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De aviones y bombas

Historia de los bombardeos

SVEN LINDQVIST

Turner, Madrid, 200 págs.

Trad. de Pepe Sofía

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Es innegable que los aviones provocan una cierta fascinación. Incluso los aviones de combate. Si no, no se explicarían fácilmente fenómenos como las patrullas acrobáticas, las exhibiciones aéreas o el modelismo. Al menos en tiempo de paz. En tiempo de guerra, la aviación de combate pasa a convertirse en un instrumento de destrucción altamente sofisticado y con una capacidad añadida de causar terror en civiles y combatientes. Sólo quien ha experimentado el campo de batalla puede contar el sentimiento sobrecogedor provocado por el ruido de los motores de los aviones y que siempre acompaña a una lluvia de bombas o misiles. Los prisioneros iraquíes de la guerra del Golfo de 1991 coincidían en apuntar que lo que más temían eran los superbombarderos B-52, que hora tras hora, día tras día, castigaban sus posiciones y ante los que no tenían defensa alguna salvo agazaparse y esperar a que pasaran. Esperar para poder contarlo.

La obra de Lindqvist se fundamenta precisamente en esta capacidad de crear sensaciones y, sobre todo, terror. Se trata de un libro en cierta medida paradójico, pues su lectura no es lineal, sino que el autor recurre a una sucesión de párrafos modulares, numerados, que no deben leerse secuencialmente, sino a través de referencias y entradas que obligan a saltar atrás y adelante para seguir la línea argumental del autor. Eso no dificulta la lectura, pero sólo es posible porque se basa en un estilo claramente puntillista, sobre la sucesión de impresiones y citas de autores muy emotivas pero escasamente analíticas. El resultado al que se lleva al lector es, por tanto, una imagen evocada indirectamente por muchos personajes y anécdotas, lo cual es perfectamente legítimo, pero más apto para provocar una reacción emocional que un conocimiento detallado, histórico o estratégico de la evolución de la aviación y sus bombardeos. En ese sentido, el título tal vez induce a confusión.

El tratamiento que suele dársele a la guerra oscila entre las narraciones pasionales, muchas veces construidas sobre relatos y vivencias personales de quien ha conocido el furor de la batalla, otras sobre el rechazo emocional de la propia violencia característica del conflicto, y el ensayo clínico y frío sobre sus causas, métodos, desarrollos o consecuencias. En ese sentido me refería a la disparidad entre el título de la obra, en principio un ensayo sobre la evolución de los bombardeos, y el contenido, como digo, retazos emocionales con los que ir pintando lo que aquéllos han sido y representado.

La segunda gran crítica que puede hacérsele a la obra de Lindqvist es su excesivo foco de atención en los bombardeos estratégicos, clásicos, esto es, los desarrollados durante la segunda guerra mundial y hasta bien entrado el conflicto en Vietnam en los años setenta, y su descuido alarmante de la acelerada evolución que ha experimentado el combate aéreo, en sus medios y en sus doctrinas, desde entonces y, sobre todo, desde la guerra del Golfo de 1991, con la aparición de los bombardeos de precisión.

En efecto, la evolución tecnológica en las plataformas (los aviones), la electrónica y los sistemas de combate que montan y, muy particularmente, en sus sistemas de armas de precisión, está cambiando por completo la faz de la guerra y, por ende, la manera de concebirla y conducirla. El avión sigue siendo un instrumento de destrucción, pero su empleo es ahora muy selectivo y preciso.

Cuatro han sido los grandes adelantos aplicados a los bombardeos: en primer lugar, la generalización de las municiones guiadas de precisión. En la guerra del Golfo de 1991 el público pudo ser testigo de imágenes hasta entonces poco comunes, bombas guiadas por láser que impactaban letalmente en objetivos reducidos en tamaño. Esa precisión permitía algo no tan evidente pero igualmente importante: poder utilizar una menor carga explosiva y, así, reducir los llamados daños colaterales, esto es, la destrucción innecesaria y no deseada de elementos, infraestructuras y personas, que nada tenían que ver con el objetivo perseguido.

