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La literatura como conocimiento: Un ensayo de Ynduráin

Del clasicismo al 98

DOMINGO YNDURÁIN

Biblioteca Nueva, Madrid, 300 págs.

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El primer mérito de este libro de Domingo Ynduráin –Del clasicismo al 98– es entablar con el lector y con la bibliografía –primaria y secundaria– una amena plática. Con el lector, porque lo implica a cada paso; con la bibliografía, porque no se paga de exhaustividad sino de selección y porque la discute abiertamente. No es casual que cite con tan manifiesta preferencia a Baroja y a Valle: del primero quiere tener la voluntad de simplicidad y el humor escéptico; del segundo, el atrevimiento y la ambición.

Ahí es nada lo que pretende este libro… A primera vista, algo muy simple: a Domingo Ynduráin, que se declara historiador literario, le fastidia el exceso de parcelaciones que aquejan a la periodización de la historia literaria reciente, donde se advierten «diez o doce movimientos artísticos en el transcurso de un lustro, y varias tendencias en el interior de cada uno de ellos». La solución a tal cosa es lo que ofrece, como base de sustentación, este libro: la literatura –viene a decírsenos– es un modo de conocimiento, que emerge de la misma fuente de donde provienen la filosofía, la ciencia y puede que la misma teoría política –algo similar elaboró Ortega, por cierto, sobre fuentes neokantianas en las inolvidables páginas de sus artículos «Adán en el Paraíso», publicadas en el ya remoto año de 1911–. En tal sentido, la historia de la gnoseología puede ser la base de la historia literaria y, por ende, proporcionarnos duraciones más amplias y estables, como hubiera dicho Fernand Braudel.

Tal sentido tiene el hermoso y nada vulgar arranque de este libro, que nos lleva de la estabilidad de horizontes y creencias anteriores al siglo XV al inestable ámbito de relativización y subjetividad que consagró el cogito cartesiano. El desarrollo del humanismo tuvo como referente la duda angustiosa, por mucho que naciera del optimismo y la emancipación: Ynduráin recuerda el dramático pergeño de los esclavos de Miguel Ángel, que parecen surgir con dolor de los bloques de piedra en que se labraron, y esa idea de pérdida de la seguridad originaria la trae a la memoria la hosca teoría de Thomas Hobbes sobre la sociedad humana, o las complejas perspectivas a través de las que el Quijote cervantino construyó su ser, entreverado de locura y lucidez, de certezas e inseguridades.

Si el arte había de reflejar esa crisis epistemológica, sería a costa de abandonar todo lo que no fuera estrictamente personal. En la tercera de las críticas, la Crítica del juicio, Kant formuló la autonomía del «juicio estético» y remitió a la libre opinión, al sentimiento individual, al porvenir de la estética: así hizo aquella anécdota –de sabor volteriano– del iroqués en París que tanto divierte a Ynduráin. Schelling después y, sobre todo, la vasta reordenación que Hegel hizo de la historia de la cultura sentaron las bases de los principios del arte moderno: lo mudable y transitivo de la estimativa estética, la potestad absoluta del artista con respecto a su obra, el reconocimiento de ese mismo artista como encarnación suprema de la libertad creadora. Ynduráin advierte con sagacidad, porque ha leído a Hegel, que el filósofo berlinés no era precisamente un entusiasta irrestricto de lo romántico, que consideraba un desapacible e inquietante finis historiae, y –de hecho– él mismo no está lejos de pensar que de aquellos polvos han venido indeseables lodos. Por eso hallamos un insólito tirón de orejas a Goethe por cuenta de las ideas del Wilhelm Meister acerca de Hamlet y unas divertidas disquisiciones bibliográficas acerca de las primeras teorías románticas sobre el arte y la enfermedad; cualquier doctrino sabe que la relación de Shakespeare y los románticos da para escribir varios volúmenes y que la relación de genialidad y desequilibrio dio origen más tarde a uno de los libros más influyentes de Cesare Lombroso –para Pardo Bazán tal problema fue la «nueva cuestión palpitante» y a ella se aplicó con más facundia que sindéresis–. Pero no se trata de señalar aquí cabos sueltos: Ynduráin procede al hilo de su reflexión y un poco al de su legítimo capricho. Hace muy bien…

Porque todo confluye en la segunda parte del volumen, de la que la primera es una generosa obertura conceptual: la discusión del lugar ideal de la llamada «generación del 98» en la historia de la cultura española. Por un lado, el autor se muestra sanamente escéptico ante los entusiastas del concepto generacional, pero no menos ante los iconoclastas. Por ejemplo, ante quienes en 1998 dimos a conocer un «manifiesto de Valladolid» de tono jocoserio que, por un lado, abominaba de la insostenible diferenciación de modernistas y noventayochistas y, por otro, prevenía la invasión política del asunto (que, a la postre, fue por otro lado: José María Marco, autodesignado portavoz voluntario del nuevo gobierno popular, proclamó la superioridad moral de la Restauración canovista sobre sus enemigos. Afortunadamente, los políticos le hicieron poco caso). Ynduráin advierte la trabazón de ideas y formas noventayochistas y modernistas y piensa que, en rigor, los nuevos escritores no eran sino románticos y algo cobardes por añadidura: «Románticos asustados de lo que se les viene encima».

Los tiempos exigían responsabilidad. Y esa es la virtud que habían ejercido con largueza los realistas, incluso a costa de sus tendencias más íntimas (sobre Galdós se dicen cosas muy justas y sensatas; algo más, sin embargo, cabía decir del dilema romanticismo-realismo que sólo es tal en apariencia. En rigor, el realismo fue un hallazgo romántico). Es evidente también que, en punto a la elaboración de un corpus de ideas, los nuevos escritores anduvieron poco felices: «Los del noventayocho en política corren de aquí para allá como pollos sin cabeza; nunca tuvieron las opciones ni los conceptos muy claros en este ámbito». «Son –se viene a concluir– ensayistas, creadores, literatos, estetas, pero intelectuales» (pero puede que, al fin y al cabo, lo intelectual sea sólo eso: una forma de emoción). En la lectura directa de los textos Ynduráin se mueve mejor que en las abstracciones históricas: unas veces usando las peregrinas pero iluminadoras distinciones de «escuelas» que propuso Cansinos Assens; otras, esbozando una línea de «romanticismo orgánico» y cultura populista dede el siglo XIX hasta Ganivet, Unamuno o Machado. Lo mejor viene cuando propone, al hilo de textos, sugerentes continuidades: Espronceda y el primer Rubén; el segundo Darío y el simbolismo de Antonio Machado; Galdós y Valle-Inclán… Dos cumplidas reflexiones acerca de Luces de bohemia y de las ideas narrativas de Baroja (procedentes de artículos previos publicados en 1984 y 1969, respectivamente), preparan la doble conclusión: lo que hay son, en fin de cuentas, autores y libros mucho más que períodos y generaciones; la unidad última de aquel legado anterior a 1936 fue un panorama, «el cultural y científico, esperanzador, y el literario, concretamente, maravilloso». Un mundo de literatura, que es decididamente, una forma de la mentira, un sueño de conocimiento.

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Ficha técnica

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