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La biología de Dios

DARWIN Y EL DISEÑO INTELIGENTE: CREACIONISMO, CRISTIANISMO Y EVOLUCIÓN

Francisco Ayala

Alianza, Madrid

Trad. de Miguel Ángel Coll

232 pp.

117 €

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El autor es el científico español con más éxito social. Ha sido asesor científico del presidente Clinton y presidió la American Association for the Advancement of Science, la mayor sociedad científica del mundo, editora de la revista Science. Es miembro de nueve academias de ciencias, incluyendo la nacional de Estados Unidos, y ha recibido la Medalla Nacional de Ciencias de ese país y doce doctorados honoris causa.

Su carrera es absolutamente atípica. Como teólogo dominico, se interesó por la naturaleza del hombre y comprendió que necesitaba conocer la biología. Se entusiasmó con los mecanismos de la evolución descritos con lucidez y amenidad en los libros de Theodosius Dobzhansky, hasta tal punto que decidió trabajar con él. Dobzhansky, nacido y formado en la Rusia del último zar, había emigrado a Estados Unidos en 1927 y sus investigaciones con moscas Drosophila contribuyeron brillantemente a enraizar la evolución sobre la genética.

Me contó Dobzhansky, en el buen español aprendido en sus trabajos de campo en las selvas de Colombia, que cuando Ayala se presentó en 1961 en su despacho en la Columbia University le aplicó el procedimiento que ya tenía preparado para casos similares. Tomó el catálogo docente de su universidad y, explicándole que para colaborar con él tendría que adquirir algunos conceptos, le pidió que siguiese los cursos que iba marcando. Ninguno de los predecesores había vuelto por el despacho, pero Ayala volvió al cabo de unos meses con notas brillantes y Dobzhansky no tuvo más remedio que admitirlo. Pronto se le hizo insustituible, hasta el punto que cuando recibió una magnífica oferta de la Universidad de California en Davis, exigió que contrataran también a Ayala como profesor y jefe de su departamento. Ayala ha continuado su carrera en la Universidad de California en Irvine, donde sigue abordando la evolución con técnicas genéticas, bioquímicas e informáticas. En él se han formado algunos de los científicos más productivos de España: no todas las consecuencias de la fuga de cerebros son negativas.

El diseño inteligente de los seres vivos es una realidad innegable, si así nombramos la complejidad de sus estructuras y su concordancia con las funciones que desempeñan. La admiración de los investigadores viene de antiguo y ha ido creciendo conforme abordaron los niveles microscópico y molecular. A falta de una explicación racional, muchos atribuyeron esa complejidad y esa concordancia a un Creador sabio, poderoso y benévolo. En la conocida formulación de Voltaire, no hay un reloj sin relojero. La cima de esta forma de pensar es el libro Natural Theology, publicado por William Paley en 1802, al que Ayala dedica justamente bastante atención. Sigue habiendo libros de este tenor; mis maestros de bachillerato me indujeron a leer A Dios por la ciencia, del jesuita Jesús Simón, que ha conocido muchas ediciones.

La grandeza de Charles Darwin es haber propuesto, en su famoso libro de hace justamente siglo y medio, un mecanismo alternativo que crea diseños de apariencia inteligente que ninguna inteligencia ha diseñado. La evolución biológica, la idea de que los seres vivos cambian a lo largo de las generaciones, había sido propuesta por muchos, y notablemente por su abuelo, Erasmus Darwin, y por Jean-Baptiste de Lamarck. Darwin añadió que la evolución ocurre por selección natural de caracteres heredables.

La teoría de la evolución se basa en muchísimas observaciones de seres vivos actuales y de fósiles, entre las que destacan por su claridad y valor histórico las de Darwin sobre los pájaros de las islas Galápagos. Esas observaciones son fáciles de conciliar con un cambio lento de los seres vivos al paso de las generaciones y la selección de los que resulten mejor adaptados a las condiciones de cada momento. Esta visión global recibió una explicación detallada cuando se encontraron en las poblaciones de todos los seres vivos individuos con variaciones genéticas, cuya transmisión a las generaciones siguientes depende del efecto que tengan sobre la reproducción de sus portadores. El descubrimiento por Avery y sus colaboradores de la naturaleza química de la información hereditaria que los seres vivos se transmiten de padres a hijos obliga a pensar que la evolución no sólo existe, sino que es inevitable. Si los seres vivos transmitimos a nuestros hijos unos textos genéticos, formalmente muy parecidos a cualquier escrito, y esos textos pueden mutar por la acción de agentes externos o por errores de copia, no podrá evitarse que vayan cambiando con el transcurso de las generaciones. Basta observar cómo cambian las habladurías transmitidas de boca a oreja o cómo se diversificaron los manuscritos medievales.