Así y todo, las bombas guiadas por láser o por televisión tenían un gran inconveniente: su precio. De hecho, con todo el bombo que se les dieron a estas municiones en 1991, sólo el 4% de las bombas arrojadas eran «inteligentes», esto es, unas 4.400 sobre un total de 210.000. Esa cifra se multiplicó por siete durante la guerra de Kosovo, donde ya cerca del 30% de la munición estaba guiada por un sistema u otro. Así y todo, el gran salto adelante vendría dado por las operaciones en Afganistán a finales de 2001, pues allí prácticamente el 70% de la munición empleada fue guiada de precisión. Con una notable novedad: en lugar de utilizar sistemas láser o de televisión, las fuerzas americanas modernizaron sus bombas «tontas», añadiéndoles un simple kit con una guía terminal por GPS, muy precisa, y de un precio diez veces menor que cualquier otra alternativa de guiado. En lugar de gastarse cien mil dólares por bomba láser, Estados Unidos arrojaba bombas de doce mil dólares sin perder un ápice de precisión. De hecho, si no se empleó el cien por cien de bombas guiadas se debió a los ataques de «planchado» de las montañas de Tora Bora, zona de refugio de talibanes y miembros de Al Qaeda, posiblemente incluyendo también a Bin Laden.

En la reciente operación «Libertad Iraquí» para derrocar a Saddam la munición precisa ha vuelto a ser dominante en número y cualitativamente, permitiendo reducir la carga explosiva (se han utilizado por lo general bombas de 500 libras en lugar de las más clásicas de 2.000) y, por tanto, el nivel de destrucción.

Sea como fuere, la tendencia histórica al bombardeo de precisión es imparable y eso comporta que la aviación, como elemento de terror social, fenómeno sobre el que se explaya Lindqvist, irá perdiendo importancia a medida que los ataques sean realmente más y más quirúrgicos.

La segunda gran innovación ha sido la incorporación de todo tipo de sensores al campo de batalla, lo que lo hace cada vez más transparente. Elementos como el Joint Star, un avión de gestión de la batalla, permite «ver» todo cuanto ocurre, se mueva o no, en un área de unos mil kilómetros de lado. Cuando los cazas y bombarderos se ligan entre sí con estos nuevos y potentísimos sistemas de mando y control, su letalidad y su supervivencia se ve mejorada exponencialmente. Es el comienzo de lo que se conoce como «operaciones basadas en el efecto», esto es, la concepción modular de las tropas que se combinan sobre la marcha para lograr el efecto deseado de una manera óptima. Piénsese que en 1991, entre la detección y localización de un blanco potencial y su destrucción por un avión, pasaban cerca de noventa minutos. Ese ciclo de ataque se redujo en Afganistán a veinte minutos y en el Irak de 2003 a apenas catorce minutos. Eso es lo que permite saber que un alto cargo entra en un restaurante y que dicho restaurante es arrasado por bombas de penetración poco tiempo después.

Un tercer avance técnico es la «invisibilidad» de los aviones de ataque. Se logra mediante diseños peculiares del fuselaje y el empleo de nuevos materiales absorbente de las ondas del radar. También con la ocultación de los motores y sus exhaustos de tal modo que su «señal» –esto es, lo que capta un radar– es mínima. Ya en 1991 se hicieron famosos y desde entonces los B-117 o los estratégicos B-2 no han dejado de operar en las condiciones más adversas. Precisamente para eso se les diseña, para burlar las defensas enemigas y atacar bien dentro en territorio hostil sin poner en peligro su supervivencia. El problema asociado a estas tecnologías es que son enormemente caras, lo que reduce tanto el número de países que se las pueden permitir como el número de aviones que una fuerza aérea puede adquirir. Ahora bien, su escaso número se ve compensado por su máxima eficacia y letalidad. Con bombas de precisión, su capacidad para destruir y eliminar objetivos bien defendidos o reforzados (tipo búnkeres de mando) es tan asombrosa como valiosa en términos militares y estratégicos.

El último salto tecnológico se refiere a la mejora de los sistemas de propulsión, tanto de los portadores, los aviones, como de las municiones. Se están logrando, en concreto, dos cosas de manera simultánea: que los bombarderos estratégicos puedan alcanzar cualquier parte del globo desde suelo estadounidense (Kosovo, Afganistán e Irak han sido atacados por los B-2 desde Estados Unidos en misiones de más de cuarenta horas de vuelo) y, en segundo lugar, que los misiles que se disparan desde los aviones gocen de un alcance creciente. Hoy, por ejemplo, la lucha antiaérea puede librarse a más de ochenta kilómetros de distancia, sin verse los aviones atacantes, o se puede lanzar un misil standoff, de tipo crucero, para destruir una diana a mil kilómetros. Y con total garantía de éxito.

Puede afirmarse en general, por tanto, que Lindqvist acierta con el tema a abordar, puesto que la importancia de la aviación de combate no va a disminuir, más bien al contrario, puesto que la supremacía aérea es un valor incontestable en cualquier conflicto –bien patente en Irak– y porque la volatilidad política de las alianzas contemporáneas hace que prime una planificación militar donde el factor esencial es ser capaz de golpear con precisión desde suelo patrio.

