por parte de los llamados paramilitares. La frialdad que impone Bioy, testigo ocasional de la barbarie, a los hechos, espeluznantes por distantes para el narrador, imprime mayor desasosiego al lector y fotografía el momento con la intensidad de una crónica. Sobran los adjetivos, los hechos narrados por Bioy contienen el estremecimiento que se venía encima de la nación argentina. Esto es Descanso de caminantes, algo semejante a lo que Ramón Gómez de la Serna escribió para su monumental Automoribundia: «Porque un libro de esta clase es más que nada la historia de cómo ha ido muriendo un hombre, y más si se trata de un escritor al que se le va la vida más suicidamente al estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras». Un tiempo recobrado, nunca un tiempo perdido, esa es la razón de un libro como este, porque tal vez como alguien recordó a propósito de Chateaubriand, las memorias para que adquieran la dimensión imponente de su escritura deben ser publicadas tras la muerte del escritor. Descanso de caminantes cumple lo inevitable, lo demás le corresponde al lector.

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Ficha técnica

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