La creencia en un diseñador inteligente sigue teniendo muchos adeptos. Ayala conoce y presenta bien la situación en Estados Unidos, donde son más numerosos y hacen más ruido que en Europa. Allí no cesan las campañas contra la teoría de la evolución, surgidas de una base social poco ilustrada, que coincide, más o menos, con la mitad de la población que cree en adivinos, curanderos, extraterrestres y la veracidad literal de la Biblia, y frecuentemente en todo esto a la vez. Esa base social no sólo representa una tajada de la población tres o cuatro veces mayor que en Europa occidental, sino que es mucho más atrevida, porque cuenta con personajes poderosos y muchos medios de comunicación. La novedad es no hablar de creación, concepto religioso que choca con el laicismo oficial propio de un país donde bullen tantas religiones distintas, sino de una presunta teoría científica, el Diseño Inteligente, dando por supuesto que el tal diseño sólo pudo ser divino. La consecuencia práctica, aparte de algunas decisiones risibles de parlamentos y tribunales, ha sido que la mayoría de las escuelas rehúyen el tema y enseñan, por tanto, una Biología mocha e incomprensible.

Ayala repasa los conocimientos actuales sobre evolución, desde la distribución mundial de las especies a la paleontología, la anatomía y la genómica. Los argumentos son tan aplastantes que no queda más que admirar la tozudez de los que creen, como la más reciente candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos, que el mundo sólo tiene seis mil años y, por lo tanto, los descendientes de Adán y Eva convivieron con los dinosaurios.

Menos satisfactoria es su exposición de los mecanismos por los que la selección natural inicia y mejora los diseños de las estructuras de los seres vivos hasta alcanzar niveles de complejidad tan llamativos como los del ojo humano. Aclarar mejor los mecanismos que constituyen la alternativa al diseñador inteligente hubiera requerido más espacio, y quizá cambiar el tono de este libro. La traducción, aunque floja, no impide seguir los argumentos, ya que no importa, por ejemplo, que no encontremos «Bavaria» en nuestros atlas.

Los predicadores del Diseño Inteligente suelen describir algún órgano o algún fenómeno biológico complicado, preferiblemente uno que no se comprenda muy bien, y afirman que no se puede haber desarrollado por evolución ciega. Se puede argumentar lo contrario cuando se dispone de resultados científicos pero, en todo caso, la ciencia ignora muchísimas cosas, nunca las sabrá todas y no debemos sacar conclusiones de nuestra ignorancia. Ayala explica el método científico y concluye que el Diseño Inteligente no es una hipótesis científica.

El examen superficial de los seres vivos revela muchas carencias; un examen más profundo da una fuerte impresión de chapuza y oportunismo y, a veces, de malevolencia. Uno de cada cinco embarazos dan fetos defectuosos que abortan espontáneamente, casi todos en las primeras semanas de su desarrollo; teniendo en cuenta las opiniones sobre el aborto de los partidarios del Diseño Inteligente, el diseñador es responsable de unos veinte millones de muertes de inocentes todos los años.

Me parece aún más cruel el caso que voy a añadir. En España nacen algunas docenas de hemofílicos al año, en su gran mayoría varones que no producen el factor VIII para la coagulación de la sangre y sufren una continua amenaza de desangrarse. Cualquier estudiante de Biología podría proponer un diseño inteligente que hubiera reducido el problema a un nivel bajísimo, el que tienen las mujeres. Hace algunos decenios, un diseño verdaderamente inteligente, el nuestro, permitió purificar el factor VIII de la sangre de donantes e inyectarlo periódicamente a los necesitados. El malévolo no aceptó su derrota, e hizo aparecer el sida; el virus VIH contaminó la sangre de la que se sacaba el factor y causó una mortandad de hemofílicos. Afortunadamente, una segunda vuelta de diseño artificial nos ha permitido producir el factor en bacterias transgénicas, que no admiten al virus, y una tercera nos permitirá corregir el defecto implantando a los enfermos el gen que necesitan, con lo que no dependerán de las inyecciones.

Para la teoría de la evolución, el mal es un subproducto inevitable, porque las mutaciones son cambios al azar y, como los errores tipográficos, dañan al texto muchas más veces que lo mejoran. La selección carece de dirección fija y sus fases sucesivas, regidas por los cambios del ambiente, pueden ser contradictorias. Por el contrario, si los seres vivos son producto de diseño, su diseñador tiene que ser incompetente y malévolo. Ayala concluye que blasfema quien atribuya a Dios la creación de los seres vivos.

Me parece evidente que Dios existe, y no uno, sino muchos millones y muy variados, en los cerebros de sus creyentes. Muchos de éstos se encuentran a gusto teniéndolo. Uno de los cerebros donde existe Dios es el del profesor Ayala, porque cree que la estética, la moral, los valores y el significado de la vida están fuera del dominio de la ciencia. Se distancia así de su maestro Dobzhansky, también creyente, y de otros científicos que han conjeturado que la belleza y la bondad se deben a estructuras cerebrales a cuyo desarrollo contribuyen no sólo nuestras vivencias, sino la herencia genética. ¿No estará llamando Dios a nuestra ignorancia?

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Ficha técnica

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