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Denuncia del pensamiento único

Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal

PIERRE BORDIEU

Anagrama, Barcelona, 1999

Trad. Joaquín Jordá

160 págs.

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Este pequeño volumen recopila diecisiete textos de combate (artículos de prensa, conferencias, entrevistas y otras intervenciones en congresos o asambleas ciudadanas) escritos entre enero de 1992 y enero de 1998 por el más célebre sociólogo francés. Y la decisión de publicarlos en forma de libro, rescatándolos del olvido al que les hubiera condenado su efímero carácter episódico, demuestra la voluntad de su autor de tomar la palabra y elevar la voz, tomando partido por ciertas causas (los inmigrantes, los parados, los excluidos) con justificada indignación. Se trata, por lo tanto, de un instrumento de intervención política, destinado a dejar constancia de la denuncia profética que Pierre Bourdieu, desde la altura de su reconocida autoridad pública, decreta contra el orden actual impuesto por el dominio capitalista del mundo, que a él le parece condenable, falaz e injusto.

El estilo es analítico pero directo y contundente, sin circunloquios académicos ni eruditos. Y el común denominador que imbrica todos los escritos es la condena sin paliativos del llamado pensamiento único, que se centra y sustenta en el economicismo neoliberal: «Una fe, propia de otros tiempos, en la inevitabilidad histórica fundada en la primacía de las fuerzas productivas sin más regulación que las voluntades concurrentes de los productores individuales» (pág. 70). «Y quizá no sea casualidad», prosigue Bourdieu, «que tantas personas de mi generación hayan pasado sin esfuerzo de un fatalismo marxista a un fatalismo neoliberal: en ambos casos, el economicismo provoca la desmotivación y la apatía al anular la política e imponer una serie de objetivos indiscutidos: crecimiento máximo, competitividad, productividad» (pág. 71).

Así, mediante esta sumisión cultural de todos los agentes ante la nueva ideología dominante, se produce una auténtica restauración del viejo orden, basado en la dominación indiscutida de los grandes propietarios del capital, localizados en unos pocos países del centro del sistema mundial. Y semejante restauración resulta comparada con las habidas tras las derrotas de la Revolución francesa y la Comuna de París, pues la consecuencia de esta nueva restauración neoliberal es la paulatina pero ineluctable destrucción de todas las conquistas colectivas que, en materia de derechos sociales adquiridos, habían logrado trabajosamente edificar el hoy arruinado Estado de bienestar. De ahí el ominoso tono apocalíptico que a veces cobra la retórica de Bourdieu, ante la inminencia de este catastrófico diluvio universal.

Pero las víctimas de semejante restauración no son sólo los más visibles exponentes de la precariedad laboral y la exclusión social (como los desempleados o los inmigrantes doblemente explotados), pues además existen otras víctimas no menos directas del neoliberalismo, como pueda ser la llamada por Bourdieu mano izquierda del Estado: los educadores, trabajadores sociales y demás servidores públicos que, como funcionarios y empleados de las diversas agencias del Welfare State, intentan proteger los derechos sociales de los ciudadanos excluidos y marginados. E igualmente son víctimas de la privatización individualista principios políticos tales como el internacionalismo, el colectivismo y la primacía de lo público hasta aquí encarnado por el Estado, principios que hoy se hallan en retroceso ante la sistemática persecución intelectual de las que les hace injustamente objeto.

Y si hay víctimas también debe haber verdugos. ¿Quiénes son los culpables de la restauración neoliberal? El alegato de Bourdieu se dirige no tanto contra los dominadores mismos de las grandes concentraciones de capital sino contra sus agentes intermediarios, a través de los cuales se ejerce la propia dominación. Y aquí destaca la denuncia de la coartada matemática esgrimida por los economistas académicos, que se prestan a revestir sus justificaciones ideológicas con una aureola de cientificidad. También hace blanco de su ataque a los medios audiovisuales (reiterando con nuevos textos adicionales su anterior panfleto, Contra la televisión) y a los intelectuales mediáticos (como Philippe Sollers, Luc Ferry o Bernard-Henri Lévy), presuntos responsables de que la nueva ideología dominante haya adquirido carta de naturaleza. Pero a quien Bourdieu culpa en mayor medida es a la nobleza de Estado: los enarcas y demás tecnócratas que, como altos funcionarios estatales, se prestan a poner la Administración pública al servicio de los grandes intereses privados. Y en su requisitoria contra la mano derecha del Estado destaca su ataque a las autoridades monetarias (Tietmeyer, especialmente), en tanto que directas responsables de la sumisión de lo público ante la obscena primacía de lo privado.

¿Cómo juzgar este panfleto de Bourdieu? Se trata de una caricatura superficial, que reduce la complejidad del presente a una burda película de buenos y malos, de acuerdo a la más banal teoría conspirativa de la historia. Algo muy alejado de la talla intelectual que Bourdieu ha demostrado sobradamente. Por eso, para poder justificar este rentable producto editorial, hay que recurrir a la propia sociología de Bourdieu, que permite entenderlo como parte de la lucha por el poder en el campo de la cultura. Pero incluso considerado así, este texto carece de verdadero interés. En un joven sociólogo radical y primerizo, con ansias de notoriedad, resultaría excusable. Pero en toda una autoridad como él, parece difícil de aceptar. Pues lo peor del texto no es lo extremado de su retórica sino la pobreza de su análisis, dada la flagrante carencia de argumentos explicativos: nada se nos dice sobre las causas que habrían provocado este presunto giro restaurador de la historia. Bourdieu se limita a patalear, incapaz de entender ni explicar el motor de un cambio social que sin duda le supera y se le escapa. De ahí que se coloque a la defensiva y, para proteger su cuota de poder intelectual, se encastilla como un mandarín encerrado en su torre de marfil, apelando a principios intocables a falta de mejores razones.

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Ficha técnica

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