Lindqvist se centra exclusivamente en los bombardeos estratégicos, porque éstos eran la imagen del horror durante la segunda guerra mundial y porque con el advenimiento de la bomba atómica fueron inicialmente los instrumentos primarios para materializar el Armagedón nuclear llegado el caso. Basta recordar las imágenes de Teléfono Rojo: Volamos a Moscú o la más trágica realidad del accidente de los aviones del Mando Aéreo Estratégico norteamericano sobre Palomares.

Sin embargo, y sin negar que lo más glamoroso de la aviación reside en su flota de combate, patente en las vocaciones de piloto tan bien expuestas en la película Top Gun, pero muy comunes a todas las sociedades, los cambios geoestratégicos recientes apuntan a una mayor o creciente importancia de otros elementos de la aviación, no por menos vistosos menos relevantes. Para empezar, por ejemplo, los aviones de repostado en vuelo. Si la tendencia que se apunta es a ataques a larga distancia, es imperativo que los aparatos involucrados vuelen sin tener que posarse en ninguna base aliada, cuyo acceso será cada vez más problemático políticamente. El servicio que nuestro avión de repostado en vuelo dio a los cazas aliados durante la operación Fuerza Aliada en 1999 fue muy superior a lo que su número podría llevar a pensar. En Afganistán, la táctica de mantener aviones sobrevolando el país en todo momento, a fin de realizar ataques de oportunidad, sólo fue posible gracias a la flota de aviones cisterna. Al igual que los dos ataques de decapitación llevados a cabo sobre el régimen de Saddam en esta última guerra.

Finalmente, también crece en importancia la capacidad de poder transportar por el aire las fuerzas requeridas para una exitosa misión. Afganistán ya fue un gran experimento de desembarco aerotransportado, pero también la negativa turca a que las tropas de la 4. a División Mecanizada del ejército estadounidense atravesara su suelo para entrar en Irak desde el norte exigió una capacidad de movilización aérea importante. En el futuro esta opción, en la medida en que no siempre será posible mover las fuerzas desde el mar o por tierra, tendrá mayor relevancia. De hecho, el ejército estadounidense tiene previsto que en la próxima década su sistema mayor de combate (lo que hoy sería el carro Abrams) pierda peso y volumen sin perder letalidad, a fin de que pueda ser aerotransportado llegado el caso.

Lindqvist aborda un problema peculiar y, sobre todo, se queda en un punto de la historia que no permite entender qué está pasando con el mundo de la aviación de combate hoy. Más que una historia de los bombardeos es una proto-historia o, aún mejor, una arqueología de los bombardeos. Aunque no explícita, puede que el autor se sienta parte de esa escuela de pensamiento que considera que la guerra, por muchas innovaciones tecnológicas que experimente, será siempre lo mismo: un fenómeno cuya naturaleza es el horror y la violencia. Y puede que sea así, pero lo que parece hoy más claro es que ese horror y violencia puede ser progresivamente controlado y, por tanto, limitado. Hay miedo, sudor y sangre en una guerra, desde luego. Pero quien lo sufre es cada vez un número menor de personas. Afortunadamente, la evolución tecnológica de los aviones y de sus sistemas de armas permiten luchar y ganar un conflicto sin tener que recurrir al bombardeo masivo de ciudades. Salvo en un espasmo total –lo que sería presumiblemente nuclear– no volverá a haber nuevos Tokios y Dresdes. Y cualquiera que viaje por Irak hoy día podrá atestiguarlo: la precisión equivale a menor destrucción y –otro factor a tener en cuenta– menor número de bajas y víctimas.

En Kosovo, la preocupación por evitar bajas aliadas llevó a que las operaciones militares fueran exclusivamente aéreas y que éstas se condujeran desde una altitud superior a los cinco mil metros, por encima del techo de las defensas antiaéreas serbias. En la guerra contra Saddam, el principio de evitar víctimas civiles y daños colaterales ha primado en toda la planificación y designación de objetivos.

En suma, el mundo que describe Lindqvist es el de los años cuarenta, cuando para destruir un objetivo de treinta metros de lado se requerían cerca de diez mil bombas y tres mil salidas de aviones. Ya en 1991 para lograr lo mismo bastaban treinta bombas y ocho aviones. Y en 2003 han sido suficientes una bomba y un avión que además, sin retornar a la base, eliminaba tres objetivos más. Esa es la verdadera historia –incipiente– de la aviación. 

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